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– Ya no acudo con regularidad -le respondió Jessica-. Pero voy por allí una vez al mes o así a refrescarme, y también a algunas de las conferencias del general Wade.

– Muy bien -asintió Sloane.

Esa noche, inquieta por todo lo que habían hablado, Jessica tuvo dificultades para conciliar el sueño.

Fuera, los ocupantes del Ford Tempo vieron cómo se iban apagando una a una las luces de la casa. Luego dieron su informe por el radioteléfono y, una vez concluida su tarea, abandonaron su puesto de observación.

8

Poco después de las 6.30 se reanudó la vigilancia de la casa de Sloane en Larchmont. Esa mañana, los colombianos Carlos y Julio iban en un Chevrolet Celebrity, muy hundidos en los asientos delanteros del automóvil, técnica habitual de observación para que los vehículos que pasaban no advirtieran la vigilancia. El coche estaba aparcado a cierta distancia de la casa de Sloane, en una calle transversal, muy apropiada, y la observación se hacía a través de los retrovisores exterior e interior.

Los dos ocupantes del coche estaban tensos, sabiendo que aquel iba a ser un día de acción, la culminación de un plan elaborado larga y minuciosamente.

A las 7.30 sucedió un acontecimiento imprevisto: un taxi se detuvo frente a la casa de Sloane. De él emergió un hombre mayor con una maleta. Entró en la casa y permaneció en ella. La inesperada presencia del recién llegado significaba una complicación y ocasionó una llamada por el teléfono del coche al cuartel general de la banda, a unos cuarenta kilómetros de allí.

Su sofisticado sistema de comunicaciones y su extensa red de vehículos de transporte tipificaba una operación donde no se había reparado en gastos. Los conspiradores que habían ideado y organizado la vigilancia y el resto del plan eran expertos, tenían buenos recursos y acceso a grandes cantidades de dinero.

Estaban vinculados al cártel colombiano de Medellín, una coalición de barones de la droga sin escrúpulos, criminales y fabulosamente ricos. El cártel, que actuaba con un salvajismo bestial, era responsable de incontables asesinatos sangrientos, incluido el del candidato a la presidencia de Colombia, el senador Luis Carlos Galán, en 1989. Desde 1981, más de 220 jueces y funcionarios de justicia habían sido asesinados, aparte de policías y periodistas entre otros. En 1986, una alianza de Medellín con la facción de guerrilla socialista M-19 acabó en una orgía mortal que se llevó noventa vidas, incluyendo a la mitad de los miembros del Tribunal Supremo de Colombia. A pesar del repulsivo saldo del cártel de Medellín, disfrutaba de muy buenas relaciones con la Iglesia católica. Varios jefazos del cártel presumían de sus capillas privadas. Un cardenal había hablado favorablemente de los miembros de Medellín y un obispo había admitido sin remordimiento haber aceptado dinero de los narcotraficantes.

El asesinato no era el único sistema de actuación del cártel. La corrupción y el soborno a gran escala financiados por los barones de la droga se extendían como un inmenso cáncer por el gobierno colombiano, el estamento judicial, policial y militar, empezando por los niveles más altos y filtrándose hasta los más modestos. Una cínica descripción del trato habitual que dispensaban a los funcionarios era el de plata o plomo [2].

En una temporada, entre 1989 y 1990, durante la oleada de horror que siguió al asesinato de Galán, los líderes del cártel fueron incomodados por el reforzamiento de medidas legales contra ellos, que incluían una modesta intervención de los Estados Unidos. Las represalias, que la organización denominó con acierto «guerra total», consistieron en violencia en masa, bombas y todavía más asesinatos, en un proceso que parecía no tener fin. Pero la supervivencia del cártel y su ubicuo tráfico de drogas -quizá con nuevos líderes y nuevas bases- nunca se puso en duda.

Concretamente, en esta operación clandestina en los Estados Unidos, el cártel no actuaba con fines propios, sino para la organización terrorista peruana Sendero Luminoso, de ideología maoísta. Ésta estaba adquiriendo cada vez más poder en Perú, sobre todo recientemente, mientras el gobierno oficial daba muestras crecientes de ineptitud y debilidad. Al principio, los dos dominios de Sendero se habían limitado a la cordillera de los Andes, y ciudades como Ayacucho y Cuzco, pero, actualmente, sus cuadrillas de asesinos y de artificieros rondaban a sus anchas por Lima, la capital.

Existían dos poderosas razones para la vinculación de Sendero Luminoso y el cártel de Medellín. En primer lugar, Sendero Luminoso solía emplear habitualmente a criminales externos a la organización para llevar a cabo los secuestros, que eran frecuentes en Perú, a pesar de no tener demasiada publicidad en los medios de comunicación norteamericanos. Y en segundo lugar, controlaba la mayor parte del valle de Huallaga del Perú, donde se cultiva el sesenta por ciento de la producción mundial de coca. Las hojas de coca se transforman en pasta de coca -la base de la cocaína- que se traslada en avión desde lugares remotos hasta los centros del cártel.

A través del proceso completo, el dinero de la droga contribuye en gran medida a la financiación de Sendero Luminoso; la organización exige un tributo tanto a los cultivadores de coca como a los traficantes, y el cártel de Medellín actúa de intermediario.

En el Chevrolet de vigilancia, los dos matones colombianos estaban repasando una colección de fotos que Carlos, el experto en fotografía, había tomado con una máquina Polaroid de todas las personas que habían pasado por la casa de Sloane en las últimas cuatro semanas. El viejo que acababa de llegar no aparecía en ninguna.

Julio se comunicó en clave por el teléfono del coche:

– Ha llegado un paquete azul. Entrega número dos. El paquete está en el almacén. No podemos cursar la orden.

Traducción: Ha llegado un hombre. En taxi. Ha entrado en la casa. No sabemos quién es. Su foto no está.

– ¿Cuál es el número del albarán? -preguntó la áspera voz de Miguel, el jefe del plan, por teléfono.

Julio, incómodo con las claves, maldijo por lo bajo mientras pasaba las páginas de la libreta de códigos para descifrar la pregunta. Significaba: ¿Qué edad tiene ese hombre?

Julio miró a Carlos, pidiendo ayuda.

– Un viejo*… ¿De qué edad?

Carlos cogió el cuaderno y encontró la clave.

– Contéstale albarán setenta y cinco.

La respuesta de Julio provocó una nueva pregunta:

– ¿Hay algo de particular respecto al paquete?

Abandonando los códigos, Julio se pasó al lenguaje ordinario:

– Ha traído una maleta. Como si fuera a quedarse.

En una destartalada casa de las afueras de Hackensack, Nueva Jersey, el hombre que se hacía llamar Miguel maldijo entre dientes el descuido de Julio. ¡Menudos pendejos* tenía a sus órdenes! En el cuaderno de claves había una frase perfecta para responder a su pregunta. Y él les había advertido a todos, una y mil veces, que cualquiera podía escuchar una conversación por otro radioteléfono. En todos los grandes almacenes vendían receptores capaces de sintonizar cualquier conversación por radio. Miguel había oído comentar que una emisora de radio se jactaba de haber desbaratado varias tramas criminales gracias a sus aparatos de rastreo.

¡Estúpidos!* Sencillamente, no podía soportar a los idiotas que le habían asignado; cuando el éxito de su misión, más la vida y la libertad de todos ellos estaban en juego… era importantísimo tener precaución, y estar en guardia, no sólo la mayor parte del tiempo, sino siempre.

El mismo Miguel había sido obsesivamente prudente desde hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba. Por eso no le habían arrestado nunca, a pesar de figurar en las listas de «más buscados» de la policía de todo el continente americano y de algunos países europeos, incluyendo a la Interpol. Era casi tan buscado en el mundo occidental como su colega terrorista Abu Nidal en la otra orilla del Atlántico. Miguel se permitía un cierto orgullo al respecto, aunque sin olvidar nunca que el orgullo podía degenerar en un exceso de confianza, y aquélla era otra de las cosas que había que evitar.

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[2] Las palabras en cursiva y con asterisco aparecen en español en el original.