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– ¿Te duele?

– No. Pero se pone como una roca.

– Che, ¿no será eso de las contracciones?

– No se.

– Me suena que las contracciones son algo así.

– ¿Así qué?

– Así, que se te pone la panza dura.

– …

– No estoy segura, ¿eh?

– Y si son, ¿qué tengo que hacer?

– ¡Ay, yo no sé de eso ni ahí!

– …

– Habría que preguntarle a alguien que sepa. ¿Querés que le diga a mi vieja?

– No, no embardes más la cosa.

– No, yo, si vos no querés, no digo nada,

– Ahora se me está pasando un poco.

– Ay, qué suerte.

– Sí.

– …

– …

– ¿Se te pasó?

– Sí, casi.

– ¿Nos vemos más tarde?

– Bueno.

– Bah, si estás bien.

– Sí, seguro voy a estar bien.

– A las cinco en el shopping.

– Dale.

– Chau.

– Chau.

28.

Estaba bastante más tranquila. Me puse a preparar algo rico para la cena. Algo que le gustara a Ernesto. No preparé lomo a la pimienta con papas a la crema, por cabala. Es lo que había preparado la noche en que Ernesto se fue a Brasil con Charo. Hice pollo a la naranja, un poco amargo para mi gusto, pero es un plato sofisticado y no me traía recuerdos de nada.

Que hubiera aparecido el cadáver no cambiaba tanto las cosas. Era cierto que si la autopsia la hacían con un poquito de cuidado, iba a saltar lo del golpe en la cabeza. Pero en este país, nunca se sabe. Y además, si saltaba, el golpe no llevaba la firma "Ernesto Pereyra".

Ernesto se dio una ducha y bajó a comer. Por suerte Lali había salido. Había ido al shopping, con una amiga. El mundo se puede estar viniendo abajo y los adolescentes siguen en el shopping yendo y viniendo, sin comprar nada por supuesto. ¡Qué generación, Dios mío! Pero por mí, si quería ir al shopping, que fuera. Y si se quedaba a dormir en lo de su amiga, tanto mejor. Era bueno que Ernesto y yo estuviéramos solos para poder hablar y actuar sin tener que cuidarnos de ser escuchados. No era momento para participar a Lali de lo que estaba sucediendo.

Le serví el pollo. Ernesto se veía mal, preocupado. No era para menos, pero si uno no pone un poco de onda, la realidad te mata. La cosa estaba complicada, eso no lo vamos a negar. Aunque todavía la situación no era irreversible, y eso era lo importante. Hay pocas cosas irreversibles en la vida, la muerte, que te corten un brazo, tener un hijo. De esas cosas no hay retorno posible. Para bien o para mal. Ernesto no se había muerto, no le habían cortado un brazo, ni había tenido un hijo. Sí, una hija, conmigo, y eso sabía que jugaba a mi favor. Así que teníamos que seguir peleando, dando batalla para desvincularlo totalmente de cualquier sospecha. El verdadero problema con el que nos enfrentábamos era que no había demasiados sospechosos en la causa. Si hubiera habido, la presión se habría distribuido entre varios y la cosa habría sido más manejable. Pero no había. Ernesto era, prácticamente, el único sospechoso. Para mí fue una sorpresa que estuviera involucrado. Yo no lo sabía. Ernesto no me había querido contar. "No quería preocuparte, mientras no hubiera cadáver no había delito", me dijo parafraseando una frase mía de meses atrás. Y sentí un cuchillo que se me clavaba porque, si había cadáver, era por mi culpa. Ahora había cadáver, y sospechoso. Parece que dos chismosas que trabajaban con él y con Alicia hablaron de más, y Ernesto quedó pegado. Dijeron que ellas estaban seguras de que entre Ernesto y Alicia había una relación. Se debían creer muy vivas, muy suspicaces. Y no sabían ni la mitad de lo que estaba pasando. Pero bueno, las minas que laburan toda su vida en oficinas son así. Envidiosas, metidas, cizañeras. Cuanto más cerca del microcentro trabajan, peor. Debe haber como un ecosistema que las incuba. Como no les quedan horas libres para vivir su propia vida, viven a través de las de las demás. La oficina es su propia vida. Viven de lunes a viernes y no soportan el fin de semana. Quieren a toda costa que llegue el lunes otra vez, para que les pase algo. Pobres. Como Alicia, que se inventó una vida propia con Ernesto. Una vida clandestina, pasajera, sin futuro. Una vida de lunes a viernes de ocho treinta a diecinueve horas. Y lo que es peor, una vida arruinada por su propia sangre. Algo tan mal parido, ¿cómo podía terminar? Qué triste. Y qué previsible. Mi mamá se habría dado cuenta al vuelo. Hasta yo me habría dado cuenta.

Lo cierto es que estas dos mujeres declararon que entre Ernesto y Alicia había una relación. "Okey, ellas habrán dicho lo que quieran, pero vos declaraste que vimos juntos Psicosis esa noche, y yo voy a decir lo mismo cuando me pregunten", dije. Y agregué más tranquila de lo que estaba para levantarle el ánimo: "¡Tenemos coartada, querido!". "Declaré que vos veías Psicosis en el televisor del living mientras yo dormía arriba", me corrigió él. No era lo que habíamos arreglado. "No quería pisarme. Si me preguntaban algo de la película, me iba a enredar. En cambio, dormir es una mentira más fácil de sostener", me explicó. Y me pareció inteligente. Bueno, hay que aceptar que Ernesto tonto no es. Pero claro, es hombre, y, por lo tanto, capaz de confundir a Tyrone Power con Mel Gibson. Y la cosa, tal como él la había planteado, funcionaba igual. Porque si Ernesto hubiera salido de la casa, yo lo tendría que haber visto. Bueno, es una manera de decir, porque por supuesto que Ernesto sí salió de la casa, y yo sí lo vi. El think in english, de Mrs. Curtis. Pero, pensando en términos de nuestra coartada, estaba todo bien. Todo bien, menos Ernesto, que tenía una cara que daba por tierra cualquier coartada. El pollo a la naranja se enfriaba en el plato. "Es que tengo miedo de que piensen que me estás encubriendo." "¡Ay, Ernesto, no estés tan negativo! Si éstos no piensan nada." El problema seguía siendo que no hubiera otros sospechosos. La justicia está cada vez peor. Se quedan con lo primero que les dicen y no investigan nada más. Era evidente que ser el único sospechoso no nos dejaba muy bien parados. "Hay que generar otros sospechosos, inventarlos", le dije. Ernesto reaccionó mal, me dijo que yo siempre ando pensando locuras, que cómo íbamos a inventar cosas que después se vinieran en nuestra contra, que de ninguna manera iba a hacer una cosa así. Eso es lo que dijo. Pero su cara parecía estar diciendo otra cosa. Por eso insistí. "¿Tenía algún enemigo esta chica?" "No, la querían todos." "Menos la sobrina", pensé. "¿Quién heredó sus cosas?" "No sé, supongo que sus padres, hijos no tenía." "Pero tenía una sobrina", otra vez pensé sin decir nada. "O sea que, en principio, si hay que descartar el móvil económico y el ajuste de cuentas… sólo queda el crimen pasional", le dije y sonó a serie policial. "Y ahí es donde pierdo yo", se apuró a decir Ernesto. "Porque estas solo. Hay que agregar a alguien en ese móvil." El tercer lado del isósceles. La tercera en discordia. ¿O la cuarta? Charo era la candidata ideal. No la quería (a la muerta), le podía tocar parte de su plata y estaba enredada con el amante de su tía, amante de mi marido. Era perfecto, Ernesto tenía que sumar dos más dos y decirlo. Pero resultó que no era tan bueno para las matemáticas. "Todo el mundo sabía que no había otro hombre en la vida de Alicia", dijo como si hubiera sido una frase importante. Con lo cual, no sólo me preocupé porque Ernesto no la agarraba con la rapidez que requerían las circunstancias, sino porque las dos mujeres que habían declarado terminaron convirtiéndose en "todo el mundo". "Aunque queramos inventar un hombre, nadie lo va a creer", siguió. Y yo lo corregí, a riesgo de ser demasiado evidente: "Inventemos una mujer". Ernesto me miró casi sorprendido. "Una mujer que esté lo suficientemente loca por vos como para querer sacar a Alicia del medio." Ernesto dijo "eso es una locura". Creo que dijo exactamente eso. Palabras más, palabras menos. "Alguien que sea capaz de escribir cartas y firmarlas 'tuya'…", seguí. "Estuviste revisando mis cosas", se atrevió a decirme. "Alguien que te saque fotos desnudo." "Inés, no lo puedo creer", dijo. "Alguien que sea capaz de irse a Río con vos por el fin de semana." "No, no, de ninguna manera", dijo. "Es sólo cuestión de meter todo en un sobre y enviarlo al lugar correspondiente." "No", volvió a decir, pero ya no sonaba tan firme. Entonces rematé con una frase que creo que fue definitoria: "¿Serías capaz de ir a la cárcel por ella?".