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– Es una tienda de allí -dice Jill-. Textos, la librería.

– Sí.

– Debo decirle que hay mucha niebla en aquel lugar. También la hay aquí, a bastante distancia.

– Sí.

El entusiasmo ahora queda fuera de lugar, aunque Jill imagina que tiene la intención de tranquilizarla.

– ¿Puedo dejaros encargados de ello, entonces? -sugiere.

– Sí.

Quizá ha preguntado más de la cuenta; la voz se ha hundido una octava, lo cual le hace pensar que la persona al otro lado del teléfono ha perdido la paciencia.

– Gracias -dice, y cuelga el garabateado auricular en su igualmente desfigurado soporte. De repente, se siente idiota por no haber dado su nombre en caso de que los jefes preguntaran quién había hecho la llamada, ¿y no debería haberse asegurado de si Mad o Jake habían establecido contacto? La luz, que aparentemente proviene de la nada, parpadea encima de su cabeza, a punto de fallar, y no quiere quedarse encerrada en una cabina a oscuras. Abre tanto la puerta que le da al seto; esa debe de ser la razón por la que este cruje con tal fuerza que sugiere la idea de que algo se ha despertado tras él. Corre hacia el Nova y se mete en el asiento del conductor justo en el momento que la cabina, y el lívido fragmento de seto a su alrededor, son tragados por la negrura.

– Arreglado -dice, y acierta con la llave en el arranque, reviviendo el motor y las luces-. ¿Listos para ponernos en movimiento?

– No creo que viniera por este camino -dice Gavin.

– Déjala conducir -espeta Connie-. Llegaremos a alguna parte.

– De acuerdo, olvidad que lo he dicho. Lo siento, Jill.

Jill no tiene otro remedio que sonreír como una idiota al comprobar que tienen miedo de lo que haría si comienzan otra discusión. Eso es algo parecido a un acuerdo, y cuando el Nova se pone en movimiento está segura de haber hecho algo bien; han dejado atrás sus frustraciones. Aunque no tiene ni idea de lo que eso significa, es bastante para que la niebla y los setos ya no le parezcan tan opresivos. No ha respirado apenas un poco más de niebla cuando Connie desea en voz alta:

– ¿No es esa la carretera principal?

Es cierto que hay luz delante de ellos. En unos pocos segundos es más brillante que el resplandor de los faros de Jill contra la niebla. Es lo bastante brillante para originarse en una o varias farolas; de hecho, esa es la fuente que Jill cree más probable para explicar su procedencia. Entonces la niebla se disipa y se retira, permitiéndoles observar una alta farola tras el espacio entre dos casas.

– No vine por este camino.

– No importa, ¿verdad? -dice Connie-. Estaremos fuera en un minuto.

Una vez Jill ha cruzado el doble carril como si quisiera dirigirse a Manchester, cae en la cuenta de que Connie se refería al coche.

– Para -ordena Connie-. Cogeré ese taxi.

Apenas ha frenado Jill, Connie sale disparada del Nova y corre a toda velocidad hacia el taxi, moviendo ostensiblemente los brazos y no solo gritándole, sino berreándole, al conductor.

– Gavin, ¿quieres compartirlo? -le pregunta cuando el taxi se detiene y da marcha atrás.

– Si a ti no te importa, Jill.

– ¿Por qué iba a importarme? Quiero llegar a casa como todo el mundo.

– Ya nos veremos entonces -dice antes de bostezar y estirarse, todo ello durante el proceso de abrir la puerta de atrás, y entonces se demora para añadir-: Nos veremos, ¿no?

– No lo sabemos de momento, ¿verdad? Espero que lo averigüemos pronto.

– No creo saber ya cuándo es pronto y cuándo tarde.

Lo demuestra en la velocidad a la que sale del coche.

– ¿Vienes conmigo o no, Gavin? -exclama Connie.

– Gracias por sacarnos -le murmura a Jill, y se dirige al taxi todo lo rápido que su amodorramiento le permite.

El taxi apaga la luz del techo y se aleja. Jill lo sigue a menor velocidad, y al poco tiempo se queda sola junto a un desfile de casas adosadas a ambos lados de la carretera, generalmente a oscuras salvo por los altas farolas. Los bloques de luz son tenues, pero es solo niebla. No recuerda cuando la niebla empezó a ser solo niebla, ni mucho menos la razón por la que se le ha pasado ese pensamiento por la cabeza. Quizá lo comprenda cuando haya dormido. Tras conducir unos minutos se da cuenta de que se unió a la carretera principal a unas dos millas pasada la ruta que tomó para llegar a Fenny Meadows, hace una inimaginable eternidad. Al menos hay otro camino para llegar a la librería, y debería atraer a más clientela al complejo comercial, si alguien se molestara en colocar una señal indicándolo.

No mucho después llega a la autopista de Bury y deja atrás el último remanente de niebla. No hay nadie cerca que se queje de su forma de conducir como sería el caso si se encontrara en una zona urbanizada. Finalmente llega a una, donde los relojes entre las tiendas la informan de que no son mucho más de las cuatro de la mañana, aunque apenas se puede creer que se haya perdido la Navidad. Unos cuantos escaparates adornados con luces o árboles cargados de bombillas de colores solo provocan que se sienta como si esa época ya hubiera pasado. Por supuesto la va a pasar con Bryony, pero está tan cansada que solo pensar que no va a hacerlo le hace frotarse los ojos, tanto para permanecer despierta como para no llorar.

Un camión lechero merodea por la siguiente calle lateral en el momento que gira en su calle. Hay espacio suficiente en el exterior de su casa para aparcar el Nova, pero no obstante toca con el neumático el bordillo al dar marcha atrás. Los dientes de león que impidió a Geoff arrancar, nacidos de las semillas esparcidas por Bryony, están bañados de rocío y de la tosca luz de la farola. Jill abre la puerta principal sin demasiada pericia y empuja para deshacerse de la dificultad que siempre encuentra para hacerlo. Busca el interruptor de la luz del recibidor y teclea el código de la alarma: una fecha que ahora parece no tener ningún sentido. Camina pesadamente hasta la cocina para echarse un vaso de agua y brindárselo con desgana a su figura en el espejo. Tras echarse otro vaso, empieza a dar sorbos hasta que se encuentra con unas huellas embarradas por todo el hall.

Son suyas, por supuesto. Olvidó usar el felpudo. Se limpia los zapatos en él, pero la moqueta tendrá que esperar hasta que despierte. En lugar de eso coge el teléfono y marca el número de Geoff. Una vez termina de decirle que es una cinta y todo eso, Jill murmura:

– Soy yo, Bryony. Solo quería que supieras que estoy en casa. Me voy ya a la cama. Espero que seas tú la que me despierte.

Cuelga el auricular y con el vaso en la mano recorre la exhibición de dibujos de ponis. Quizá en algún momento pueda permitirse pagarle lecciones de equitación a Bryony, sueña, ¿aunque cómo va a ser posible si pierde su trabajo? Lo que importa es que estarán juntas y se las arreglarán de algún modo. Jill se cepilla los dientes delante del nebuloso espejo, tras hacer lo obvio en un baño. Le dedica a las débiles huellas de barro de las escaleras una mirada de reproche de camino a su habitación, donde se enrosca gradualmente en la cama antes de apagar la última luz. Al cerrar los ojos, se acuerda de Bryony, por si eso pudiera hacer que soñara con ella. Quizá Jill no la oiga subir por las escaleras. Quizá Jill no sabrá que tiene compañía hasta que se despierte y vea un pequeño rostro cerca del suyo.

Greg

– Sigue así, Greg. Vas a entrar en la historia de la tienda. Ojalá pudiera estar contigo. Si hay algo que pueda hacer, no tienes más que decirlo.

Greg no va a pedir un descanso. Si Woody no considera que haya tiempo para eso, ¿cómo va a mostrarse en desacuerdo? Demasiados empleados han sucumbido a la debilidad para que ahora lo haga él. Se inclina para coger libro tras libro, y los sostiene cerca de su cara para descifrar el nombre del autor y el título. Otra docena y podrá desplazarse a las estanterías de enfrente y al fondo, junto al escaparate. Se agacha en la penumbra para colocar Khan, cuando Woody dice: