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El livor mortis es un proceso anterior, muy útil para determinar la hora de la muerte. En el momento en que se detiene el corazón, y por lo tanto la circulación sanguínea, la fuerza de la gravedad hace que los glóbulos rojos desciendan hasta las partes del cuerpo que están apoyadas en el suelo. Es por esto que cerca de las dos horas después de producida la muerte el color se fija en esas zonas por rompimiento de los glóbulos rojos que invaden los tejidos cercanos. Cuando la muerte fue por envenenamiento, el color es muy intenso. Cuando se usa cianuro, el color, en cambio, suele ser rosado. Y en las muertes con monóxido de carbono, las partes inferiores del cuerpo presentan un color rojo brillante.

Claro que todo cambia si el cadáver tarda en aparecer, y entonces su estado dependerá del lugar donde estuvo todo ese tiempo. (Párrafo resaltado.)

Si se encontraba en un lugar cálido y seco, los tejidos no se descomponen sino que se secan. Es el caso de cuerpos colocados debajo del parquet o dentro de roperos. Si en estos lugares el aire corre adecuadamente, se completa el proceso de secado con mucha rapidez. Es como si el cuerpo se achicharrara, el denominado efecto "pasa de uva", pero los rasgos de la persona se pueden ver con bastante nitidez a pesar de que hayan pasado años.

Si el cuerpo queda al aire libre o, aunque enterrado, está ubicado a poca profundidad, el proceso de descomposición se favorece. Las bacterias pululan en esos ambientes cálidos y húmedos. En cambio en tumbas profundas, la falta de circulación de aire hace que las bacterias no se desarrollen y el proceso de descomposición sea mucho más lento.

Las personas jóvenes o con exceso de peso se descomponen con mayor rapidez, por la presencia de grasa en su cuerpo.

Pero qué pasa cuando un cadáver se encuentra sumergido en el agua. (Párrafo resaltado.)

Al encontrar un cuerpo en el agua, no importa en qué circunstancias, lo primero que determinan los forenses es si la víctima murió ahogada, si murió por hipotermia al haber permanecido en el agua fría, o si ya estaba muerta antes de caer o al ser arrojada al agua. En el caso de que haya muerto ahogada, los pulmones estarán llenos de agua; en los otros casos, no.

Pero el proceso de descomposición, en todos los casos mencionados en el párrafo anterior, es similar y muy distinto del de los cadáveres que quedan al aire libre o enterrados. Hay varios detalles por considerar. Por empezar, el enfriamiento es mucho más violento y el cadáver se enfría en pocas horas. La lividez post mortem no presenta sus características habituales: la piel del cadáver es de un blanco anormal, y presenta la llamada "piel de gallina", ya que los folículos de los pelos se erizan. A su vez, el rigor mortis tarda más en aparecer, así como en desaparecer. Un cuerpo muerto puede estar hasta noventa y seis horas sumergido sin que desaparezcan todos los indicios del rigor mortis.

Después de seis o siete días de muerte bajo al agua, se produce otro proceso químico que origina que el abdomen del cadáver se llene de gases. Y un abdomen lleno de gases hace que el cuerpo tienda a flotar y, por lo tanto, ascienda a la superficie. (Párrafo resaltado.)

Excepto que algas o algún otro elemento extraño lo atasquen para siempre en la profundidad de las aguas donde yace. (Párrafo resaltado.)

18.

– Te voy a extrañar, hijita.

– Está bien, papá. Déjame subir que se va el micro.

– Cuidate, Lali. Abrigate y come bien

– …

– Mamá va a rezar por vos para que salga todo bien.

– ¿Y vos desde cuándo rezas?

– …

– Cualquier problema, nos llamas enseguida. A casa o a mi oficina, donde vos quieras.

– Okey, chau.

– Espera, ¿no me das un beso, hija?

– 

– Chau, mamá te quiere, ¿sí?

– Cuidate, por favor, hijita. Y mucho juicio.

– ¿Qué querés decir con mucho juicio?

– Que te portes bien…

– A vos no te pregunté.

– Nada, hija, que no hagas locuras, que no corras riesgos, no sé, no sé qué quise decir.

– Entonces la próxima vez no digas nada.

– …

– …

– Otro besito a papá, ¿sí?

– …

– Chau, Lali.

– Chau, mi amor.

– …

– …

– …

– ¡Qué amarga es, por Dios!

– Está nerviosa, Inés, es eso.

– Es una amarga. No sé cómo me puede haber salido así.

– Saluda, haceme el favor, y cambia esa cara que está mirando por la ventanilla.

– Chau, querida, que lo pases lindo.

– Chau, hijita, cuidate.

Cinco meses después

19.

Todo estaba bastante bien. El cuerpo de Tuya todavía no aparecía, y eso cambiaba todo. Sin cadáver, no había muerto. Ni asesinato, ni asesino. Ni siquiera accidente. Sólo dudas y absurdas conjeturas alrededor de la desaparición de Alicia, que Ernesto y yo repetíamos delante de terceros como si fuéramos vírgenes en todo este asunto. Actuábamos casi las veinticuatro horas del día. No nos podíamos permitir una equivocación frente a otros. Yo me había metido tanto en mi papel, que hasta en soledad pasaba letra. Un día, mientras me duchaba, me encontré pensando preocupada: "Vaya a saber qué le habrá pasado a la pobre Alicia". Y ahí me di cuenta de que estaba haciendo las cosas bien. Porque si había alguien que sabía lo que le había pasado a Tuya, ésa era yo. Es que fueron muchos meses fingiendo, actuando ante los demás, contestando preguntas. La cabeza se te parte. Te metes en la piel del personaje y te lo crees. Como cuando aprendía inglés y Mrs. Curtís me decía "think in English", o sea, "no piense en castellano y traduzca, piense en inglés". Cuando alguien me preguntaba sobre la desaparición de Alicia, no pensaba qué tenía que responder. Yo simplemente era la mujer de Ernesto, cuya secretaria había desaparecido y de la que no teníamos noticias.

La policía no tenía nada concreto. A casi medio año del accidente, y ellos sin sospechosos, sin una pista, sin un indicio. Nada. A Ernesto hacía tiempo que habían dejado de hacerle preguntas. Los únicos que parecían no olvidarse del asunto eran los padres de Alicia, que cada tanto aparecían en algún programa de televisión, con el evidente objetivo de que su hija no cayera en el olvido.

La cosa podría haber seguido así eternamente, pero un día vino Ernesto y me dijo: "Inés, me parece que tenemos que volver a vivir como si el accidente nunca hubiera existido". Yo no sabía a qué se refería, pero estuve de acuerdo. Sentí que me planteaba un volver a empezar. Otra vez una familia normal, con sus problemas, como todas, pero normal. La idea me encantó. Hasta se me llenaron los ojos de lágrimas. Con el tiempo entendí cómo esa frase marcó un giro de ciento ochenta grados en nuestra historia. Si se lo hubiera contado a mamá, seguro que ella se habría dado cuenta. Lo habría agarrado al vuelo. Mamá siempre fue una intuitiva para estas cosas. Un poco pesimista para mi gusto, pero intuitiva. Yo era muy tierna, siempre bien pensada, siempre confiando en el otro. A mí no me habían pasado las desgracias que le pasaron a mi mamá. El dolor te va curtiendo, te va dando calle, te enseña. Ahora es otra cosa. Pero en aquel entonces, cuando vino Ernesto y me dijo que quería que todo volviera a ser como antes, yo me puse muy contenta. Siempre fui de tirar para adelante. Una no se puede pasar toda la vida golpeándose el pecho y recitando "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa". Está bien, nos había pasado algo muy fuerte, algo que no le deseo a nadie. Pero qué más podíamos hacer. En todas las religiones existe el perdón para el que se arrepiente de sus pecados. Nosotros estábamos arrepentidos. De verdad. Y si Dios perdona, qué otra cosa puede hacer el hombre.