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Se trastabilla a ciegas en las profundidades del montacargas hasta que su espalda golpea contra el asidero del palé. Una ola de la altura de su rodilla la sigue, arrastrando libros y unos pringosos y empapados pedazos de algo inexplicable que hociquea en sus piernas exigiendo su atención hasta que los aparta de una patada. Se da la vuelta, avivando el dolor en su columna, y agarra el asidero. Es demasiado corto y ciertamente demasiado inestable para usarlo para escalar. Es entonces cuando oye el carro golpear contra la pared del montacargas, restañándola por arriba y por abajo. Si el carro flota, ¿podría subirse en él para llegar a la compuerta de escape? No hay otro camino, pues no sabe nadar, y aunque supiera no podría hacerlo en el lodazal que ya sobrepasa sus rodillas. Trata de mantenerse en pie, a pesar de la sustancia y de la oscuridad mientras sus dedos apartan una masa de libros empapados. Sus nudillos van a dar contra una obstrucción más sólida; la parte inferior del carro flota por un lado. Se lanza hacia ella sintiendo una especie de penoso triunfo, y su mano izquierda se cierra sobre un objeto asentado encima del carro.

Tiene rostro, pero no por mucho tiempo. Antes de que su mano se aparte de los apelotonados rasgos, o pueda distinguir más de un único ojo indolente y parpadeante del doble del tamaño de su compañero, el rostro se hunde en el frío y gelatinoso bulto que es la cabeza. No sabe qué sonido sale de su garganta mientras lucha por echarse hacia atrás; solo sabe que se siente desesperada por alejarse del carro y de su horrible contenido tanto como le permita la cabina del montacargas.

A su alrededor y a su espalda la rodean libros empapados, obstaculizando su progreso, ya que le llegan a los muslos. El carro se precipita contra su cintura, y tiene que usar toda su fuerza para apartarlo. Golpea la puerta con tal violencia que toda la cabina tiembla. Quizá no sea ese el único resultado, porque a los pocos segundos la ansiosa corriente de agua ya lame sus costillas. Tiene los brazos en alto para no hundirlos, si bien quizá solo lo hace porque no se le ocurre darles otra utilidad. El carro le sacude el pecho. Apenas tiene tiempo de comenzar a rezar para que ya no haya nada en él cuando la reminiscencia de un rostro se moldea justo delante de sus ojos.

Sus rasgos son tan difusos como los del lomo de una babosa, salvo por una sonrisa tan ancha y abierta que bordea la idiotez. Alarga una mano en forma de garra hacia la temblorosa masa sin cuello y la aparta de ella, provocando solo que unas extremidades repten por su nuca y se unan en su cuello. ¿Cómo pueden ser imposibles de separar teniendo tan pocos huesos y músculos que sus dedos ni siquiera los notan, cuando ni siquiera parecen estar seguras de su propia forma? Su presión va atrayéndola más y más en dirección a la cabeza y a lo que sea que tenga ahora por cara, tan cerca que casi se alegra de que la negrura que invade primero su boca y su nariz, y después sus ojos y su cerebro, sea más sólida que cualquier otra oscuridad.

Angus

– Vale, ¿por qué no hacéis algo que ponga una sonrisa en mi cara? Decidme que algo está arreglado.

– Espero que los fusibles lo estén pronto. Ray ha bajado.

– Parece que hace mucho rato, ¿o ya he perdido la noción del tiempo?

– Parece mucho rato. Quizá es por la hora que es.

– ¿Pretendes insinuar que se ha quedado dormido trabajando?

– No, pero tiene que conseguir llegar abajo y hacer lo que tenga que hacer en medio de la oscuridad. ¿Crees que en el futuro sería posible guardar un candil aquí arriba?

– Algo primitivo quizá. Oh, así llamáis vosotros a las linternas. Pensé que Nigel os había conseguido algo de luz.

– Solo aquí, no llega abajo.

– De todas formas, ¿por qué este silencio? No hace falta que únicamente hable Angus.

– La cosa es que Nigel no está aquí.

– No me digas. Nos han abandonado, ¿eh? ¿Cómo es que ha huido?

– Anyes está atrapada en el montacargas y ha ido a ver, bueno, a ver qué puede hacer me refiero, no solo a curiosear. No creo que lo haya conseguido todavía.

– ¿Quién?

– Nigel. Me acabas de preguntar sobre él.

– Ya sé lo que he preguntada. Aún conservo el cerebro que traje de América. Lo que te pregunto ahora es cómo has llamado a la chica atrapada en el montacargas.

– Anyes. Probablemente habrás oído que la llaman así. Es como le gusta que lo hagan.

– Y tú intentas hacer lo que le gusta a todo el mundo, ¿verdad, Angus? No piensas que eso puede joder tu trabajo aquí.

– No entiendo cómo llevarme bien con la gente puede hacerlo.

– Estás tan ansioso por agradar que quizá tienes miedo de arriesgarte a hacer algo mejor que los demás, ¿tengo razón? Tienes que saber que eso no ayuda al equipo. De todas maneras, no es eso de lo que hablaba.

– No deberías haberlo dicho, entonces.

– ¿Me repites eso? No lo he pillado. Me refería a que su nombre podría ser el problema.

– No veo por qué.

– Entonces piensa en ello. A vosotros los británicos os gusta pronunciar las cosas de forma diferente a como se escribe, ¿verdad? Quizá por eso hemos tenido casos de libros colocados de forma desordenada. Otra palabra mal pronunciada no va a servir de ayuda.

– Al menos no cometemos los errores gramaticales de algunos de vuestros, como los llamáis, espaldas mojadas.

– Sigo sin poder oírte, Angus. Recuerda que hay una puerta. Bueno, me alegra de que tuviéramos tiempo para charlar un poco, pero supongo que ya hemos descansado bastante. Aquí tienes tu oportunidad.

– ¿A qué te refieres? ¿Para qué?

– Eh, ¿de qué estamos hablando?

– No estoy seguro, no me arriesgaré a decir nada más.

– La puerta. Me refiero a la puerta.

Angus atrapa el picaporte y se inclina sobre él para empujar la puerta, pero obtendría los mismos resultados si hiciera lo mismo contra un muro.

– Todavía está atascada.

– No tenemos tiempo para juegos. Esa no es la clase de sonrisa que necesitamos. Si te digo que busques una manera de sacarme de aquí con ello quiero decir que uses la cabeza. Supongo que si Ray y Nigel vuelven no les importará descubrir que les has ahorrado unas cuantas payasadas más -exclama Woody, y añade lo bastante alto pasa ser oído-: A veces me dan ganas de rendirme por culpa de estos hijos de la Gran Bretaña.

Angus levanta el pie para dar una patada. No pretende mover la puerta, pero Woody no se va a enterar. El ruido podría reavivar sus comentarios, no obstante, y Angus ya ha tenido más que suficiente. Si se las arregla para liberar a Woody, al menos podrá deshacerse de él. El problema es que aun en mitad del silencio, es incapaz de pensar.

Supone que Nigel está ocupado tratando de sacar a Agnes. Mientras él y Woody estaban gritando los pudo oír hacer más o menos lo mismo, tras lo cual la puerta del pasillo de Pedidos chasqueó en dos ocasiones, presumiblemente permaneciendo abierta en algún momento entre cada una de ellas. Ahora Nigel la habrá dejado abierta para que entre la luz del aparcamiento de empleados. Quizás Agnes pueda verla, porque ya no gritaba tan fuerte como antes, el sonido parecía más remoto y finalmente acabó por callarse. Es probable que Angus pueda apartarla de su mente para centrarse en su propia tarea. Da un paso atrás, por si quizá el ver la puerta de Woody desde cierta distancia le fuera a mostrar la manera correcta de proceder.

No puede desatornillar las bisagras. Nigel no pudo encontrar un destornillador, y además, las bisagras están entre el marco y el borde interior de la puerta. ¿Y si el problema es con la cerradura? En una película todo sería tan fácil como insertar una tarjeta de crédito y desatascarla, pero Angus sospecha que si lo intentara la tarjeta se doblaría o quedaría atrapada en el mecanismo, o simplemente se partiría en dos. ¿Hay algo más aquí arriba que pueda usar para manipular la cerradura? Mira a su alrededor, la habitación parece sumida en una niebla resplandeciente causada por la iluminación de las pantallas grisáceas y oscurecidas por los borrosos iconos.