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– Para nadie -considera, y se da la vuelta para llamar la atención del resto de la tienda-. ¿Qué pensáis que querían decir?

Los cinco rostros grises pierden brillo y definición al volverse hacia ella. Una vez que todos han terminado de pivotar, parecen delegar en el murmullo de Jill.

– ¿Quiénes?

– Ellos -dice Connie, limitando parte de su rabia a agitar el pulgar por encima de su hombro-. La pareja cómica, Ray y Angus.

– No sé si crees que esto es gracioso, pero no los he oído.

Connie está a punto de señalar lo poco divertida que encuentra ella la situación, pero advierte que la sordera es compartida por los demás.

– Bueno, yo sí los oí -dice, y se vuelve a colocar el auricular en la cara-. Los oí, pero no decían demasiado.

– Supongo que están muy ocupados haciendo lo que les mandé hacer.

Le ha devuelto a la conclusión a la que llegó hace mucho tiempo. Tiene la impresión de que sus habilidades para pensar y comunicarse están a punto de alcanzar un estado inerte y ya están dejándose arrastrar por el tiempo.

– ¿Quieres que los deje tranquilos entonces?

– Eh, ese es un buen plan. Sigámoslo.

Baja el teléfono para no sentir la tentación de replicar, y en ese momento Jill da varios pasos rápidos por el pasillo con la palma de su mano al frente.

– Connie…

– ¿Has decidido que no me he imaginado lo que oía?

– No, me preguntaba si deberías preguntarle cuándo van a venir a por Agnes.

Connie quiere escapar de la oscuridad pero alza el aparato de nuevo.

– Me pregunto…

– Ya he oído lo que alguien se pregunta. No hace falta que hables por ellos.

– ¿Cuál es la respuesta entonces?

– No.

Tiene que tomarse su tiempo para tener la certeza de que no es cosa de su cerebro que la respuesta no tenga nada que ver con la pregunta.

– Me estás diciendo…

– ¿Por qué tenemos que llamar a nadie teniendo a Nigel?

Connie ahoga una prolongada respiración para comenzar una explicación que teme pueda dejarle sin la poca paciencia que le queda, pero entonces una idea surge de debajo del peso que oprime su mente:

– Porque podría sacarte a ti también.

– Me has pillado. Intenta llamar.

– Lo haré entonces, solo…

Agita la mano de forma generalizada hacia sus compañeros y coloca torpemente el aparato en su lugar antes de que Woody diga nada más. Quiere estar cerca de los escaparates y de los demás, sobre todo por la desagradable y seguramente irracional creencia de que alguien se ha acercado al otro lado de la puerta y tiembla de mudo divertimento. Avanzando por la sucia oscuridad del pasillo de Psicología, los hombros se le tensan por el temor de que la voz de Woody caiga sobre ella como una araña. No obstante, consigue llegar al mostrador sin que eso ocurra.

– No dejéis que os demore -dice, ya que incluso Greg se ha parado a observarla. Coge el teléfono más cercano y marca el número de emergencias, luego se queda mirando a la niebla como si su visión pudiera ayudar a conseguir una respuesta.

Solo consigue confundirla. Se imagina que puede oír las acometidas de la niebla, fingiendo estar cediendo terreno pero acercándose poco a poco realmente. Por supuesto, el ruido se limita solamente a la electricidad estática, aunque suena cada vez más densa y sólida. Corta la conexión y se inclina sobre las teclas para asegurarse de que está consiguiendo acceso a una línea exterior antes de volver a marcar. El mismo sonido sale del auricular, y un tercer intento aumenta el volumen de la estática. En lugar de dejarse arrastrar por la idea que trata de asaltar su cerebro, corta y pulsa el botón del intercomunicador para marcar la extensión de Woody.

– No puedo llamar a nadie del exterior.

– Yo mismo podría haberte dicho eso.

– ¿Y por qué no lo hiciste? -dice a través de una dentadura nada sonriente.

– Pensé que era mejor que lo intentaras tú misma, por si a alguien se le ocurría la idea de que yo trataba de evitar que llamaras.

Connie supone que tiene razón, pero le intranquiliza darse cuenta de lo desconfiados que se han vuelto. Parece intensificar la amenaza de la espeluznante y sobrenatural luz y de las sombras que cubren la mayor parte de la tienda.

– Estoy seguro de que nadie puede pensar eso de mí ahora.

– Supongo que eso merece una sonrisa.

– Eso espero.

Para cuando comprende que no se la pide a ella ya le ha dedicado una sonrisa culpable al techo.

– No tengo nada más que decir si tú tampoco -dice Woody, y es su único alivio, si es que llega siquiera a eso.

Al darse la vuelta tras soltar el teléfono encuentra a Jill observándola.

– ¿Qué idea te alegrabas tanto de que ya no pudiéramos tener? -dice al fin.

– Nada, Jill, de verdad. Sería feliz si todos tuviéramos las mismas ideas.

El súbito rostro inexpresivo de Jill le indica a Connie que no debería haber usado esas palabras.

– ¿Qué vamos a hacer respecto a Agnes? -pregunta Jill, y tiene que costarle un mundo decir únicamente eso.

– ¿Qué sugieres?

– ¿Acabamos de oír como decías que Woody tampoco podía llamar? Nigel ha tenido tiempo de sobra. Alguien más debería ir a buscar ayuda.

– ¿Te estás presentando voluntaria?

Jill mira la niebla durante un instante, y esta parece saludarla con una danza deslizante.

– Si no lo hace otra persona.

El resto de caras se giran inertes en dirección a la luz grisácea, hasta que Ross se aclara imperceptiblemente la garganta.

– Yo lo haré.

– ¿Hacer el qué? -objeta Greg.

– ¿No es mejor que intentes llegar a la garita de seguridad primero por si acaso, Ross? -sugiere Jill dándole la espalda a Greg-. Si allí no hay nadie tendrás que llamar desde Stack o' Steak. Abren toda la noche, ¿verdad?

– Nigel ya habrá pensado en eso -dice Greg.

– ¿Qué quieres que hagamos entonces, Greg? -exige saber Jill, girándose para encararlo-. ¿Cuánto tiempo más quieres que se quede Anyes dentro del montacargas a oscuras?

Eso lo acalla, aunque quizá contesta a la pregunta sin palabras.

– No hará ningún daño que alguien más vaya a buscar ayuda -interviene Connie-. Si tienes que llamar a emergencias, Ross, siempre puedes preguntar si alguien más lo ha hecho.

El golpe seco de un libro sobre un estante expresa la opinión de Greg al respecto.

– ¿No vas a tener frío, Ross? -dice Jill.

La mano de Ross va a parar al desabotonado cuello de su camisa, que parece empapada bajo esta luz mortecina.

– Iré corriendo.

– ¿Estarás bien tú solo? -dice Jake.

Greg murmura algo que Connie ignoraría si no fuera por Mad.

– ¿Qué te ha inspirado esa idea, Greg?

– Culpa mía. Esto no es un barco.

Su comentario tenía algo que ver con ratas y naves hundidas.

– Gracias de todas formas, Jake -dice Ross-. Seré más rápido yo solo.

– Depende de quién vaya detrás de ti, ¿qué me dices, Greg?

El rostro de Greg se pone tan furioso que queda claro que sus pensamientos iban por ese camino.

– Si estás listo vete, Ross -dice Connie y lo acompaña a la salida. Alarga la mano hacia el teclado para abrirla, pero sus dedos se quedan a unos centímetros de su destino. No recuerda ni un solo dígito del código.

El cansancio debe de haberlo borrado o escondido en lo más profundo de su cerebro, pero mientras más se esfuerza en recordarlo, mayor es la sensación de que su cabeza se llena de parte de la niebla que repta sin forma detrás del cristal. Se limita a agitar los dedos en el aire, frente al teclado, por si su mano consiguiera recordarlo, del mismo modo que reconoce inconscientemente la disposición del teclado de un ordenador.

– Jesús, ¿estoy viendo menos trabajo? -sale disparada la voz de Woody de todos las recónditos y oscuros rincones de la tienda.