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Ernesto volvió a la oficina. Le irritaba saber que lo esperaba Inés, pero no había alternativa. Tenía que tenerla de su lado. El día de la muerte de Alicia, junto al lago, le había parecido verla subirse a su auto y huir. Pensó que era un delirio propio de la situación límite que estaba viviendo. Pero cuando al día siguiente vio cómo actuaba, se dio cuenta de que no había visto visiones. Inés había estado ahí, lo había visto todo. Era demasiado obvia.

Y Ernesto necesitaba asegurarse de que ella, bajo ninguna circunstancia, hablaría. Por eso tenía que hacerla sentir parte de lo que estaba pasando, una parte fundamental. Con sólo eso Inés funcionaría, y bien. Ernesto lo sabía. Dejarla al margen era peligroso. Como el engranaje de una maquinaria que suelto no sirve para nada. Peor aún, hasta podría hacer saltar otras piezas que estaban funcionando adecuadamente.

Ernesto no se equivocaba. En cuanto entró en la oficina y se sentó, confirmó que su mujer estaba al tanto de lo que estaba pasando. Sin otro preámbulo, Inés le recitó cuál sería la coartada. Lo había preparado. Habían visto juntos una película, Psicosis, la daban la noche de la muerte de Alicia en el canal veintitrés, a las diez de la noche. Después de hacer el amor intensamente, habían apagado la luz, y se habían dormido. Sin fisuras, los dos la misma historia. Lo de hacer el amor intensamente no era estrictamente necesario, pero era la parte que más le gustaba a Inés, y Ernesto no se atrevió a objetarlo.

La oía hablar y pensaba en Charo. La deseaba. A Charo. Quería estar con ella. No podía creer lo que había cambiado su vida de un día para otro. La semana anterior planeaba viajar a Brasil. Con Charo. Ella se lo había pedido. El habló a la agencia y sacó los pasajes. Y ése fue el comienzo del fin, los pasajes. Ernesto pidió a la agencia que se los enviaran a él personalmente. Pero se los mandaron a Alicia. Su secretaria. La que se ocupaba de todos los trámites con la agencia cada vez que viajaba. Menos esta vez. Porque esta vez viajaba con Charo, y Alicia no tenía que enterarse. Alicia vio los pasajes y se ilusionó, creyó que "A. Soria" era ella, Alicia, y no Amparo, su sobrina. Charo. O Tuya, como firmaba en sus cartas. Tuya, de Ernesto. Lo que había sido Alicia durante los últimos siete años. Hasta que apareció su sobrina. Alicia misma los presentó un día en su departamento, y desde entonces estaban juntos. Alicia nunca se dio cuenta de nada. Sintió a Ernesto más alejado, pero pensó que no era nada importante. Hasta que aparecieron los pasajes. Hubo que decírselo. Lo hizo Charo. Alicia le dio una cachetada y la echó de su departamento.

Inés seguía hablando y Ernesto no la escuchaba. Quería que se fuera. Ella preguntó por Charo, a qué se dedicaba. ¿Qué le importaba?, se preguntó él. Le dijo la verdad, que era fotógrafa, y que trabajaba para una revista. Pensó en Charo. Se imaginaba yendo a buscarla. A algún boliche. Charo siempre estaba en algún boliche sacando fotos. Recorría lugares nocturnos buscando gente conocida a quien fotografiar. La imaginaba en una barra. El bretel de la remera caído, se veía la tira del corpiño. Blanco. No, negro mejor. Tomaba algo. Ya casi la tocaba; pero Inés se paró para irse. Ernesto la acompañó hasta el ascensor pero no esperó a que subiera. Entró en su oficina y llamó a Charo. No contestaba. Volvió a llamar. El teléfono estaba apagado. Salió a buscarla. Recorrió algunos lugares, y la encontró en un boliche nuevo, debajo de los arcos del tren. Cuando ella lo vio se molestó. Ernesto sabía que corría ese riesgo. Charo no quería que los vieran en público, era peligroso. A él no le importaba. La quería tocar. Ernesto le mantuvo la mirada. Ella hablaba con un tipo, en la barra. Ernesto empezó a caminar hacia ella. Charo se despidió del tipo de la barra, tomó su cámara y le hizo un gesto a Ernesto para que la siguiera. Se abrió paso entre la gente. Había mucho ruido. Y humo. Ernesto pensó que la había perdido. La vio saliendo por una puerta lateral. Hizo lo mismo. Se encontró con un depósito, donde guardaban bebidas y algunas provisiones. No la veía. Caminó unos pasos. Charo lo sorprendió saliendo de detrás de una heladera, y plantándose delante de él. "¿Vos sos idiota?", le dijo. Y ahí mismo Ernesto la empujó contra la pared besándola y tocándola, desenfrenado. No le daban las manos. Charo se quejaba. Le decía que estaba loco. Ernesto no podía parar. Charo se quejaba pero él seguía. Hasta que no se quejó más.

Ernesto llegó a su casa a las dos de la mañana. Inés le había dejado la comida sobre la mesa. La comida, un candelabro y una nota: "Despertame cuando llegues". Había dibujado un corazón. Ernesto sintió que su mujer quería hacer el amor y se espantó. No quería tener sexo con ella. No después de haber estado con Charo.

Ernesto sabía lo que seguía de memoria. Eran demasiados años de estar juntos. "Erni, ¿dormís?" "No." "¿Querés venir?" "Bueno." Ernesto se subiría sobre ella, empezaría, terminaría, y se dormiría. Y mientras él trabajaba, Inés y sus suspiros. Un suspiro igual, parejo, falso.

Ernesto apagó la luz de la cocina y subió. Dio una pasada por el cuarto de Lali. Entró y se quedó un rato mirándola. Le dolía saber que en pocos días se iría de viaje de egresadas. Sabía que no lo podía evitar, pero le dolía. Le dolía todo lo que había pasado y ella no sabía. Ernesto hubiera querido que fuera nena otra vez, que le pidiera upa, que se durmiera mientras él le cantaba una canción. Pero su hija ya tenía diecisiete años. Y habían pasado demasiadas cosas como para hacerse la ilusión de que todo podía volver a empezar.

Entró en su habitación tratando de no hacer ruido. Sobre su almohada había otra nota, otro "despertame", un bombón de chocolate y un video. Psicosis. Ernesto se metió en la cama con una suavidad exagerada. Eligió cada lugar donde apoyarse hasta conseguir la posición que buscaba sin hundir demasiado el colchón. Se dio vuelta hacia la pared. Esperó. Luego se tapó y cerró los ojos. Creía que lo había logrado. Pero se equivocaba.

"Erni, ¿dormís?", le dijo ella.

17.

Síntesis elaborada sobre la base de frases y párrafos resaltados con color verde flúo, sobre un trabajo fotocopiado de una revista mexicana de medicina legal. El trabajo mencionado se titula: "El problema de la rigidez cadavérica en la elaboración de necrorreseñas, y otros informes". En este caso no hubo acotaciones que pudieran ser transcriptas, sino párrafos resaltados que se indican entre paréntesis.

La temperatura corporal desciende durante las doce horas posteriores a la muerte a razón de un grado por hora.

En las doce horas siguientes el descenso es menor, casi la mitad. Claro que si el cuerpo ha estado sumergido en agua, el enfriamiento del cadáver es mucho más veloz. (Párrafo resaltado.)

Los datos relacionados con el enfriamiento del cuerpo, así como el rigor mortis o el livor mortis, son indicadores de la fecha y hora en que se produjo el deceso.

El rigor mortis, o sea, la rigidez típica de quien está muerto, se produce por un proceso químico. La química interna del cuerpo cambia de un estado ácido a alcalino, y los músculos se tensan. El proceso de tensión se inicia en los párpados, baja por la cara, un poco después el tronco, y finalmente las piernas.

Una vez que se completa el ciclo de rigor mortis, el cuerpo sin vida presenta la rigidez de un tronco. (Resaltada la palabra "Tronco".) Pero el cadáver no se queda así eternamente. Doce horas después de completado el proceso que lleva el rigor mortis, se produce otro proceso ácido y el cadáver empieza a relajarse. Y lo hace en el mismo sentido que el anterior. Primero se relajan los párpados, después la cara, el tronco, y por último las piernas.