Suena al fondo del callejón junto a los locales vacíos. Proviene de la garita de los guardias, una construcción blanca y alargada con ventanas pequeñas y parcheadas, tan grises como la neblinosa atmósfera. Ross no es capaz de distinguir ni una sola palabra, pero eso no tiene importancia. Debe de haber al menos dos personas en el edificio; de hecho, dos pares de huellas embarradas adornan el camino hasta la puerta.
¿Y si Nigel está en la garita? ¿Qué va a decirle Ross? Comienza a sentirse extraño y avergonzado, pero aminorar el paso aunque solo sea un poco hace que el frío lo domine. Se frota los brazos con tanta fuerza, que el ruido resultante ahoga el sonido de la voz, de la que empieza a sospechar que no procede de nadie que esté en el interior de la garita. Si pertenece a una radio, alguien la estará escuchando. Quizá solo hay un oyente, ya que un rastro sale de la construcción y otro entra en él.
Su sombra lame por iniciativa propia la puerta blanquecina, igual que cualquier otra forma de vandalismo, al tiempo que alarga la mano para asir el picaporte. Quienquiera que esté en la garita debe de haberse quedado dormido, sino no hubiera permitido que la radio se escuchara tan lejos del puesto. La voz deforme, si es que sólo hay una, parece estar forzando las palabras a través de la tierra.
– ¿Hola? -grita Ross llamando a la delgada puerta con los nudillos.
Eso parece animar a un guardia a apagar la radio, pero no a responder.
– Hola -repite Ross, dejando descansar los dedos en el gélido picaporte. Al final de la pausa que le permite observar varias de sus exhalaciones fundiéndose con la niebla, se da cuenta de qué está acrecentando sus dudas. Para estar tan embarradas, ¿no deberían las irregulares huellas empezar en el exterior de la garita? Eso simplemente significa que no pertenecen a quienquiera que esté en el interior-. Voy a entrar, ¿puedo? -exclama Ross empujando el picaporte.
La puerta se abre hacia dentro, dejando ver que el puesto solo está iluminado por la luz proveniente del exterior. No tiene demasiado que iluminar. Un estante se extiende por la parte izquierda, conduciendo a un lavabo de metal. El estante está cubierto de páginas de un periódico y en lo alto hay un microondas, una tetera eléctrica, una taza vacía y otra llena de un líquido que debe de ser té o un café igualmente estancado, por mucho que parezca barro. A su lado, hay un cenicero repleto de colillas, y al principio Ross piensa que una de ellas está aún humeando, pero es efecto de las cenizas que se han desperdigado al abrir la puerta; el halo gris no puede ser niebla, obviamente. A la derecha del lavabo, una puerta abierta revela un váter con la tapa levantada que a causa de la penumbra parece una máscara ovalada, primitiva y sin adornos. Dos sillas plegables, una detrás de la otra, encaran la entrada, pero por supuesto no se han girado para responder a su llamada, ni sus ocupantes se bajaron de un salto de ellas para esconderse. Si eso es absurdo, ¿acaso no lo es el resto de la situación? El puesto está desierto, y no ve ninguna radio.
Tiene que haber una que haya perdido la señal al mismo tiempo que él llamó a la puerta, ¿aunque no se escucharía ahora un chisporroteo en tal caso? Empuja la puerta contra la pared, decidido a entrar en el lugar para averiguar lo que no entiende. Las desnudas tablas del suelo ceden bajo sus pies más de lo que le gustaría, ¿pero dónde iba a poder esconderse alguien en tan estrecha penumbra? Si se lo permitiera, podría pensar que lo hacen tras la puerta. No llega tan cerca de la pared como creía, algo la obstruye. Al inclinarse contra la puerta sin querer definir la razón, siente el blando obstáculo ejerciendo una presión idéntica; quizá está a punto de presionar con mayor fuerza. No es una experiencia que esté ansioso por prolongar. Cierra la puerta de golpe a su espalda y acelera camino de la parte delantera de las tiendas.
Incluso Textos es mejor refugio, pero todavía tiene que buscar ayuda para Agnes. Una vez alcanza la descolorida luz derramada por el callejón, se da la vuelta, pero la puerta de la garita sigue cerrada. No está tan seguro de que la densa voz no haya recomenzado su murmullo; quizá el obstáculo tras la puerta era la radio, y de alguna forma la encendió de nuevo. Sale a toda prisa del callejón en busca de Stack o' Steak.
Al pasar por el supermercado le asalta una duda. ¿Estará trabajando alguien hasta tarde? ¿Le dejarían usar el teléfono si les enseñara su tarjeta de Textos? Avanza hacia la puerta y escudriña detrás de las cajas sin cajeras, buscando el pasillo donde creyó ver una figura agachada o arrodillada en un estante.
– ¿Hay alguien ahí? -exclama llamando con los nudillos en la puerta de cristal, que tañe como una campana bajo el agua-. Soy de Textos. Tenemos un problema.
Quizá Frugo también. Tarde, pero ahora se da cuenta de que la única iluminación del supermercado proviene de los focos. ¿Trabajaría alguien a estas horas con esa luz? Tiene que acercarse la muñeca casi hasta la cara para adivinar, entre la condensación del plástico de su reloj, que son más de las dos de la mañana. En Frugo debe de haberse quedado encerrado un perro o un gato perdido; al fondo de un pasillo, una indistinta y encorvada figura arroja paquetes al suelo desde la segunda balda de una estantería. Ross no se queda a mirar. Se supone que va a llamar desde Stack o' Steak.
La niebla se burla de su paso, siendo reacia a apartarse un centímetro del supermercado, hasta que al fin se rinde y deja ver algo del restaurante. La k y la e del cartel, letras amarillas brillantes embutidas en un contorno naranja, no solo son apenas visibles sino que parecen empapadas de niebla. Piensa que le han robado todo su brillo, antes advertir que no había realmente nada que robar. Las letras no importan, no obstante, pues la niebla parece haberse tragado también la luz de dentro del restaurante. Coloca las manos contra la ventana en un decidido intento de llamar desesperadamente la atención de los empleados, y apoya la frente contra el frío cristal. Este frío no sirve para despertar su mente, cansada más allá de la estupidez, incapaz de parar de insistir infantilmente en el hecho de que el restaurante se supone que abre las veinticuatro horas. El vaho de su respiración toma forma en el cristal y se va diluyendo poco a poco, mientras sus ojos hacen lo posible para convencerle de que el interior está iluminado, como sería lo lógico. Al final, adivina que la luz tras la ventana es más de lo mismo, es la luz borrosa del resto del complejo; los colores de jardín de infancia del mobiliario, y los de los botes de kétchup y las vinagreras gigantes se han reducido a simples sombras grises y negras, como si un niño demasiado poco inteligente para hacer uso de ninguno de esos objetos los hubiera ensuciado a propósito. Solo puede suponer que el restaurante está cerrado porque la autopista está cortada, pero eso no significa que los empleados se hayan ido a casa. Se acerca a las puertas de cristal y tamborilea en ellas con los nudillos.