Es momento para el deleite secreto de Nigel. Se pregunta a veces si todo el mundo tiene una manía tan tonta que le mortificaría que se descubriera. La suya es comportarse como un vándalo con los libros dañados o imperfectos; quizá necesita ese desahogo por el hecho de ser encargado. Los estantes son un alboroto de sonidos discordantes cuando corre por el almacén buscando un carro, dentro del cual introduce media docena de cintas de casete estropeadas y más del doble de esa cantidad en libros. Rueda con ellos hasta su parte del escritorio de la oficina y se dispone a examinar su tesoro.
No va a adjudicarle a ninguno de los empleados la responsabilidad de los problemas con los casetes; no hay dos cintas con un mismo número de identificación de empleado. Pone las iniciales de «película borrosa» o «cinta borrosa», o simplemente «borrosa» en las hojas de Razón de Devolución, y mete las cintas en una caja con dirección al almacén de Plymouth. Los libros tienen más razones para abandonar la tienda (fragmentos enteros de texto están repetidos, o la impresión está torcida y se sale de la hoja) y Nigel despedaza con gusto los lomos, lanzando luego a cada uno de los desgraciados al interior de la caja; es entonces cuando descubre que uno de ellos resulta ser Campos y canales de Cheshire. Está a punto de deleitarse en honor del señor Sole, pero entonces ve que la parte medular del flaco volumen, incluyendo algunas páginas en las cuales solo puede distinguir las palabras Fenny Meadows, está impresa con una tinta tan corrida que parece haber estado bajo el agua. Arroja el libro dentro de la caja y abre el ejemplar más caro, cien libras de pinturas de Lowry. ¿Dónde está el recibo de la devolución? Hojea las pesadas páginas, pasando los paisajes urbanos tan emborronados que podrían ser imágenes de arcilla con insectos revoloteando a su alrededor, sin embargo no falta ninguna. No hay nada malo en el libro excepto la cubierta de la portada que Nigel ha arrancado, y las páginas que se soltaron de las costuras al tirar el libro en el carro. Se ha cargado uno de los libros más caros de la tienda.
No debería haber estado en el estante de Devueltos, pero eso no le absuelve de no haberlo comprobado. Coge un recibo y escribe que el libro fue dañado durante el transporte. Casi podía ser cierto; en realidad la portada está arrugada. Justo en el momento en el que está colocando el libro en la caja con un mimo tardío, Woody entra en la sala de empleados.
¿Ya empieza su turno? La reacción entre sorpresiva y culpable de Nigel provoca que al libro se le caiga media cubierta, y al intentar cogerla en vuelo lo rompa más aún. Cuando guarda torpemente ambas partes en la caja, Woody se acerca a mirar.
– Vaya, eso sí que es un estropicio -comenta.
¿Se refiere al precio o un americano no diría una cosa como esa?
– Llegó así -responde intentando no tartamudear.
– ¿Vamos a ver muchos iguales?
Sea cual sea el aspecto de la cara de Nigel, lo único que siente es como hierve.
– Este es el primero -se obliga a responder.
– Todos debemos ser cuidadosos. No podemos vender libros que no tenemos -dice Woody, y se pasa la mano por su cabello cortado a cepillo como si estuviera comprobando cuánto le ha crecido la noche anterior, o quizá intentando simplemente componer su siguiente pensamiento.
– ¿Cuánto tiempo tarda en disiparse la niebla por aquí?
– Parece estar quedándose más de lo habitual por las mañanas.
– Parece que está manteniendo a los clientes a raya. Puede que tengamos que reconsiderar nuestros horarios -comenta, y se echa atrás un paso para en seguida detenerse en seco-. ¿Quién ha entrado en mi oficina? -pregunta.
– Fui yo, pensé en echar un ojo a los monitores de seguridad mientras tú no estabas.
– De vez en cuando me tomo un descanso, me has pillado -responde, y antes de que Nigel decida si debe explicarle que no se trataba de una crítica, Woody añade-: No, hiciste bien -dice justo antes de encerrarse en su despacho.
Nigel sella la caja con cinta adhesiva y la mete en el carro. La envía abajo en el montacargas y después la deja en el pasillo para que la recojan luego. Acto seguido, vuelve a subir a toda prisa para tabular el resto de informes del existencias. Ya no le resulta molesta la falta de ventanas en la habitación, pues ahora hay alguien cerca. Sin embargo, cuando se está sentando, la voz amortiguada de Woody le deja perplejo. Debe de haberle oído volver y le está llamando. Como Nigel no sabe qué está diciendo no sabe cómo responder. Emite un sonido poco audible, o quizá poco convincente.
– Vamos a tener que quedarnos aquí más tiempo -fue lo que dijo Woody, pero ahora solo queda el silencio.
Agnes
– Agnes, por favor, llama al nueve. Lo siento, quiero decir Anyes. Anyes, por favor, llama al nueve.
Agnes sospecha que algunos dicen su nombre mal a propósito, pero Jill no. Pega la última esquina del anuncio de Pasa calor en invierno al final de la estantería de Viajes Europeos antes de apresurarse a llegar al teléfono cercano a la sección de Humor. Quizá un niño perdido ha estado jugando con él; el auricular está pegajoso. Agnes lo sostiene entre el índice y el pulgar.
– Hola, Jill -dice.
– Lo siento otra vez. Me olvidé de cómo se usaban los altavoces por un momento. Hay muchas cosas que recordar, ¿verdad?
– Espero que pronto no tengamos ni siquiera que pensar en ello. ¿Qué querías?
– Tu padre está en la línea uno.
– Gracias, Jill -dice Agnes, apretando con el pulgar el botón de la línea uno-. ¿Hola?
– Annie. Está allí, June. ¿Estás de una pieza, Annie?
– A pesar de todo. Algo pálida y arrugada, pero intacta.
– Siempre nos pareciste guapa. Deberías pensar más en ti misma de todas formas. Busca alguien con quien ir a algún sitio durante un par de semanas si no quieres ir sola, o si no, unas cuantas sesiones de rayos uva te vendrán bien.
– Sí, papá -dice Agnes para no reavivar la discusión. Sus padres la llevaron por todo el mundo cuando era pequeña, pero ahora están demasiado frágiles para viajar, y le preocupa dejarlos solos durante largos periodos de tiempo. Hacerles creer que se ha ido de vacaciones no es una solución que le agrade, sería como admitir que quiere irse.
– En fin -dice-, recuerda que se supone que no debo recibir llamadas personales al trabajo.
– Pensé que las llamadas prohibidas eran las de los amigos. No sabía que eso también se aplicaba a la familia.
– Espero que siempre seamos ambas cosas, ¿pero pasa algo urgente?
– Hubo un accidente en tu autopista hace un rato, lo vi en las noticias. ¿Cuál es la situación por ahí?
Agnes se da la vuelta para agacharse sobre el teléfono y echa una mirada a los pasillos con escaparate al fondo. La niebla que oculta al supermercado refleja las luces de freno de un gigantesco camión que sale del complejo.
– Está un poco oscuro -admite.
– No te oigo, Annie. Sabes que nuestro oído ya no es lo que era.
– Digo que hay algo de niebla, papá. Tendré cuidado cuando vuelva a casa. Sé que eso es lo que quieres.
– No creo que sea mucho pedir.
Distingue el dolor bajo el hilillo de voz, la soledad que él y su madre nunca admitirán, pues sus amigos son demasiado viejos para ir de visita; los que siguen vivos.
– Por supuesto que no -le asegura-. Tú y mamá cuidad el uno del otro hasta que llegue a casa.
– Podemos hacerlo incluso durante más tiempo.
Esto podría ser el comienzo de otra de sus trifulcas familiares que no llevan a ninguna parte, porque se sienten tan estresados por evitar herirse mutuamente que miden cada palabra y se andan con pies de plomo. Está ansiosa por terminar la conversación sin darle motivos para sentirse rechazado, y entonces oye la voz de Woody cerca. Vuelve su mirada hacia el ordenador junto al teléfono y teclea las primeras palabras que se le vienen a la cabeza: Fenny Meadows.