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Por lo tanto, le pareció más sensato alejarse lo más que pudieran de Nueva Esperanza.

– Iremos a Sión -les dijo Partridge-. Cuando dejemos el río tendremos que caminar a buen paso por la jungla, así que aprovechad ahora para descansar.

A medida que pasaba el tiempo, Jessica se fue serenando; sus temblores cesaron y desapareció el mareo. Sin embargo, dudaba que llegara algún día a recobrar totalmente la paz de espíritu después de lo que había hecho. Desde luego, el recuerdo del susurro desesperado y suplicante de Socorro la atormentaría durante mucho tiempo.

Pero Nicky estaba a salvo -al menos de momento- y eso era lo más importante.

Había estado observando al niño, consciente de que, desde que dejaron su prisión en la choza, no se había despegado un momento de Harry Partridge. Como si Harry fuera un imán al que Nicky se viera atraído. En ese momento, Nicky se había instalado junto a él en la barca, buscando claramente algún tipo de contacto físico, acurrucándose a su lado, pero ello no parecía molestar a Harry. De hecho, Harry había vuelto a pasarle un brazo por los hombros, y parecían muy unidos los dos.

A Jessica le encantó. Pensó que, inevitablemente, su hijo consideraba a Harry, con su repentina aparición, el extremo opuesto de la banda asesina que había organizado todos los horrores que acababan de vivir: Miguel, Baudelio, Gustavo, Ramón y todos los demás, con y sin nombre… sí, y también Vicente y Socorro.

Pero había otra cosa más: Nicky siempre había tenido un instinto especial para la gente. Jessica había amado a Harry… y todavía le quería, sobre todo en ese momento, con una mezcla de afecto y gratitud. Por tanto, no le extrañó en absoluto que su hijo compartiera instintivamente sus sentimientos.

Le pareció que Nicky se había dormido. Soltándose con cuidado, Partridge se abrió paso en la barca hasta sentarse junto a Jessica. Fernández, al advertir su movimiento, se colocó al otro lado, para equilibrar la embarcación.

Partridge también había estado pensando en el pasado, en lo que habían significado en su día el uno para el otro, Jessica y él. Y aun en esas pocas horas, vio que ella no había cambiado sustancialmente. Poseía todavía todas las cosas que más había admirado en ella -su inteligencia, su ánimo, su capacidad de recursos-. Partridge comprendió que, si permanecía cierto tiempo al lado de Jessica, su antiguo amor reviviría. Era un pensamiento provocador… aunque no ocurriría.

– ¿Llegaste a perder la esperanza, en aquella choza? -le preguntó.

– Algunas veces, casi, pero nunca la perdí del todo -repuso Jessica. Luego sonrió-. Claro que, si llego a saber que estabas tú a cargo del rescate, habría sido muy distinto.

– Formamos un equipo -le dijo él-. Crawf también participó. Para él ha sido un infierno… claro que no se puede comparar con el tuyo. Cuando hayas vuelto, os vais a necesitar los dos.

Creyó que ella intuiría lo que le quería decir entre líneas: que, aunque había vuelto a pasar brevemente por su vida, no tardaría en desaparecer.

– Ésa es una idea muy agradable, Harry. Y tú, ¿qué harás?

Él se encogió de hombros:

– Seguir trabajando. Habrá alguna guerra en alguna parte. Siempre la hay.

– ¿Y entre guerra y guerra?

Algunas preguntas no tenían respuesta. Partridge cambió de tema.

– Tu hijo es estupendo. Es justo el niño que me habría gustado tener.

Podía haber sido así -pensó Jessica-. Tuyo y mío, durante todos estos años…

Sin pretenderlo, Harry se puso a pensar en Gemma y el hijo que no llegó a nacer. Oyó suspirar a Jessica:

– ¡Oh, Harry…!

Se callaron. Los motores de la barca rugían y el agua chapoteaba contra sus costados. Entonces Jessica buscó su mano y se la estrechó tiernamente.

– Gracias, Harry -le dijo-. Gracias por todo… por el pasado, por el presente… mi amor.

17

Miguel rompió el silencio disparando tres tiros al aire.

Sabía que era la forma más rápida de dar la alarma.

Hacía menos de un minuto había descubierto los cadáveres de Socorro y Vicente y la huida de los prisioneros.

Eran las 3.15 y, aunque Miguel lo ignoraba, hacía justo cuarenta y cinco minutos que la embarcación que llevaba a Partridge, Jessica, Nicky, Minh, O'Hara y Fernández había zarpado del embarcadero de Nueva Esperanza.

La cólera de Miguel fue instantánea, salvaje y explosiva. Agarró la silla de los guardianes de la choza y la arrojó contra la pared, destrozándola. Y tenía ganas de descuartizar al responsable de la escapatoria de los rehenes.

Pero, por desgracia, dos de ellos ya estaban muertos. Y Miguel era perfectamente consciente de que él también tenía su buena parte de culpa.

Sin ningún género de dudas, había dejado que se fuera relajando la disciplina. Ahora era ya demasiado tarde, lo comprendía muy bien. Desde que había llegado a la aldea, había aflojado las riendas en lugar de tensarlas. Por la noche, había dejado en manos ajenas las precauciones que debía haber supervisado personalmente.

Fue por una debilidad suya: su obsesión por Socorro.

La deseaba en la casa de Hackensack, tanto antes del secuestro como después. Recordaba, aun en ese momento, su desafiante atractivo sexual del día de su partida, cuando se había referido con una sonrisa burlona a las sondas que habían insertado a los prisioneros para el viaje: «Son unos tubos metidos por la polla de los hombres y el coño de la tía. ¿Entiendes?».

Sí, lo había entendido. También había entendido que ella le estaba provocando, lo mismo que había provocado a los otros en Hackensack; por ejemplo, la noche de su ruidosa fornicación con Carlos, poniendo a Rafael, a quien había rechazado, enfermo de celos.

Pero entonces Miguel tenía otras cosas en que pensar, responsabilidades que le mantenían ocupado y había reprimido severamente sus deseos de ella.

Pero había sido distinto en Nueva Esperanza.

Miguel odiaba la jungla; recordó sus impresiones del día en que llegaron. Además, había poco que hacer. Por ejemplo, nunca había llegado a considerar en serio la posibilidad de que intentaran rescatar a los rehenes. Nueva Esperanza estaba en pleno territorio de Sendero Luminoso, y le pareció un lugar remoto y seguro… hasta que Socorro, atendiendo a sus ruegos, le había abierto la puerta de su paraíso sexual.

Desde entonces se acostaban juntos todas las noches y algunos días, y ella había resultado la amante más experta y más gratificante que había tenido nunca. Al final, él se había convertido voluntariamente en vasallo suyo, y como un adicto en espera de la dosis siguiente había desatendido todo lo demás.

Y ahora lo estaba pagando caro.

Esa noche, tras una orgía excepcionalmente satisfactoria, se había quedado profundamente dormido. Después, hacía unos veinte minutos, se había despertado con una erección y había descubierto, con desaliento, que Socorro no estaba en la cama. Había esperado un rato a que regresara. Y como no volvía, había salido a buscarla, llevándose la pistola Makarov que siempre le acompañaba.

Su descubrimiento le devolvió a la realidad de un golpe salvaje y cruel. Miguel pensó con amargura que pagaría por ello, seguramente con la vida, cuando Sendero Luminoso se enterara, sobre todo si no recuperaba a sus prisioneros. Por tanto, la prioridad más acuciante era capturarlos de nuevo, al precio que fuera.

Alertados por sus disparos, los hombres, encabezados por Gustavo, salieron de las casas y corrieron hacia allá.

– Maldita escoria -les escupió-, ¡imbéciles… inútiles! Por vuestra estupidez… ¡Nunca vigiláis! ¡Sólo queréis dormir y emborracharos!… Los presos de mierda se han escapado!*