– ¿Queda alguien ahí? -grita-. Soy de Textos.
Está a punto de explicar que Textos es la librería, por si la tienda ha sido siempre tan invisible para ellos como ahora lo es para él, cuando advierte marcas en el suelo, frente al mostrador. Unas huellas normales no serían circulares, ¿y qué clase de danza ha tenido lugar allí? Al tiempo que observa la fotografía de una hamburguesa gigante entre las oscuras imágenes encima de la parrilla detrás del mostrador, reconoce los objetos esparcidos por la moqueta. Son panes de hamburguesa sin nada dentro. Hay al menos una docena, y a todos les falta un pedazo. Si son mordiscos, su falta de forma es desconcertante. No quiere aventurarse a interpretar lo que está viendo. No puede afectarle a no ser que deje que la gélida niebla se apoderé de él. Las piernas han comenzado a temblarle, como una vez cuando era niño y tuvo unas fiebres que le sumieron en una pesadilla de la que creía no iba a despertar jamás. Lo único que puede hacer ahora con ellas es correr, frotándose los brazos con unas manos que apenas siente, ¿pero en qué dirección? A su coche para conducir hasta una cabina, por la ruta que circunda el complejo el camino, es más corto. Además, pasa junto a la tienda y así podrá informar a Connie del plan, o quizá otra persona debería relevarlo. Ross preferiría quedarse con sus colegas, no importa el aspecto que tengan bajo la luz sofocada. Empieza a creer que se ha perdido en la niebla por no haber salvado en su momento a Lorraine.
Todavía puede salvar a Agnes. Aunque eso no es ni de lejos un asunto tan serio, se puede conseguir, algo que Woody no puede evitar. Quizá una vez Ross haya llamado para pedir ayuda para Agnes decida perderse en la niebla, de tal manera que la única ruta conocida le lleve hasta su casa. Esa perspectiva le infunde fuerza a sus piernas temblorosas, y lo mismo provoca el entorno que le rodea. El edificio junto al restaurante está prácticamente al completo, pero en lugar de ventanas tiene unas láminas de plástico blanquecino, que parecen batirse sigilosamente al pasar Ross junto a ellas, a no ser que lo que vea sean las payasadas de su propia sombra distorsionada. Después de esa tienda, la lobreguez se eriza en forma de unas pértigas que se alzan desde un rectángulo en forma de tienda formado por un cemento pálido, como si el esbozo metálico de un edificio hubiera sido abandonado porque a nadie se le ocurría cómo acabarlo. La niebla que se cuela entre las pértigas las reclama, al tiempo que pasa junto a unos cimientos rodeados por la parte inferior de sus muros que le traen a la mente las ruinas de construcciones antiguas cuyo propósito ha sido olvidado. ¿Sería más rápida la ruta a través del aparcamiento? Corre como una marioneta a lo largo del pavimento mientras se esfuerza por decidirse, y un muro tan embarrado y desproporcionado que le cuesta creer que sea de nueva construcción emerge frente a él. Alguien le llama.
Al menos cree que es su nombre. Es un susurro, o más bien un siseo, y no reconoce la voz con seguridad.
– ¿Lorraine? -resuella.
– Ross.
Al elevar el volumen, el tono de la voz ha bajado, y es entonces cuando se avergüenza de haberla confundido con la de Lorraine. Recuérdala pero sigue con tu vida, le aconsejaba su padre al verle cada día volver a casa arrastrando su depresión, como si tuviera idea alguna de cómo poder salvar a la gente y su especialidad no fuera otra que ser incapaz de saber conservarla.
– ¿Nigel? -exclama Ross con bastante más convicción-. ¿Dónde estás?
– Aquí.
Se encuentra en algún lugar por detrás de los edificios inacabados. Al detenerse, Ross comienza a temblar como una ramita en medio de una tormenta. Al pasar junto a los muros abandonados siente como si se internara en una tierra de enanos no más altos que los ladrillos superiores. La niebla revela la húmeda y negra carretera que conduce más allá del complejo hasta la autopista, y el puntiagudo seto de dos metros de alto que recorre el lateral de la carretera crea borrosos agujeros en la podrida cortina de lobreguez.
– No te veo -se queja Ross.
– Aquí.
Nigel está en el descampado tras el seto, que aparece dividido entre fragmentos de niebla. Por muy bienvenida que pueda ser la compañía de Nigel, Ross ya tiene bastante frío para encima mojarse los pies.
– ¿Qué estás haciendo ahí? -exclama Ross.
– Mira.
Debe de estar impaciente si utiliza tan pocas palabras. Quizá se encuentra tan ansioso por dejar de estar solo como lo está Ross, que corre por la desierta carretera buscando un hueco en el seto. Sus incontables espinas le empiezan a recordar a unos bobos pero observadores ojos. Se encuentra a la altura del restaurante cuando encuentra unos peldaños, medio ocultos por el ramaje a ambos lados. Se agarra a la baranda de la derecha y pone el pie en el peldaño inferior. La madera es esponjosa y resbaladiza, y su agarre exuda una humedad tan gélida como la niebla.
– Te he perdido. ¿Dónde te has metido? -le hace gritar el resentimiento mezclado con disgusto.
– Aquí.
Nigel se encuentra en algún lugar del sendero embarrado que se extiende por detrás de la sombra del seto. Cuando Ross escala por los peldaños, su silueta parece alzarse por encima del tejado del restaurante justo antes de perderse de vista, como un soldado agachándose en una trinchera. Finge no haberla visto, o siente que era algo totalmente fuera de lugar, y planta un pie en la tierra.
La alta y empapada hierba es menos firme de lo que esperaba. Su talón resbala por ella antes de hundirse al menos un par de centímetros, y percibe la humedad acumulándose alrededor de su zapato. Seguramente el terreno recupera algo de estabilidad más adelante, por eso Nigel suena tan despreocupado desde el lugar donde le está esperando. Ross baja el otro pie e intenta recuperar la verticalidad antes de soltarse de la baranda de los escalones. Al caminar con cuidado hacia adelante, su sombra tira de sí misma con una serie de convulsiones, saliendo así de la zanja de la que formaba parte, y comienza a fundirse con la tierra oscurecida. Ha escapado de la oscuridad proyectada por el restaurante, pero a cada dubitativo paso que da, la niebla a su alrededor y detrás de él se ensucia, como si extrajera barro del terreno. No ha avanzado más de unos pocos centenares de metros por el delgado y pegajoso sendero, cuando se da cuenta de que apenas puede diferenciarlo del resto del campo empapado.
– ¿Queda mucho?-protesta.
– Aquí.
La voz de Nigel suena cerca. La cuestión es si el último resto de luz procedente del complejo se habrá desvanecido para cuando Ross lo encuentre. Nigel ve algo, ¿cómo si no iba a indicarle a Ross el camino? Quizá sea ahí delante, un pequeño monte de unos dos metros que cerca la niebla. No, es un hombre echado en el suelo mirando dentro de una especie de madriguera. Nigel.
– ¿Qué estás haciendo? -exclama Ross sorprendido.
Nigel no responde. Se encuentra tan concentrado en su descubrimiento que ni siquiera se mueve. ¿Qué puede ser tan fascinante para hacerle tirarse en el barro? Ross se acerca a él con premura, pero su prisa es totalmente inúticlass="underline" su visión tiene que acostumbrarse a la penumbra, y no puede separar el agujero que Nigel está examinando de la tierra hinchada a su alrededor. Se agacha, agarrándose las rodillas para que el temblor de sus piernas no le haga caer, y baja la cabeza hasta tan cerca de la de Nigel como puede, tratando al mismo tiempo de no perder el equilibrio.
Sus ojos aún no ven en la penumbra. No va a considerar siquiera lo que cree estar viendo. Hace una mueca y coloca una mano en la tierra, que parece moverse para saludarlo, y pone su cabeza casi a la altura de la de Nigel. El escaso fulgor proveniente del complejo se asienta vagamente sobre ella, esto es, su visión comienza a entender lo que tiene delante. Se esfuerza en creer que está equivocado, pero es una visión demasiado clara para ser una ilusión. Su cara está enterrada tan profundamente en el suelo que este le cubre las orejas.