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– Ya sé por qué no debemos seguir discutiendo.

– ¿Por qué? -apenas pronuncia Gavin, pero esta vez sin bostezar.

– Pensad en ello -dice Jill, haciendo lo propio en voz alta, lo que parece servir de ayuda-. Hemos estado discutiendo durante toda la noche, ¿verdad? Y antes de esta noche, durante no sé ni cuánto tiempo en la tienda. Algo quiere que nos peleemos. En fin, tú incluso has visto a gente luchando en tus cintas.

Al principio teme que ese último comentario haya sobrado. Al menos Gavin no bosteza. Aparta la vista del reflejo de su pensativa, o eso espera, silueta en el espejo. Mira la carretera, aunque el borroso e indefinido cerco de niebla la hace sentir como un insecto atrapado en un vaso.

– Bueno, yo voto a que esa es la mayor tontería que he escuchado en mi vida.

No hay palabras suficientes para responder a eso; no solo palabras, en ningún caso. Quizá se acabara creyendo que son poco menos que marionetas si Jill le brinda una demostración.

– Esta es una tontería aún mayor -dice Jill, cerrando los ojos y pisando el acelerador a fondo.

Al principio nadie se da cuenta. Está empezando a pensar que puede dominar la carretera sin mirar.

– Cuidado, vas a estamparnos contra el seto -dice Connie apartándola de esa idea.

– Entonces haz algo para evitarlo.

– Lo acabo de hacer. Cuidado -repite Connie con retintín.

– Necesito más que eso. ¿Para dónde giro?

– A la izquierda, por supuesto. ¿No ves…? No me lo creo. No puedes tener los dos ojos cerrados. -Jill gira el volante a la izquierda, y le muestra su cara a Connie, dejando ver una sonrisa tan seca como una grieta en un terreno baldío-. Vale, ya lo has dejado claro, sea lo que sea -dice Connie, y cuando Jill no cede añade-: Eres la conductora. Tú conduces.

El asiento de Jill tiembla cuando Gavin se inclina para asomarse entre ella y Connie.

– Ahora a la derecha, a la derecha -le urge, y ya no parece a punto de bostezar.

– Estaba a punto de decírselo, Gavin. Había tiempo -dice Connie, y añade-: A la derecha.

– Vais a hacer falta los dos para ayudar, con una conductora como yo…

– No estábamos diciendo nada de tu conducción -protesta Gavin.

– Lo haréis -les asegura y se echa hacia delante, pisando a fondo el acelerador. Al momento siente a Connie agarrando el volante.

– De acuerdo, tú manejas el volante -concede Jill, soltándolo-. Pero quiero que Gavin te vaya diciendo cuándo girar. Si no lo hace, iré más deprisa.

Tiene que cumplir la amenaza para convencerles de que va en serio.

– Izquierda -ordena la voz ahogada de Gavin, y percibe el coche girando bruscamente en esa dirección. Le alegra que Connie y Gavin estén demasiado preocupados para preguntarle lo que está haciendo, porque no puede explicárselo ni siquiera ella misma; es simplemente lo correcto, quizá sin pretenderlo. Tiene la sensación de que está derrotando a la estupidez en su propio juego. Cree sentirla siguiendo al coche desde detrás de los setos o debajo de la carretera, o desde ambos. Eso la llena de desesperación por acelerar y escapar, y no sabe si se ha rendido al impulso hasta que Connie grita:

– Jill, aminora. Piensa en tu niña pequeña.

– Me dijiste antes que iba muy despacio. ¿Puedes poner de acuerdo a tu cerebro o es que acaso no tienes? -Connie es la última persona que tiene que recordarle a Bryony; de hecho, le fastidia tanto que considera acelerar incluso más. ¿Y si no ve nunca más a su hija? Se imagina a Bryony en la función de Navidad teniendo solo a Geoff para animarla, a menos que lleve a Connie; pero claro, Jill tiene a Connie a su merced en el coche. Sea cual sea la razón que la impulsa a acelerar, le divierte escuchar a Gavin decir «derecha» y a Connie responder en el mismo tono agitado «lo sé». Está a punto de pensar que está soñando toda la travesía, que las imágenes de dentro de su cabeza son más reales; la multitud de figuras grisáceas luchando por destruirse o desprenderse las unas de las otras, o bien del socavón en el que se están hundiendo, o del que están escapando, quién sabe. La fascinación respecto a todo esto es una de las razones por las que no tiene prisa por responderle a Connie.

– Hemos llegado -le había dicho.

– ¿A dónde? -se oye responder somnolienta.

– Al teléfono. Te lo estás pasando. Te la has pasado. La cabina.

Jill despega los pegajosos párpados y se encuentra con una multitud de ojos destellando en la oscuridad. Podrían pertenecer a cientos de arañas gigantes o a solo una, pero inmensa; es entonces cuando advierte que se trata únicamente de perlas de humedad resbalando por los setos. No ve ninguna cabina, al menos hasta que las luces de frenado tiñen la parte inferior de la estructura de carmesí, e iluminan el interior con un rojo anodino. Deja el motor encendido para así alimentar las luces.

– Llamaré respecto a la tienda -dice Jill-. ¿Qué vas a hacer con tu coche que no tenga nada que ver con hacerme llevarte de vuelta?

– Déjanos en casa y ya está -dice una enervada Connie.

La llamada puede durar demasiado para que Jill se arriesgue a dejar las luces encendidas con el motor apagado. Ciertamente, no confía lo bastante en Connie y ni siquiera en Gavin para dejar las llaves puestas. Saca la llave de la ignición, sale bruscamente del coche y camina junto a él, poniendo una mano en el tejado pegajoso. Dos pasos diagonales desde la parte trasera del coche la acercan tanto a la cabina que la siente cernirse sobre ella como una amenaza. Se dirige torpemente a la puerta, tan húmeda que parece cercana a oxidarse, y localiza la chorreante manilla. Al entrar, la cabina se enciende con un resplandor que podría pensarse que proviene del suelo en lugar del pequeño techo. Las luces permanecen encendidas cuando cierra la puerta, con un chasquido que parece encontrar un eco en el seto de detrás de la cabina.

No hay guía telefónica en la oxidada balda metálica, pero no la necesita. Alguien ha pintado símbolos incomprensibles en el espejo y en los anuncios, tornando ilegibles las palabras y atrapando su cansado rostro en una espesa telaraña. La oscura pintura llega también al teléfono. Al levantar el frío auricular, la luz se atenúa como si hubiera menguada por culpa de una bocanada de niebla. Marca uno de los teléfonos de tres dígitos más recordables del mundo tan pronto como tiene tono, por muy apagado que este sea.

– ¿Hola? ¿Operadora? ¿Hola?

– Operadora.

Apenas le sorprende que a estas horas de la noche la voz femenina de la operadora suene tan mecánica.

– No estoy segura de qué servicio necesito -admite Jill.

– ¿Cuál?

– Es una emergencia. Alguien ha estado atrapado en un montacargas durante horas, y no hay energía eléctrica alguna en el edificio. ¿Puede pasarme con quien se encargue de esos asuntos?

– Pasada.

La voz se corta antes de pronunciar la última sílaba, y a los pocos segundos, otra tan similar que Jill podría perfectamente confundirla con la anterior aparece en el auricular.

– Servicio de emergencias energéticas.

– Se nos ha ido la electricidad. ¿Ese es su campo, verdad?

– Electricidad. Sí.

– Es porque una persona está atrapada en un montacargas. ¿También se encargan de eso?

– Sí.

– No sé si conocen la zona. Es bastante nueva, Fenny Meadows.

– Sí.

Jill llevaba mucho tiempo sin escuchar a alguien que estuviera tan de acuerdo con ella; ahora la voz suena entusiasta.