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Tal vez los terroristas, al descubrir a Fernández -presumiblemente muerto-, habían pensado que los demás estaban en las inmediaciones y habían disparado al azar. Luego, por el motivo que fuera, el tiroteo cesó.

El propio Partridge estaba exhausto. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, pasadas casi en vela, se había esforzado al límite. En ese momento tenía dificultades para concentrar la atención.

En una de esas ocasiones de ensimismamiento, decidió que lo que más le apetecía era un descanso. Cuando terminara aquella aventura, reanudaría las vacaciones que tenía pendientes y sencillamente desaparecería de la circulación… Y podía llevarse a Vivien, el único amor con el que podía contar… Jessica y Gemma formaban parte del pasado; Vivien podía ser su futuro. Tal vez la había tratado injustamente hasta entonces; podía reconsiderar la idea del matrimonio, al fin y al cabo… Todavía no era demasiado tarde… Sabía que a Vivien la haría feliz…

Hizo un esfuerzo por regresar al presente.

De repente desembocaron en un claro. ¡Allí estaba la pista de aterrizaje! Sobre sus cabezas volaba una avioneta: ¡era el Cheyenne! Ken O'Hara -imprescindible hasta el último momento- estaba cargando un cartucho de fogueo en la pistola de señales que había transportado todo el camino. El verde significaba: Puede aterrizar tranquilamente: no hay problemas.

Y no menos súbitamente, oyeron a sus espaldas dos tiros, esa vez mucho más cerca.

– ¡Dispara la bengala roja, no la verde! -gritó Partridge-. ¡Rápido!

La roja significaba: Aterrice rápido. Peligro.

Pasaban unos minutos de las ocho. En el Cheyenne II, Zileri se volvió hacia Rita y Sloane:

– Aquí no se ve nada… Probaremos en los otros dos sitios.

E inició un giro. En ese instante Crawford Sloane exclamó:

– ¡Espera! Creo que he visto algo…

Zileri abortó la maniobra y dio media vuelta.

– ¿Dónde? -preguntó.

– Ahí abajo… -Sloane señaló vagamente-. No estoy seguro del lugar exacto. Ha sido un segundo… Pensé… Su voz fue perdiendo convicción.

Zileri inició otro círculo. Volvieron a escudriñar el suelo. Cuando completaron la circunferencia, el piloto les dijo:

– No veo nada. Creo que debemos irnos. En ese momento surgió de tierra una bengala roja.

O'Hara lanzó otra bengala roja.

– Creo que bastará. Ya nos han visto -dijo Partridge.

La avioneta regresaba hacia ellos. Le habría gustado saber en qué dirección pensaba tomar tierra. Entonces buscaría una posición para repeler a sus perseguidores y entretenerlos mientras los otros embarcaban.

No tardó en obtener la respuesta. El Cheyenne II estaba descendiendo abruptamente, perdiendo altura deprisa, y pasaría sobre sus cabezas. Luego aterrizaría dándoles la cola, en la misma dirección en que ellos habían llegado por la selva, alejándose del sendero por el que habían oído los disparos.

Mirando atrás, Partridge seguía sin ver nada, a pesar de los tiros. Sólo se le ocurría una razón para esos disparos: alguien estaba disparando a ciegas mientras avanzaba, por si tenía suerte.

– Corre, llévate a Jessica y Nicky hasta el otro extremo de la pista -apremió a O'Hara- y espera allí con ellos. Cuando la avioneta llegue al final, dará la vuelta. ¿Me has oído, Minh?

– Sí -contestó éste con un ojo pegado a la cámara, rodando imperturbable, como había hecho en varias ocasiones durante la expedición.

Partridge decidió no preocuparse más por Minh. Ya se las arreglaría solo.

– ¿Y tú, Harry? -le preguntó Jessica, angustiada.

– Yo me quedaré a cubriros desde la salida del sendero. En cuanto estéis a bordo me reuniré con vosotros. ¡Venga!

O'Hara cogió a Jessica por el brazo, que agarraba a Nicky por la mano sana, y les metió prisa.

Mientras ellos se alejaban, al volver la vista hacia la selva, Partridge vio varias siluetas armadas avanzando hacia la pista de aterrizaje.

Partridge se agazapó tras un pequeño montículo cercano. Tumbado de bruces, se encaró el Kalashnikov, apuntando a los hombres que se acercaban. Apretó el gatillo y vio derrumbarse a uno de ellos entre los impactos, mientras los otros corrían a ponerse a cubierto. En ese instante, oyó pasar el Cheyenne II por encima de su cabeza. Aunque no se volvió a mirar, sabía que estaría aterrizando.

– ¡Están ahí! -gritó Crawford Sloane, casi histérico de emoción-. ¡Los he visto! ¡Son Jessica y Nicky!

La avioneta acababa de tomar tierra y rodaba a toda velocidad por la accidentada pista de tierra.

Zileri frenaba a tope mientras se acercaban al otro extremo. Cuando se iba a quedar sin pista, Zileri bloqueó uno de los dos motores, dando un giro de ciento ochenta grados. Luego aceleró de nuevo con los dos y desanduvo la pista en sentido contrario.

La avioneta se paró donde Jessica, Nicky y O'Hara estaban esperando. El copiloto, Felipe, ya había abandonado su asiento y estaba a popa. Abrió una escotilla en el fuselaje y bajó la escalerilla.

Primero Nicky y luego Jessica y O'Hara treparon a bordo, casi izados por las manos que les tendían desde el interior, incluidas las de Sloane. Minh apareció y embarcó tras ellos.

Mientras Sloane, Jessica y Nicky se abrazaban emocionados, O'Hara gritó sin aliento.

– ¡Harry está allá abajo! Hemos de recogerle. Está entreteniendo a los terroristas.

– Ya le veo -dijo Zileri-. ¡Agarraos!

Dio gas y la avioneta salió brincando hacia adelante.

Cuando llegó a la cabecera de la pista, el piloto revolvió el aparato como la otra vez. Estaba situado en posición de despegue, con la escotilla abierta. Se oía el tiroteo del exterior.

– Su amigo tendrá que darse prisa -apremió Zileri-. Hay que salir de aquí ya.

– Ya viene -dijo Minh-. Nos ha visto y viene para acá.

Partridge había visto y oído la avioneta. Echando un vistazo por encima del hombro, advirtió que no podía acercarse más. La tenía a unos cien metros. Sería una buena carrera. Pero primero tenía que lanzar una buena andanada hacia la selva para detener el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Durante los últimos minutos había visto aparecer más sombras, había disparado y había abatido a otro. Los demás se mantenían al abrigo de los árboles. Una nueva ráfaga les detendría allí el tiempo suficiente para que él llegara a la avioneta.

Acababa de ponerle otro cargador al Kalashnikov. Apretó el gatillo y mandó una mortífera rociada de balas a ambos lados del sendero. Desde que había empezado el tiroteo, había notado el espolonazo de su amor visceral a la batalla… aquella sensación sensual que le producía descargas de adrenalina y hacía correr la sangre por sus venas… una adicción ilógica e insensata por el espectáculo y la música de la guerra.

Cuando hubo vaciado el cargador, tiró el fusil ametrallador, se levantó y salió corriendo, ligeramente agachado. La avioneta estaba allí mismo, ¡sabía que lo conseguiría!

Cuando Partridge había recorrido las dos terceras partes del camino, recibió un balazo en la pierna y cayó. Pasó todo tan deprisa que tardó varios segundos en comprender lo sucedido.

La bala le había alcanzado en la parte superior de la rodilla, partiéndole la articulación. No podía andar. Un dolor terrible, mayor de lo que nunca habría imaginado, le invadió. En ese momento comprendió que no llegaría nunca a la avioneta. También sabía que no les quedaba tiempo. Debían despegar. Y él tenía que hacer lo mismo que Fernández, hacía apenas media hora.

Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se incorporó y gesticuló con las manos indicando que se fueran sin él. Lo más importante era que entendieran claramente sus intenciones.

Minh estaba en la escotilla del aparato, filmando. Estaba enfocando a Partridge -en primer plano, con el zoom- y había captado el momento en que le alcanzó la bala. El copiloto, Felipe, estaba junto a él.