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Se subió a un banco y metió la mano hasta el fondo del último estante del placard de su hija. Su brazo se movió a un lado y al otro, tanteando. Reapareció su mano con una bolsa de plástico. Se bajó, abrió la bolsa y sacó un vestido amarillento que alguna vez fue blanco. El vestido de comunión de Lali. Lo tiró al piso. Luego tiró la cofia, la canastita de las estampitas, un rosario. Sacó un guante. Se fijó que fuera el derecho. Se lo puso con dificultad. Era chico y estaba endurecido por los años. Juntó todo rápido y salió del cuarto. Entró en su dormitorio con el guante puesto. Fue directo a la mesa de luz de Ernesto, agarró el revólver y las balas que alguna vez habían sido de Alicia. Que alguna vez estuvieron puestas en el tambor. Con la mano derecha. Sin apretar demasiado, apenas sosteniéndolo, para que no se borraran las huellas de Ernesto. Necesitó la mano izquierda para cargarlo y se ayudó con un pañuelo. Metió todo en la cartera, el revólver cargado, el pañuelo, y por último el guante. Fue a su cuarto y se cambió. Buscó en el placard y vio el traje color arena del día en que fue al departamento de Alicia. Le pareció adecuado terminar esta historia como había empezado, y se lo puso. Algo le pesaba en el bolsillo del traje, metió la mano y se encontró con las llaves de Alicia, el manojo de llaves etiquetado que había encontrado en el cajón del escritorio. Las acomodó en el bolsillo como para que no hicieran tanto bulto, pero no se atrevió a dejarlas.

Bajó corriendo las escaleras, cerró la puerta de un golpe, sin llave, y se fue.

34.

En la ciudad de Buenos Aires, a los 17 días del mes de diciembre de 1998, comparece ante S.S.a y Secretario actuante, un testigo espontáneo, a quien se le procederá a tomar DECLARACIÓN TESTIMONIAL. Acto seguido S.S.a le requiere el juramento o promesa de decir verdad de todo cuanto supiere y le fuere preguntado, de acuerdo con sus creencias, siendo instruido de las penas correspondientes al delito de falso testimonio, para lo cual le fueron leídas las disposiciones legales pertinentes del Código Penal y expresó "Lo juro". Se le enuncian los derechos que le asisten, previstos en los artículos 79, 80 y 81 del C.P.P., dándose lectura de los mencionados artículos.

Preguntado que fuera por sus datos personales dice llamarse ALBERTO GARRIDO, acreditando identidad mediante DNI 12.898.610, el cual exhibe y retiene para sí, de profesión mozo de bar, divorciado, nacido el 6 de marzo de 1960, en Buenos Aires, hijo de Enrique Garrido y Elena Gómez, domiciliado en la calle Yatay 2341 de esta ciudad.

Se lo invita a manifestar cuanto conoce de la causa, declarando: "Me presenté esta mañana en la Comisaría 31, de donde me derivaron a este juzgado, para aportar un dato muy importante para la causa. El día de la desaparición de Alicia Soria, atendí en el bar a una señora muy nerviosa, vestida con un traje color arena, que había salido del edificio de la mencionada Soria, y que observaba los movimientos del edificio con actitud sospechosa. Me acuerdo perfecto de ella porque me llamó la atención que llevara puestos guantes de goma". Su Señoría pregunta: "¿De goma?". El testigo responde: "Sí". Preguntado por S.S.a para que le diga si tiene conocimiento de la identidad de esa mujer, el testigo manifiesta: "Hasta hace un tiempo no la tenía, pero ayer, un cliente habitual del bar, el señor Ernesto Pereyra, entre trago y trago me manifestó su preocupación por ser el único sospechoso en un crimen que no había cometido, y su inquietud y su temor porque sospechaba que su mujer, Inés Pereyra, estaría involucrada en este lamentable hecho, lo cual, por el vínculo y el aprecio propio de quienes estuvieron casados tantos años, le impedía acercarse a la justicia y evacuar sus sospechas. Me mostró una fotografía que siempre lleva consigo, y la misma coincidía en un cien por ciento con la mujer que vi el día de la desaparición de Alicia". Preguntado por S.S.a por qué no se presentó con anterioridad ante este juzgado para dar su testimonio, el testigo manifiesta: "Porque a veces uno juzga sin saber y tenía miedo de involucrar a alguien que no tuviera nada que ver simplemente por una actitud nerviosa o poco común. Pero cuando el señor Pereyra me manifestó sus temores, y me enseñó la foto, mi conciencia me dijo que tenia que presentarme y decir mi parecer, y si estaba equivocado, o no tenia nada que ver, la justicia ya se encargaría de demostrarlo". Preguntado por S.S.a si quiere agregar, quitar o enmendar algo de lo expresado, responde: "No", con lo que se da por finalizado el presente acto, previa lectura en alta voz del Actuario, firmando el compareciente para constancia de ello, luego de S.S.a y ante mí DOY FE.

35.

Tomé un colectivo hasta el microcentro. No me gusta manejar, menos cuando estoy nerviosa. Y para qué negarlo, estaba nerviosa. Parecía que algo dentro de mi cuerpo se iba a salir por mis orejas. Algo caliente, algo en ebullición. ¿Las tripas? Me senté en el primer asiento. Miré por la ventanilla. Traté de serenarme. Intenté con respiración profunda. ¿Por qué fue que dejé de ir a yoga yo? El semáforo de Cabildo y Juramento no funcionaba. Árboles, autos, edificios. Jugué con el manojo de llaves de Alicia. Porque la profesora de yoga hablaba demasiado, me terminaba poniendo nerviosa. Con voz calma, pausada, de la luz interior, de la madre Tierra, pero demasiado. Pasó un grupo de adolescentes vestidas de colegio. Cuatro o cinco. Pensé en Lali. Lo que vendría no iba a ser fácil para ella. Siempre vivió en una cajita de cristal. Siempre ajena a todos los problemas de la casa. Protegida de todos los peligros posibles por su padre, qué ironía. Y de golpe, el mundo se le estaba por venir abajo. Ya se había venido abajo, para ser más precisa. Pero lo peor era que le podía caer en medio de la cabeza. Y bueno, es la ley de la vida. A mí también me dieron un mazazo en la cabeza. Iba a tener que madurar, no le iba a quedar otra. A los golpes, como nos pasó a tantos. Árboles, edificios, autos. Como me pisó a mí el día en que mi papá se fue y no volvió más. Uno se cree que lo tiene todo, que su familia es un modelo, y de un día para otro todo cambia. No sé si Lali será capaz. No creo que sea. Pero yo no podía pensar en ella en este momento. Por una vez en la vida tenía que pensar en mí. Hubiera sido lo único que me faltaba. Una publicidad de lápiz labial, autos, edificios. Rojo, amarillo, verde. Las llaves de Alicia en mi bolsillo. El revólver en la cartera. Repetía para mí misma los pasos a seguir. A pesar de Lali. Saqué de mi cartera el cuadrito sinóptico sin tocar el revólver. Punto uno, cajero. Y me concentré en eso. Árboles, edificios, autos. Punto uno, cajero. Después pensaría en el punto dos. Y en el tres, y en el cuatro. Poquito a poco. Autos, edificios. Gente que iba y venía. No quería pensar en él. En Ernesto no. Esquinas de Buenos Aires, bocinas. Punto uno, cajero. Llegué a destino. Bajé del colectivo por la puerta trasera. Como corresponde. El timbre no andaba. Grité. El chofer también. No lo puteé porque no es mi estilo, pero lo habría puteado. Caminé, me choqué con alguien, me empujaron. Gente, mucha gente. Sobre la vereda contraria apareció el primer cajero. Crucé. Esperé mi turno. Los que estaban delante de mí se tomaron su tiempo, se tomaron todo el tiempo del mundo. Claro, total, ellos qué sabían. Me impacienté. Llegó mi turno. Revisé el saldo. Había casi diez mil dólares. Intenté sacarlo pero sólo me permitían sacar setecientos pesos. Saqué toda la plata que se me permitía. Punto dos, repetir punto uno las veces que sea necesario. Hice lo mismo en cuanto apareció otro cajero, El cajero me informó que la operación era inválida, que ya no podía extraer más dinero en el mismo día. No sabía, yo nunca usaba el cajero. Tomaba la plata que me daba Ernesto a principios de mes y me administraba. También tenía la plata de mi cuenta bancaria, mi chanchito, el que empezó siendo un hueco en la pared de ladrillos del garage. Pero esa no la quería tocar, por si venían tiempos difíciles. Intenté en otro cajero, por las dudas. Me informó lo mismo. Fui directo al banco. Al de Ernesto, no al mío. No quería, pero no tenía alternativa. Hice la cola. Esperé. ¿Nadie está apurado cuando uno lo está? Me atendió un empleado, le dije que quería cerrar la cuenta Pereyra Ernesto y/o Lamas Inés. Me preguntó si era la titular de la cuenta, le dije que sí. Pero verificó y me dijo que Ernesto tenía que firmar los papeles. Le dije que era una pena pero que Ernesto estaba de viaje. Me dijo que entonces no podía cerrar la cuenta. Le dije que necesitaba el dinero para pagar la operación de mi mamá. Un lugar común difícil de creer. No sé, me salió eso. Lloré. Parece que al bancario le llegó mi lugar común. Me dijo que no llorara, que si lo que necesitaba era la plata que la sacara. Le pregunté que cómo hacía sin la firma de Ernesto. Me contestó que para sacar el dinero no necesitaba la firma, sólo para cerrar la cuenta. Me quedé pensando en que si yo fuera dueño de un banco cambiaría normas tan idiotas, pero sonreí y le pedí que hiciéramos la operación cuanto antes. Que la vida de mi madre dependía de ello. El empleado fue a su escritorio, se sentía importante. Me sugirió dejar cien pesos para que auditoría no cerrara la cuenta. Era otra norma del banco. La cumplí. Por caja me entregaron el dinero. Fui al baño y lo escondí. Repartí los billetes en el corpiño, la bombacha, y el cambio en la cartera. Eran nuevos y se me resbalaban. Salí. Entré en una casa de ropa y me compré un jean y una campera de cuero negro. Pagué en efectivo. Le di mi traje color arena para poner en la bolsa y me llevé lo nuevo puesto. En el primer tacho de basura dejé la bolsa con el traje color arena. Me dio pena. Entré en un locutorio pero no hablé, sólo pedí una guía telefónica. Busqué: "Alquiler de autos" y "Pelucas". Correspondían al punto tres, y al cuatro. Me acordé de que las llaves de Alicia habían quedado en el traje color arena, en el tacho. Pero no tenía importancia, es más, era una buena manera de sacarse de encima ese macabro souvenir. La agencia de autos más cercana quedaba a tres cuadras de donde estaba y la casa de pelucas a veinte, pero tenía que empezar por la peluca. El punto tres era comprar una peluca. Tomé el subte, no me dejaba muy cerca, pero no me haría pensar tanto como el viaje en colectivo. Un taxi no, no tenía costumbre. "Para qué andar regalando la plata", habría dicho mamá. Llegué a la casa de pelucas. Entró una mujer justo antes que yo. Venía a vender su pelo. Lo compran para hacer pelucas naturales. A la empleada le interesó, y llamó a la encargada. Discutieron el precio por unos minutos. Yo estaba impaciente, pero entretenida. Nunca había visto a nadie vender su pelo. Negociaron, la mujer dejó aclarado que le parecía poco lo que le ofrecían pero acepto. La mujer se fue. Llegó mi turno. Elegí una peluca castaña oscura, largo a los hombros, pelo lacio. Típica cabeza argentina. Aunque casi todas queramos ser rubias. O parecer rubias. Y nos hagamos reflejos, y nos decoloremos las cejas, y hasta nos olvidemos de que alguna vez nuestro pelo fue otro. Rubias de prepo. Rubias ásperas. Rubias a pura envidia. Rubia como yo. Me probé la peluca castaña. Me sentaba bien. Había otra, espléndida, morocha, casi negra, de pelo largo, lacio. Como Charo. Me la probé sólo para sacarme el gusto, vaya una a saber cuándo iba a tener oportunidad de probarme otra vez una peluca. Me acomodé los mechones sobre los hombros. Como ella. Si fuera Charo a vender su pelo, se lo comprarían. Me llevé la peluca puesta. La castaña. La que soy y no quiero ser. La típica. Miré a través de la vidriera cómo la vendedora volvía a acomodar la peluca morocha en la cabeza de telgopor blanco de la vidriera. Con cuidado abrió sus mechones y los acomodó para que lucieran. Ocupaba el centro de la vidriera. El resto se opacaba. No existía. Ni siquiera las rubias. Tomé otra vez el subte hasta la agencia de autos. Entré. Me senté en la recepción a esperar que el único empleado a la vista terminara de atender a un hombre evidentemente extranjero. Hacía calor y el sillón de cuerina ajada se llenaba de sudor bajo mis piernas. Me sentí mojada. Y nerviosa. La peluca también me daba calor. Me picaba, pero no me pareció de buen gusto rascarme. Los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor… ¿Por qué el pensamiento se va sin control para cualquier parte en momentos como ¿se? Y el vecinito de enfrente… El extranjero se fue y yo me planté delante del escritorio antes de que el empleado me llamara. Pedí un auto. El más barato. El empleado me ofreció uno. Le pregunté de qué color era. Rojo. Lo rechacé enseguida, tenía que ser gris. Un auto gris, común, barato, uno de esos que circulan por todos lados en Buenos Aires. Como la peluca castaña. Quedaba uno. Sin aire. No me importaba, mira si a esa altura me iba a estar preocupando por el aire. Lo alquilé. Pagué en efectivo. Un robo, alquilar un auto en este país es un robo. Creí que el trámite había concluido, pero el imbécil del empleado me pidió que firmara un cupón de la tarjeta de crédito en garantía. No me gustó. No quería dejar huellas. Por algo había pagado en efectivo. Me negué.