– Solo en mi cerebro -dice usando el teléfono más cercano en el mostrador para aprovecharse de la situación.
– Ajá.
No le importaría una respuesta que sonara menos como una descuidada conformidad, pero al menos no la oye toda la tienda.
– No consigo recordar el código de la salida -le dice.
– Bien.
Seguramente no se refiere a que todo está bien.
– ¿Me lo recuerdas?
– ¿Para qué lo quieres ahora? No me parece que haya luz del día ahí afuera, y queda un montón de trabajo por hacer.
– Lo haremos más deprisa si Anyes nos ayuda, y además, tenemos que sacarla. No sabemos cuánto oxígeno quedará ahí dentro.
– ¿En un montacargas con una sola persona dentro? Mucho, diría yo.
Está consternada por no haberse centrado en insistir en la idea de liberar a Agnes para que trabaje.
– Está también a oscuras -casi suplica Connie-. ¿Cómo vamos a dejarla así?
– Nigel no la ha dejado, ¿verdad que no?
La perspectiva de tener que explicarle todas las teorías sobre Nigel le llena la cabeza de algo más que mero atolondramiento.
– No parece que haya tenido mucho éxito.
– No es el único -responde, y antes de que pueda decidir si eso iba por ella, añade-: Entonces es Ross al que consideras prescindible.
– Se ofreció voluntario.
– Podrías preguntarte por qué está tan ansioso por desertar.
– No creo eso en absoluto.
– Me diría lo mismo si se lo preguntara, ¿no crees?
– Estoy segura de ello.
– Entonces no me molestaré. El que quiere irse es al que menos necesitamos. Adelante si esa es tu decisión.
La electricidad estática sustituye al silencio de Woody, y teme que haya olvidado lo que le ha pedido.
– Ibas a recordarme el código.
– ¿Cuál de ellos? ¿El numérico o el de comportamiento? -La estática parece una respiración sobre su hombro-. Vale, veamos de qué te sirve todo esto -dice, y seguidamente le farfulla los dígitos.
¿Cuánto de burla hay en su voz? Seguramente no va a darle un código incorrecto, ¿pero acaso cree que el correcto no va a funcionar? Regresa a la salida y usa un único dedo para asegurarse de que pulsa solo los números que le ha ayudado a recordar. Cierra la mano sobre el picaporte, que parece niebla helada y solidificada, y tira.
La puerta tropieza con algo que no ve y luego gira hacia dentro sobre su eje acompañada del crujido del cristal. Parece una invitación a la humedad y al estancado olor de la niebla. Aunque Ross no ha oído los comentarios de Woody, Connie se siente con la obligación de darle ánimos, pero no se le ocurre ninguna manera de hacerlo.
– No cojas frío y no te pierdas -intenta decir, y añade-: Era broma. Anyes estará agradecida. Todos lo estaremos. No tardes.
Ya ha salido de la tienda antes de que haya acabado de hablar. Connie lo sigue con la intención de observar cómo se aleja. Al pasar junto al escaparate, casi corriendo, mira a Mad de reojo. No ha llegado al final del edificio cuando la niebla comienza a deshilachar su contorno y a emborronar su figura. Finalmente lo rodea y amortigua el sonido de sus pasos hasta que estos suenan como si el pavimento se estuviera reblandeciendo. Los oye empequeñecerse y se pregunta si debería llamarlo para quedarse tranquila por última vez.
– ¿También hemos perdido a Connie? -pregunta Woody.
Imagina a toda la tienda llena de bocas por las que le habla. Da un paso atrás y vuelve a entrar para menear la cabeza delante de cualquiera que sea la cámara que la esté enfocando. El interior de Textos se parece a la noche de afuera más de lo que le gustaría; la mortecina y descolorida iluminación, el reinante e insidioso frío, incluso la manera en la que la parte opuesta de la sala parece retroceder hasta una grisura sombría de mayor solidez que el aire. Cierra la puerta deprisa y acopla su dedo al teclado, pero tiene dudas. ¿Por qué está dejando a Ross solo afuera? ¿Y si no es capaz de volver a dejarle entrar? No tiene ganas de una disputa con Woody sobre el tema. Pone los dedos sobre las teclas sin pulsarlas, y luego mira a las cámaras mientras regresa al ritual de la colocación de libros en sus estantes.
– Ahora la has conseguido, Connie -declara Woody-. Mirad todos los demás. Eso es lo que yo llamo una sonrisa.
Ross
– No cojas frío y no te pierdas -dice Connie, y sigue con una risita tan tensa por la vergüenza que suena como si la articulara entre sueños-. Era broma. Anyes estará agradecida. Todos lo estaremos. No tardes.
Ahora mismo Ross preferiría no mirar atrás, porque todo lo referente a la tienda tiene el aspecto de una pesadilla que está padeciendo. Está fuera, de la tienda al menos, antes de que Connie haya acabado de mencionar a Agnes. Al pasar junto al escaparate se arriesga a mirar fugazmente a Mad. Su aspecto y el de todos los demás le llena de consternación; su rostro grisáceo y los ojos apagados bajo una piel restañada por sombras le dan la apariencia de un cadáver, y sus acciones mecánicas (detenerse a recoger otro libro, levantarse rígidamente para buscar su lugar) no ayudan. Mad le envía una fugaz sonrisa que tiene buenas intenciones, y su respuesta es una especie de tic en los labios. Entonces se acaba el escaparate, y se le cruza por la cabeza la idea de que la niebla le ha ocultado de la vista de Connie. No lo notaría si fuera a por su coche.
Su cuerpo al completo se siente atraído hacia el aparcamiento de empleados, pero no va a ceder. No le importa si Agnes va a estarle agradecida o si va a seguir siendo una molestia; no puede dejarla atrapada en la oscuridad. Al menos ahora es capaz de ver lo que está haciendo, más o menos. Los servicios de emergencia seguro que pueden restablecer la energía en la tienda, lo que les devolverá a Mad y al resto su aspecto normal. Le ha dicho a todo el mundo que va a buscas ayuda. No puede decepcionarles, especialmente a Mad. Se apresura hacia el callejón, desviando la mirada.
De todos modos, no le hubiera importado algo de compañía. Si Greg se hubiera callado la boca por una vez, hubiera dejado venir a Jake. Sin embargo, no hay duda de que Jake sabía lo que iba a pasar. Ross se concentra en caminar deprisa, no permitiéndose ni un instante para darse una razón de duda. Sus pasos suenan aislados y empequeñecidos, infantiles al lado del silencio, el cual es tan opresivo y penetrante como la propia niebla. Incluso cuando recuerda que la autopista está cortada, el silencio no deja de parecer tan antinatural; el complejo comercial no deja de ser algo artificial, ¿no se encuentra el oscuro silencio más cerca de su estado natural? Siente como si cada una de sus respiraciones reuniera niebla y la acumulara y estancara en sus pulmones, para luego deslizaría al interior de su cerebro. Bajo los focos, engordados por la niebla como huevos inquietos ansiosos por eclosionar, la oscuridad se extiende sobre el desértico pavimento y el asfalto desnudo de vehículos y se separa de las tiendas, reticente. Los pósteres en la entrada de Happy Holidays le evocan una docena de sitios en los que preferiría estar, aunque cree que varios de los destinos garabateados a mano están mal escritos, o quizá esté demasiado cansado para discernir el modo correcto en el que deberían estarlo, o ambas cosas. En TVid alguien se ha dejado los televisores encendidos, al parecer con un canal deportivo, pues todos muestran gente peleando; unas figuras tan borrosas e inestables que parecen hundirse o derretirse dentro de la oscuridad tras o bajo ella. En Teenstuff, el aire acondicionado debe de estar puesto; la fina ropa se agita en la oscuridad como si al menos un intruso reptara detrás de ella, a no ser que los intrusos sean tan pequeños como para poder moverse a gatas. Incluso cree ver una cabeza, o menos si quiera que eso, asomarse desde el cuello sobresaliente de un vestido en una percha. Acelera para pasar rápido por allí y por la visión de demasiadas caras de trapo idénticas mirándole con sus ojos cristalinos desde Baby Bunting, pero la velocidad no le hace ningún bien. Se queda con la impresión de que entre las muñecas ha visto una cara adherida tan fuerte como la parte inferior de un caracol contra el cristal; también imagina haber visto moverse las aplastadas burbujas que tenía por ojos, lamiendo el cristal, para mirarlo. Cuando se da la vuelta, obviamente no encuentra nada parecido, y seguramente el rastro vertical y brillante sobre el cristal no es otra cosa que condensación. Ahora pasa junto a Stay in Touch, donde las luces de bastantes móviles parpadean nerviosamente en la oscuridad. No tiene ni idea de qué puede haberlos puesto en funcionamiento, pero le asalta el pensamiento de que todos ellos le transmiten el mismo mensaje: quizá si tuviera uno no tendría que ir tan lejos para llamar, ¿o quizá el mensaje es otro que le gustaría aún menos? Caminar deprisa solo provoca que llegue antes a la zona desocupada, donde las palabras en los paneles sobre las tiendas han perdido toda similitud con el lenguaje; rastros de humedad las distorsionan, al igual que a las crudas figuras que las acompañan, sugiriendo un primer intento de escritura o dibujo por parte de una mente demasiado elemental para ser llamada infantil. Todo esto le está comenzando a hacer sentir como si Fenny Meadows hubiera retrocedido a un estado peor que primitivo, a una era anterior a que existiera en el mundo nada merecedor de considerarse inteligente. Se alegra, más de lo descriptible con palabras, oír una voz.