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Jill sigue su frustrada mirada por cortesía.

– ¿Qué es lo que veo? ¿Quién ha dicho que hay descanso? -pregunta Woody.

– No es nada -le contesta Connie-. Solo un error. Todos estamos cansados. Algunos al menos -añade antes de que Greg abra la boca para lanzar la objeción que tenía preparada.

Mad se toma la crítica como algo personal, pero sin estar segura de hacia quién enfocar su resentimiento; Connie y Jill son las candidatas. Connie vuelve a sus libros y Jake a los suyos. Espera que le aíslen de las tensiones que siente congregándose como las nubes de una tormenta, pero por supuesto no suponen ningún refugio. Una vez ha encontrado espacio para otra de las novelas de Jill, tiene que retirarse a otro estante algo más apartado de la ventana, y ahora no puede leer los nombres de los lomos si no entierra el cuello entre sus hombros y se agacha como un jorobado a unos centímetros de los libros. Yergue la cabeza y se agacha más aún para coger el siguiente cargamento de cartón y papel del montón. El sudor se le acumula en la parte anterior de las rodillas, la piel pegajosa la abochorna, pero no lo aísla del frío, y ambas cosas le hacen sentir que tiene fiebre y debería estar en la cama. Desearía estar en la cama con Sean sin otra fiebre que la creada por la pasión de ambos. Ya que no hay posibilidad de ello, quiere que Sean duerma apaciblemente, en parte porque tiene que recogerlo al amanecer. El moribundo resplandor a través de la ventana torna el tiempo en algo inerte y sin vida.

– ¿Ahora qué, Mad? -dice Connie interrumpiendo lo que Jake estaba a punto de decir.

– No será nada. Le dijiste a Woody que no era nada, supongo que solo estoy loca.

– No seas así -dice Jill-, si tú…

– «No seas infantil» que es como nos juzgas a todos, ¿eso ibas a decir?

– Lo eres -dice Connie-, si no nos cuentas algo que deberías contar.

Mad mira fijamente los estantes de la pared trasera y respira alta y profundamente.

– He creído ver a alguien en la sala. Adelante, decid que soy yo imaginándome que la gente trastoca mi sección.

Jake mira donde ella, a una sección tan lóbrega como el centro de la niebla. Durante un momento cree ver una cabeza que se asoma al final del pasillo e inmediatamente mengua o se esconde, pero su dueño o bien está a cuatro patas o no es más alto que un niño pequeño. No obstante, Jake se siente tentado de acudir en ayuda de Mad, incluso antes de que Greg comente:

– O eso o Agnes ha conseguido salir.

Por increíble que Jake lo crea, Greg aparentemente considera esto una broma. Jake está seguro de que las chicas se pondrían de su lado si atacara a Greg por ello, y tiene que esforzarse por concentrarse en un hecho más importante.

– Son las tres y cuarto, no, y diecisiete. ¿Cuándo se fue Ross?

– Algunos estábamos demasiado ocupados para mirar el reloj.

– Eso no es justo, Greg -arguye Jill-. Jake no lo hizo. Por eso pregunta.

– Ha estado fuera demasiado tiempo -dice Mad-. Casi toda la noche. O más.

– No deberíamos descartar que se haya ido a casa -sugiere Greg-. Si podíamos creerlo de Nigel, de Ross con más razón.

Jake está encantado de que Greg no se haya dado cuenta de que le ha dado pie pare decir:

– Entonces tendrá que ir otro.

– Para que haya incluso más trabajo para aquellos a los que nos importa la tienda, quieres decir.

– No -dice Jill-, porque Ross podría no haber pensado en ir por un único camino.

– Sí, tan claro como el barro.

– Quizá no fue por la autopista si olvidó que los teléfonos funcionarían. Si hubiera encontrado una cabina en la otra carretera, alguien ya estaría aquí.

– Eso asumiendo que se molestara en intentarlo.

– Si no lo hizo -espeta Mad con tal furia que parece a punto de abandonar el lenguaje hablado-, razón de más para que vaya otro, ¿verdad?

La expresión estúpida en el rostro de Greg muestra que se ha dado cuenta de que se ha atrapado él solito. Coge un libro y lo mira fijamente como si no le importara otra cosa en el mundo.

– Entonces qué plan sugerís -pregunta Connie.

– Que alguien pruebe con la autopista -dice Jake-, y otro por el camino de abajo por si hay algún problema.

– No lo digas -murmura Greg apenas audiblemente-. A ti te gustaría tomar el camino de abajo.

– Me gustaría ayudar, sí. Agnes ya ha estado bastante tiempo encerrada. Pero no tengo coche.

– Preferiría no ir sola si tengo que ser yo -dice Mad.

– No veo por qué iba a tener que ser así -dice Connie, y espera que la conformidad se propague desde el rostro de Greg al resto-. Me refería a que fueras sola.

Al tiempo que Greg coloca el libro con un golpe sordo similar al de un puño golpeando una mesa, Connie regresa al mostrador.

– Déjame adivinar. La caballería ha llegado al fin.

– No exactamente. En absoluto, en realidad. Creemos que algo debe de haberle pasado a Ross, si no ya habría vuelto con la ayuda.

– ¿Todas las noticias son malas, eh? Por eso parece que estáis enterrados en barro. Bueno, veamos si puedo poneros en movimiento -clama Woody como un tío hablándole a sus sobrinitos, y comienza a cantar-: Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…

– Tratamos de decidir lo que vamos a hacer -Connie alza su voz para darle algo de autoridad o contraatacar-. Realmente hemos decidido ya. Hay más de un lugar desde el que podemos llamar, así que pensamos que es mejor hacer un esfuerzo concertado.

– Habla normalmente. No entiendo por qué vosotros los británicos tenéis que adornar tanto las palabras.

Jake tiene ganas de gritar que ellos inventaron el idioma, pero solo conseguiría alargar la discusión que parece acosarlos, embutiéndolos en este rancio crepúsculo. Tiene la sensación de que Connie pretende liberarse a sí misma de este cuando dice:

– Quiero enviar gente en ambas direcciones.

– ¿Y qué pasa con el motivo por el que estamos aquí?

– Preparar la tienda para mañana, bueno, para hoy ya, a eso te refieres.

– Dime otro si lo sabes.

– Ya no vamos a acabar a tiempo. Estoy seguro de que tus amigos neoyorquinos lo entenderán.

– ¿Sí? Yo no. Convénceme.

– La luz es muy mala. Mientras más te alejas de la ventana es peor. No queremos que la gente se arruine la vista para nada y tengan que irse a casa, ¿verdad? No me sorprendería tampoco que todos acabáramos en cama con un resfriado.

– Piensas que eso es mucho pedirle al equipo después de haber prometido arreglar la tienda.

– Ya hemos discutido eso. No habrá tiempo. No te preocupes, no te quedarás solo. Yo me quedo.

– No serás la única -declara Greg.

– Greg está diciendo que él también, y están Ray y Angus aunque no hayan tenido éxito con los fusibles.

– ¿Es así? ¿Estáis todavía ahí vosotros dos? Os hablo, Ray y Angus.

Gruñen tras la puerta en la esquina más oscura de la tienda, tan al unísono que podrían haber emitido una única voz amortiguada.

– Han dicho que sí -transmite Connie.

– Entonces siguen trabajando en los fusibles, ¿verdad?

– Sí -responde la doble voz.

– Dime, Connie.

– Dicen que sí.

– Entonces démosles algo más de tiempo. Puede que les quede poco.

– ¿No crees que Agnes ya ha sido lo bastante valiente? Si yo estuviera en su lugar ya estaría armando mucho jaleo a estas alturas -comenta, y con un movimiento que sugiere un intento de apartarse de la repetitiva discusión, se da la vuelta y cubre el auricular con la mano-. El que vaya a ir que vaya. Me hago responsable. La puerta no está cerrada.

Jake se demora en colocar el libro que tiene en la mano en lugar de simplemente soltarlo. Luego se reúne con Mad y Jill en el mostrador.

– No puedo creer lo que estoy viendo. Parece que los perros se escapan de sus casetas -dice Woody.

– Intentan irse todos -grita Greg-. No los necesitamos, ¿verdad que no? No creo que vuelvan.