– Espera. -Tiene las pocas luces de erguirse agradecida antes de darse cuenta de que es imposible que Nigel tuviera ni idea de lo que ella pretendía hacer-. He visto algo que puedo hacer -explica-, ahora vuelvo.
Eso debe suponer una esperanza. Quiere creer que significa que ve algo. Aguanta la respiración por si eso le ayuda a adivinar lo que está haciendo Nigel. Tras unos pocos segundos, oye un chasquido que le indica que ha abierto la puerta de Pedidos. La luz de afuera no depende de los fusibles de la tienda. Si es así, ¿por qué Nigel ha caído en el silencio? ¿Por qué no lo oye junto a las puertas del montacargas? Obviamente porque está asegurando las puertas del pasillo de Pedidos para que no se cierren, se dice justo en el momento en el que se cierran con otro sonoro chasquido.
Se contiene para no lanzar un grito dirigido a Nigel, pero está a punto de hacerlo cuando un sonido sordo y amortiguado pone fin al silencio. Después de una pausa suena otro, y entonces comprende que Nigel está intentando abrir las puertas del pasillo de Pedidos a golpes de hombro, lo que significa que de algún modo se las ha arreglado para quedarse atrapado en el exterior del edificio. O se ha cansado o, lo que es peor, hace menos ruido porque la va a dejar en la profundidad de esa negrura.
De lo único que puede sentirse aliviada es de la certeza de que sus padres no están enterados de la situación. Ya se habrán ido a la cama, y espera que estén dormidos. Si hubiera usado la negativa de Woody a que contactara con ellos como excusa para irse, ahora no estaría atrapada, pero no va a permitir que ese pensamiento la afecte. No está paralizada, y todavía puede hacerse oír. Si se necesita más de una persona para abrir las puertas del montacargas, hay un montón en la sala de ventas.
Se desplaza con esfuerzo desde la esquina del carro hasta la parte frontal de este. El borde de un estante se le clava en los riñones y los cantos de varios libros lo hacen en su columna. Al poner cada una de sus manos sobre una de las puertas se siente como atornillada al metal. No respira muy profundamente para que su tórax ocupe el menor espacio posible, en caso contrario el metal le aplastaría los pechos. Se tiene que recordar más de una vez que no se está asfixiando, antes de introducir los dedos de su pie derecho entre las puertas. Acaba metiéndolos todos y empuja para abrirlas lo bastante para que el pie entero acabe dentro del hueco.
Se está tomando unos pocos segundos para descansar y prepararse para una nueva tentativa de ampliar la abertura y pedir ayuda, cuando el olor a rancio vuelve a colarse en la cabina. Asciende de algún lugar bajo el montacargas, y se ha convertido en algo tan insoportable, que no tiene ninguna duda de que su origen se esté acercando o ya lo haya hecho. Se obliga a alargar una mano a través de la oscura grieta. Espera que a pesar de todas sus impresiones se encuentre con las puertas que conducen al pasillo, pero las puntas de sus dedos solo topan con unos cuantos ladrillos resbaladizos.
Tiene miedo de subir más la mano, pero lo hace. Ascendiendo todo lo que puede lo único que es capaz de encontrar son ladrillos y más ladrillos. Poniéndose de puntillas, llega con sus dedos al espacio entre el borde superior de la cabina y la pared de ladrillos. Solo un poco de la parte inferior de las puertas que dan al pasillo está al alcance de las puntas de sus dedos, puede rozar el borde, pero por mucho que extienda los dedos no puede llegar bien y se le resbalan por los ladrillos.
No va a dejarse llevar por el pánico. ¿No tienen todos los ascensores una compuerta de emergencia en el techo? Aunque no recuerda haber visto ninguna, tiene que haberla. Podrá llegar hasta ella aupándose en el carro, pero preferiría no hacerlo mientras siga estando tan sola. Respira profundamente y casi tiene que escupir por el sabor a rancio que inunda su ser. Pero en lugar de eso, grita con todas sus fuerzas, con las manos alrededor de la boca y la cabeza hacia atrás.
– ¿Puede venir alguien? Estoy en el montacargas. Se ha quedado parado.
Está a punto de utilizar el resto de su aliento cuando algo la interrumpe. No quiere pensar que es alguna clase de respuesta; al principio ni siquiera está segura de estar oyendo al montacargas. «Ascensor abriéndose» dice, o quizá «cerrándose», aunque se le ocurre que la lenta, grave y profunda voz ha dicho «ascensor hundiéndose».
La cinta con la grabación debe de estar gastada y bajo mínimos, o el mecanismo se está quedando sin energía, pero no puede espantar la idea de que la voz ha vuelto a su verdadera naturaleza, y que su versión femenina era una mera pretensión. Además, le recuerda demasiado a la voz o voces que le atendieron en el teléfono de emergencia, una creencia que es considerablemente peor que un sinsentido en medio de la nada. Se lleva las manos a la boca y a parte de la nariz para protegerse un poco del olor mientras vuelve a respirar profundamente. Alza el rostro para volver a gritar, pero todo lo que emerge de su boca es un resuello. Algo repta por su zapato y le rodea el tobillo. Es demasiado frío y viscoso para ser algo vivo.
Durante un momento consigue recuperar algo de confianza pensando que debe de ser agua o barro. Entonces también alcanza su otro pie e igualmente rodea el otro tobillo, por lo que se ve obligada a sacar el pie que mantiene abierta la apertura y deja pasar el vertido. Las puertas se reencuentran con un golpe sordo que no suena ni mucho menos tranquilizador, y Agnes vuelve a su rincón, donde al menos tiene una mayor capacidad de maniobra. Siente el filo del estante superior del carro magullando la zona de los riñones, unos centímetros por debajo del incesante pinchazo de libros en la columna vertebral, y sus pies no dejan de perder agarre en el húmedo piso metálico. Tan pronto como alarga la mano izquierda para buscar los controles de la pared e identifica el botón de subir, comienza a aporrearlo. Seguramente esa no es la razón por la que advierte un movimiento de la puerta, como si un intruso se hubiera colado a través de ella. Se libera de la presión del carro y se yergue, como si ponerse muy derecha fuera a inyectarle coraje. Durante unos segundos no cesa de golpear el botón con el dedo. No está deteniendo el descenso del ascensor, que ya no parece estar bajando sino más bien siendo arrastrado hacia abajo. Aunque tiene miedo de apartarse de los controles y de la puerta, no tiene otra alternativa. Se coloca detrás del carro y se queda de pie entre los dos brazos metálicos del palé. Se agarra a ambos lados del carro, preparándose para auparse a la invisible compuerta, cuando una sustancia demasiado sólida para ser agua y demasiado líquida para ser tierra le inunda los pies y le sube por las espinillas.
No grita. Necesita ahorrar aire para poder respirar, y para convencerse de que no está a punto de ahogarse. Sube un pie al estante inferior del carro para evitar la creciente inundación. El pie se le resbala del centímetro de estante no ocupado por libros. El chapoteo le salpica hasta encima de las rodillas y casi le hace gritar. Coge montones de libros del carro y los echa a un lado, sumiéndolos en la oscuridad, en la cual golpean inertes contra las paredes de la cabina del montacargas. Para cuando ha despejado los otros dos estantes de la mayor parte de su contenido, el fluido gélido y viscoso casi le llega a las rodillas, y oye como los libros rebotan en la pared y caen en él, provocando un chapoteo tras otro. Pone los pies en el estante inferior y se impulsa al de en medio. Apenas ha posado los pies en este, el carro se derrumba.