– Cualquiera que deje la tienda ahora, que no se moleste en volver.
Mad y Jill dudan frente al umbral de cristales rotos. Connie se queda mirando la mano izquierda de Greg, con la que se aferra al borde del mostrador para impulsarse hacia arriba. Jake cree que Connie está a punto de aplastárselo con un puño o de reducirle por otros medios. Se siente decepcionado cuando toma como excusa la robustez de Greg para dirigirse a la salida sin hacerle nada.
– Eso me incluye a mí -dice-. He tenido bastante.
Al tiempo que Jake la sigue hasta la apertura, la alarma comienza a sonar. Greg se pone en pie como puede y le muestra sus dientes a Jake como si creyera que la tienda está acusando a los desertores. A Jake le enrabieta el hecho de haberse puesto nervioso al pensar que el ruido podría alertar a alguien, presumiblemente a un guardia, ¿a quién iba a invocar si no, en medio de esta niebla? La alarma cae en el silencio por la misma razón que la hizo comenzar a sonar, y cuando está esperando que las mujeres se abran paso entre los restos de la puerta, Greg se abalanza sobre él. Su rostro está soliviantado por la determinación de no dejar escapar a Jake. Este se da la vuelta para esperarle, pisa los cristales, se agacha para recoger unos cuantos que pueda arrojarle a Greg a los ojos.
– Hasta ahí puedes llegar, Greg. Recuerda lo que dijo Woody sobre abandonar la tienda -dice Connie.
La frustración que estrecha sus ojos y su boca es pequeña comparada con la de Jake. Es algo tan intenso que se siente su enormidad, como si una presencia del tamaño de la niebla la estuviera también experimentando. Casi se podría pensar que la enorme voz proviene de esa presencia.
– Déjalos ir, Greg. Eres todo lo que necesitamos.
Greg no parece del todo cómodo con ello, y da unos pasos reacios hacia atrás. Jake se resiste a la tentación de echarle cristales con el pie. Sigue a las mujeres, pasando el escaparate lleno de libros, exentos no solo de color sino de todo significado.
– Me oís ahí afuera, ¿verdad? Supongo que estáis esperando que cambie de idea y os deje entrar.
Connie acelera el paso, y las otras mujeres trotan para adecuarse al suyo. Antes de que Jake las alcance, giran la esquina de la tienda, dejándole solo con la voz gigantesca y amortiguada de Woody.
– Sé que estáis escuchando. Veamos vuestras caras. ¿Cuántos estáis ahí? Veámoslos a todos.
Jake tiene la poco tranquilizadora idea de que las palabras van dirigidas a la niebla. Aparte de ellas, reina el silencio salvo por el sonido de sus pasos llevados por el pánico; no llega ningún ruido desde el callejón donde han entrado las mujeres. Una sucesión de temblores no causados solamente por la fría niebla le invaden al doblar la esquina. Las mujeres están cerca del final del callejón, que parece cercado de tierra. Al acelerar para reunirse con ellas, advierte que es una mezcla de niebla y oscuridad.
– ¿Qué les ha pasado a las luces de detrás de las tiendas? -Connie cree que alguien debe saberlo.
– Será un fallo de eléctrico -sugiere Mad.
– Sea lo que sea no me gusta. ¿Puede alguna de vosotras arrancar el coche?
– ¿Qué pasa con el tuyo? -dice Jill.
– Está más lejos que los demás. Si alguien arranca el suyo podremos ver algo.
Un escalofrío trata de impulsar a Jake dentro de la oscuridad.
– Podemos ir todos juntos, ¿no crees? -dice en caso de que eso le tranquilice.
– El mío está cerca -dice Mad impaciente, y se adentra en la lobreguez.
Tras dejar atrás el último sofocado resplandor del callejón, Jake tiene tiempo de sentirse penosamente agradecido de que todas las mujeres lleven pantalones con bolsillos en los que guardan las llaves. En el lateral de Textos, distingue por poco a Mad agachándose en un bloque de oscuridad. Cuando este la encierra, oye una enorme voz murmurante, pero no dice palabras. El Mazda emite un carraspeo que se funde con la niebla, y acto seguido el motor ruge y los faros escupen un parche luminoso en el muro de cemento.
– ¿Conduzco hasta el tuyo, Connie? -dice Mad bajando la ventanilla.
– De momento no soy tan incapaz. Solo nos llevamos unos años de diferencia, ya lo sabes. Aún puedo caminar.
– Quise decir que podría darte algo de luz -dice Mad, pero solo la oye Jake. Connie ya está junto a su Rapier. Jill se apresura hacia el Nova, que no está muy seguro de su forma y su color. Mientras Jake espera que alguien se ofrezca a llevarle, siente como si la frustración que experimentó al no poder enfrentarse a Greg le hubiera acompañado agazapada entre la niebla. La manera en la que el coche de Mad arroja sus luces y ruge como una bestia enfurecida agrava esa impresión.
– Estoy comprobando si se va morir de frío o no -explica Mad, pero eso no ayuda.
El motor de Connie saluda a su llave con un simple clic. Un segundo intento recibe una respuesta menos satisfactoria si cabe, y un tercero ninguna respuesta. Connie abre la puerta y sale, empequeñecida.
– No sé de qué va esto. ¿Me ayuda alguien?
– No eres tan capaz como te creías, ¿eh? -se hace oír Mad.
La opresiva inminencia se cierne sobre ellos, y Jake teme que las cosas se tuerzan.
– A Sean no le gusta ensuciarse las manos, así que yo soy el mecánico -dice con más confianza de la que siente realmente-. ¿Puedes abrir el capó, Connie?
Lo mira fijamente como si estuviera sugiriendo que no es capaz de realizar esa tarea, y luego mete la mano bajo el salpicadero. Un tipo diferente de clic indica que ha liberado el seguro del capó, al tiempo que Jill se lo piensa dos veces antes de entrar en el Nova y en su lugar dirige la vista a algo detrás de su coche.
– ¿No es ese el coche de Ross?
Jake lo ve, pero no tiene ni idea de qué decir. Introduce los dedos bajo el borde de metal cuando Mad baja de su coche y se une a Jill tras los vehículos.
– No hay muchos caminos por los que haya podido ir -tranquiliza Mad a todos-. Uno de nosotros se lo encontrará, si mantenemos los ojos abiertos.
El capó sube y Jake se inclina sobre el motor, rozando con el hombro el muro de la librería. La iluminación es tenue, su sombra cubre las entrañas metálicas, y lo único que puede distinguir de primeras es que el motor aparece cubierto de una masa grisácea. Extiende una mano por la llanta encima del radiador y se inclina un poco más. Justo cuando empieza a saber dónde está, el motor de Mad se detiene, y sus faros se apagan.
– Lo siento -exclama corriendo de camino al Mazda. Los ojos de Jake se han acostumbrado lo suficiente para poder permitirle distinguir algunos contornos en la oscuridad, pero no está seguro de si está viendo o recordando o, como todo su ser suplica, imaginando que aunque la aplastada figura es lo bastante líquida para cubrir todo el motor, tiene algo muy parecido a un rostro.
Al menos, bajo el redondeado bulto que ya no está aplanado por el capó, un hueco parecido a una cuchillada sobre gelatina, se ensancha formando una inconfundible, si bien estúpida, sonrisa. Le sacude un escalofrío tan violento que le aterra perder el agarre del brazo y acabar con la cara sobre la alegre masa. Echándose hacia atrás, raspándose el codo con el muro de cemento, se le resbala la mano. No sabe si algo le retiene, pero siente como si hubiera aplastado una babosa. Se mantiene solo lo bastante cerca para poder cerrar de golpe el capó, al tiempo que Mad revive el motor y los faros.
Al principio piensa que todas las mujeres lo están mirando porque saben lo que ha visto, pero por supuesto es por algo peor que eso; quieren que se lo cuente. Solo puede aferrarse a su primera impresión y desear que eso sea todo.