– ¿Lo estás haciendo a propósito? -espeta Connie.
– Solo estoy conduciendo, que yo sepa.
– A eso me refiero. ¿Estás conduciendo lo más lento posible a propósito?
– No, lo más cuidadosamente posible.
– Es posible tener demasiado cuidado. No me extrañaría…
Cuando se interrumpe, Jill tiene la certeza de que Connie pensaba hacerle saber su opinión sobre su matrimonio. Jill saborea un regusto rancio en su aliento, diseñado para reprimir toda respuesta.
– ¿No te extrañaría qué? -se oye decir.
– No me extrañaría que acabáramos dormidas antes de llegar a ningún sitio si seguimos a este paso. Parece que apenas hemos salido de Fenny Meadows.
Jill lamenta compartir la misma impresión, pero la suya va más lejos. Debe de ser culpa de la falta de sueño, la idea de que sus discusiones son una creación artificial para ser un obstáculo adicional en su avance. Le parece una idea absurda.
– Preferirías que fuera más deprisa y acabáramos en la cuneta.
– No veo ninguna cuneta. No veo nada de nada excepto lo mismo que llevo viendo desde hace una eternidad.
– Quieres que no sea capaz de parar si nos encontramos con algo de frente.
¿Quién va a circular por aquí a estas horas de la noche en medio de la niebla? Sería raro que fueran a Fenny Meadows, y no hay otro sitio a donde ir.
Jill casi menciona la autopista, pero por supuesto sabe que está cortada, y nunca ha visto a nadie usar esta ruta para llegar a ella. De todos modos, nadie va a decirle cómo tiene que conducir, y mucho menos Connie. Le inunda un impulso de girar el volante y acortar el camino por el campo atravesando el seto. ¿Es lo bastante deprisa para ti?, se imagina oyéndose a sí misma decir. Es reacia a hacerlo solo porque dañaría al coche, y no está segura de que eso la detenga si Connie sigue llevándole la contraria. Está esperando a que siga haciendo comentarios desafortunados, cuando Connie se golpea la frente como si estuviera matando a un mosquito. Por lo que respecta a Jill, puede herirse a sí misma todo lo que quiera, pero aparentemente la bofetada tenía la intención de despertar su cerebro.
– Tenemos que volver -dice.
– ¿Y eso por qué? -pregunta Jill, dejando al coche avanzar unos metros antes de hablar.
– Ahora no. Cuando llame para avisar sobre la tienda y mi coche. Tendré que estar con ellos cuando vengan a arreglar el motor.
Jill se contiene y no pisa el acelerador a fondo para alejarse de esa propuesta.
– Seguro que puede esperar hasta que vuelvas a casa.
– ¿Y cómo esperas que vuelva aquí desde casa?
Jill no espera nada en absoluto que tenga que ver con eso, y no podría importarle menos.
– ¿No puedes hacer que te recoja cualquiera en casa? Usa tu encanto o hazte la desvalida. Estoy segura de que eres buena en ambas cosas.
Connie gira la cabeza de nuevo, y Jill se inquieta al rehusar enfrentarse al pedazo de carne que Connie apunta hacia ella. El volante le raspa las manos, y lo agarrar con tal fuerza que es imposible que se le escape. Espera, por el bien de las dos, que con sus palabras consiga que deje de mirarla.
– De todas formas, pensé que querías volver a casa primero para dormir un poco.
Tras una pausa, Connie se vuelve para contemplar el brillo sofocado al que van persiguiendo.
– Quizá no pueda dormir si no paro de pensar en ello. Me pasa algunas veces.
– Es solo un coche, Connie. No va a ir a ninguna parte.
– Supongo que piensas que me comporto como si se tratara de mi propio hijo.
– Bueno, ya que lo mencionas…
– No es así, y realmente voy a tener que volver.
– En mi coche no, lo siento. No después de haber llegado tan lejos.
– ¿Tan lejos? Sigo sintiendo que no hemos ido a ningún sitio.
Al tiempo que Jill comienza a girar en la siguiente prolongada curva, culpa a Connie de inducirle la idea de que todas las curvas del carril forman un círculo que acabará llevándolas de regreso a Fenny Meadows. Intenta convencerse de que algunas de ellas anulan a las demás.
– ¿Dijiste antes que querías conservar tu empleo? -murmura Connie.
– Me gustaría. En casa hay dos bocas que alimentar.
– Entonces quizá es mejor que consideres hacer lo que te he pedido. Aún no he dejado de ser encargada.
El deseo de abandonar la carretera recorre a Jill como una corriente eléctrica. No es consciente de nada salvo de su pie posado en el acelerador y de sus manos prestas para dar un volantazo. No advierte inmediatamente el cambio en el tono de Connie, ni sus palabras:
– ¿Quién es ese? ¿Es Ross?
¿Trata de distraer a Jill de su plan? La niebla se levanta para cubrir el lugar donde miraba Connie, pero Jill no cree que hubiera nada que ver salvo las negras garras esqueléticas de los setos. Incluso cuando Connie se inclina sobre el cristal del parabrisas, parece un mero intento de hacer olvidar a Jill su amenaza, pero es demasiado tarde. El fragmento de seto resurge, espina tras espina, y Jill ve a una tenue figura agazapada en un hueco junto al seto.
– Eso no es Ross -dice Connie.
El extremo de la luz del faro topa con la cabeza, que parece lo bastante mojada para haber sido recién rescatada de un ahogamiento, y la infla hasta dos veces su tamaño con su sombra. La figura se retuerce para rechazar la luz y después se pone en pie, parpadeando violentamente y bostezando; Aunque Jill no lo hubiera reconocido, sí habría identificado el bostezo de Gavin. Libera la manga derecha enganchada en el seto y se tambalea delante del coche.
Jill tira del freno de mano mientras pisa el pedal del freno, justo a tiempo de evitar que vuelquen, sino algo peor.
– Gavin, casi… -baja la ventanilla para decirle mientras este se acerca cojeando y rodea el Nova.
– ¿Qué hora es? -responde poniendo una mano en el techo del vehículo y frotándose los ojos con la otra, consiguiendo enrojecerlos más si cabe-. ¿Ha terminado?
– ¿El qué?
– ¿Habéis terminado de trabajar en la tienda?
Suena como un recordatorio de la amenaza de Connie, pero no dice nada.
– No te quedes ahí de pie, Gavin -dice en su lugar-. Entra.
Abre torpemente la puerta de atrás y se dobla con cuidado para caber en el asiento. Jill cierra su ventana, anticipándose al cierre de la puerta de Gavin.
– ¿Has estado ahí afuera desde que llamaste? -dice con la intención de expresar su simpatía, pero el comentario suena inútilmente obvio.
– Me ha parecido mucho más tiempo. ¿Estabais buscándome?
– Buscábamos un teléfono. Supongo que tu móvil no habrá resucitado.
Se lo saca y lo sostiene contra el débil brillo proveniente de la ventana del parabrisas. No se enciende cuando pulsa una tecla. De hecho, durante un momento parece volverse tan gris como el vaho de sus respiraciones a causa de la niebla que ha entrado en el coche.
– No creo -bosteza-. ¿No funcionaba la cabina?
– ¿Qué cabina? -está impaciente por saber Connie.
– Encontré una, no me preguntes dónde. Si hubiera llamado me habría quedado sin dinero para el autobús, y de todas maneras no había muchos motivos para hacerlo.
Los instintos de Jill se niegan a aceptar eso, pero antes de que pueda entender por qué, Connie pregunta:
– ¿Dónde estaba más o menos?
– En algún lugar de la carretera. ¿No la habéis pasado? Pensé que iba de camino a la carretera principal.
Jill cree que el grado de hostilidad de Connie le hace parecer tan tonta que no tendría demasiados problemas en pensar que es una completa idiota.
– No me digas que nos hemos pasado un teléfono -dice Connie.
– No. Tú tenías más posibilidades de verlo, ya que tenías menos que hacer. Debe de haber teléfonos en la carretera principal. Ya te he dicho que no voy a volver.