Había una cosa a su favor: Jessica era una mujer de recursos, de rápida comprensión… tal y como la recordaba él.
La oyó llamar dos veces al guardián, luego unos ruiditos procedentes de una zona que no alcanzaba a ver y después los pasos del hombre que se acercaba. Partridge contuvo la respiración, dispuesto a agacharse si el guardián miraba hacia la ventana.
Pero no lo hizo. El hombre dio la espalda a Partridge, lo cual le dio un segundo más para evaluar la escena.
Lo primero que reconoció fue el rifle automático Kalashnikov que llevaba el guardián, un arma que Partridge conocía bien, y por el modo en que lo asía dedujo que el hombre sabía manejarlo. Comparada con el Kalashnikov, la Browning de Partridge era un juguete casi inofensivo.
La conclusión era inevitable e ineludible: Partridge tendría que matarle a la primera, lo cual significaba cogerlo por sorpresa.
Pero tenía un obstáculo: Jessica. Se hallaba exactamente en su ángulo de tiro. Si disparaba al vigilante, Partridge podía herir a Jessica.
El corresponsal habría de jugársela. No tendría otra oportunidad, no tenía alternativa. Y la apuesta dependía de la rápida comprensión de Jessica y sus reflejos.
Respirando hondo, Partridge gritó claramente:
– ¡Jessica, al suelo! ¡Ahora!
El guardián se volvió, preparando el rifle y quitándole el seguro. Pero Partridge ya le estaba apuntando con la Browning. Acababa de recordar los consejos del instructor de tiro que le había enseñado a disparar: «Si quieres matar a una persona, no le apuntes a la cabeza. Por más cuidado que pongas al apretar el gatillo, es muy probable que el arma se te levante y la bala le pase por encima. Así que apunta al corazón o un poco por debajo. Aunque el disparo se desvíe hacia arriba, darás en el blanco, un golpe incluso mortal, y si no, te dará tiempo a disparar por segunda vez».
Partridge apretó el gatillo y la pistola automática disparó produciendo un leve silbido casi inaudible. Aunque ya tenía experiencia con los silenciadores, su sigilo siempre le sorprendía. Volvió a apuntar, dispuesto a disparar por segunda vez, pero no hizo falta. La primera bala le había dado en el pecho a la altura del corazón y la herida ya estaba sangrando. Durante un instante, el hombre pareció sorprendido y luego se derrumbó soltando su rifle, que fue el único ruido que se oyó.
Antes de disparar, Partridge había visto a Jessica tirarse al suelo, obedeciendo al instante su orden. En un rincón de su mente, se sintió aliviado y agradecido. La mujer se levantó.
Partridge se volvió hacia la puerta de la choza y una sombra veloz se dirigió hacia allí. Era Minh Van Canh, que había permanecido a la espalda de Partridge, como convinieron, y ahora le cubría la entrada. Minh se aproximó a Vicente, dispuesto a disparar su UZI, y después confirmó a Partridge, con una inclinación de cabeza, que el hombre estaba muerto. Luego Minh se dirigió a la puerta de la celda de Jessica e inspeccionó el candado.
– ¿Dónde está la llave? -preguntó.
– Mira por donde estaba sentado el guardián -respondió ella-. Y la de Nicky también.
En la celda contigua, Nicky se despertó. Se sentó bruscamente.
– ¿Qué pasa, mamá?
– Nada malo, Nicky. Nada malo.
El niño consideró a los recién llegados: Partridge se les acercaba, después de recoger el rifle Kalashnikov, y Minh estaba cogiendo las llaves que estaban colgadas de un clavo.
– ¿Quiénes son, mamá?
– Son amigos, querido. Muy buenos amigos.
El rostro de Nicky, medio dormido, se iluminó. Después vio la figura caída en un charco de sangre y exclamó:
– ¡Es Vicente! ¡Le han matado! ¿Por qué?
– ¡Calla, Nicky! -le advirtió su madre.
– No ha sido nada agradable, Nicky -le dijo Partridge, en voz baja-. Pero él iba a pegarme un tiro. Si llega a matarme, no habría podido sacaros de aquí, que es lo que hemos venido a hacer.
Con un destello de inteligencia, el niño dijo.
– Usted es el señor Partridge, ¿verdad?
– Sí.
– Oh, Harry, bendito seas… ¡Querido Harry! -exclamó emocionada Jessica.
Cuidando de no levantar la voz, Partridge les advirtió:
– Todavía no hemos salido de ésta. Hay que escapar de aquí. Vamos, rápido.
Minh había vuelto con las llaves y las estaba probando, una por una, en el candado de la celda de Jessica. Por fin logró abrirla. Al momento Jessica salió por la puerta. Minh se dirigió a la celda de Nicky y volvió a probar con las llaves. A los pocos segundos, el niño estaba fuera también, abrazando a su madre.
– ¡Échame una mano! -dijo Partridge a Minh.
Arrastraron el cuerpo del guardián hasta la celda de Nicky y le pusieron entre los dos sobre el catre de madera. Aquello no impediría el descubrimiento de la huida de los rehenes, pensó Partridge, pero tal vez lo retrasara un poco. A tal objeto, bajó levemente la luz de la lámpara de queroseno hasta dejar un tenue resplandor que sumió el interior de la cabaña en la penumbra.
Nicky abandonó el abrazo de Jessica y se aproximó a Partridge, a quien dijo en tono resuelto:
– Ha hecho bien en matar a Vicente, señor Partridge. A veces nos ayudaba, pero era uno de ellos. Han matado a mi abuelo y me han cortado dos dedos y ahora ya no podré volver a tocar el piano… -dijo enseñándole la mano vendada.
– Llámame Harry -le contestó éste-. Sí, ya sabía lo de tu abuelo y lo de tus dedos. Lo siento mucho.
– ¿Sabes lo que es el síndrome de Estocolmo, Harry? -inquirió el niño con la misma severidad en la voz-. Mi madre sí. Y si quieres te lo explicará.
Sin contestar, Partridge miró atentamente a Nicky. Ya se había encontrado con algunos casos de shock -en individuos expuestos a un peligro o un desastre mayor de lo que su mente podía tolerar- y el tono de voz del niño y sus palabras de los últimos minutos tenían síntomas de shock. No tardaría en necesitar ayuda. Pero mientras, haciendo lo único que se le ocurrió, Partridge le pasó un brazo por los hombros. Sintió la respuesta del niño, que se apretó contra él.
Partridge vio que Jessica le miraba con la misma preocupación. Ella también habría deseado que el guardián no fuera Vicente. Si hubiese sido Ramón, no se habría disgustado lo más mínimo. De todos modos, las palabras y el comportamiento del niño la devolvieron a la realidad.
Partridge sacudió la cabeza, intentando infundir confianza a Jessica, y luego ordenó:
– Vámonos.
En la mano libre llevaba el Kalashnikov; era un arma muy buena y podía serles de utilidad. También se metió en el bolsillo dos cargadores que llevaba Vicente.
Minh se les adelantó hasta la puerta. Recuperó su cámara que estaba fuera y filmó su salida de la choza con las celdas al fondo. Partridge advirtió que Minh usaba un objetivo especial -los infrarrojos no servían para el vídeo- para conseguir unas imágenes aceptables, aun de noche.
Desde la víspera, Minh había ido filmando cosas sueltas, aunque de forma selectiva, racionando la cinta, porque llevaba un número restringido de ellas.
En ese momento apareció Fernández, que estaba vigilando las otras construcciones.
– Viene… -les advirtió sin aliento- ¡una mujer! Sola. Creo que va armada.
En ese momento oyeron unos pasos que se acercaban.
No les dio tiempo a prepararse. Se quedaron todos petrificados donde estaban. Jessica estaba junto a la puerta y se apartó hacia un lado. Minh se hallaba justo ante el hueco y los otros un poco más separados, en la penumbra. Partridge alzó el Kalashnikov. Aunque sabía que si disparaba despertaría a toda la aldea, para sacar la Browning con el silenciador tenía que dejar el rifle y cambiárselo de mano. Y no tenía tiempo.
Socorro entró con decisión. Iba en bata y empuñaba un revólver Smith & Wesson, con el martillo montado. Jessica ya había visto a Socorro con un arma, pero enfundada, nunca en la mano.