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A pesar de todas sus experiencias delictivas, Miguel era todavía joven, rondando los treinta y tantos. Siempre había tenido una apariencia anodina, de aspecto normal; cualquiera que se cruzara con él por la calle le consideraría un empleado de banca o, como máximo, gerente de un pequeño comercio. Ello se debía en parte a sus propios esfuerzos por no llamar la atención. También tenía gran cuidado en ser educado con los extranjeros, pero no hasta el punto de crear una impresión capaz de dejar huella; la mayor parte de la gente que se encontraba con él para cosas intrascendentes tendía a olvidar que le conocía.

En el pasado, esa vulgaridad había sido muy beneficiosa para Miguel, lo mismo que su habilidad para no irradiar autoridad. Disimulaba perfectamente sus dotes de mando, excepto cuando las ejercía sobre sus subordinados, y entonces eran inconfundibles.

Una de las ventajas de Miguel en esa empresa concreta era que, a pesar de ser colombiano, parecía un auténtico norteamericano y se expresaba como tal. A finales de los años sesenta y principios de los setenta había asistido a la universidad de Berkeley, en California, como estudiante extranjero, donde se diplomó en lengua inglesa, que aprendió pacientemente a hablar sin asomo de acento.

En aquella época utilizaba su nombre reaclass="underline" Ulises Rodríguez.

Sus padres, en situación acomodada, le habían pagado los estudios en Berkeley. El padre de Miguel, neurocirujano de Bogotá, deseaba que su único hijo estudiara la carrera de medicina, perspectiva que nunca había interesado lo más mínimo a Miguel. En cambio, con el inicio de la década, el joven había previsto algunos cambios básicos en Colombia: la transformación de un país próspero y democrático donde imperaba la legalidad, en una guarida sin ley para mafiosos increíblemente ricos, regida por la dictadura, el terror y el salvajismo. El oro de la nueva Colombia era la marihuana; más adelante sería la cocaína.

La naturaleza de Miguel era tan extraordinaria que la transición en ciernes no le desconcertó. Él codiciaba formar parte de la acción.

Entretanto, cedió a sus inclinaciones en Berkeley, donde descubrió que estaba totalmente desprovisto de conciencia y era capaz de matar a sus congéneres con rapidez y decisión, sin remordimientos ni mal sabor de boca.

La primera vez fue después de tener relaciones sexuales con una joven a la que acababa de conocer en una calle de Berkeley, al bajarse ambos del mismo autobús. Mientras se alejaban de la parada del autobús, trabaron conversación, y descubrieron que ambos eran estudiantes de primer curso. Miguel cayó bien a la chica, que le invitó a su apartamento, al final de la desastrada avenida Telegraph, en Oakland. En aquella época, mucho antes de la era de las angustias del SIDA, tales encuentros eran normales.

Después de una enérgica sesión de sexo, él se quedó dormido y al despertarse descubrió a la muchacha registrándole tranquilamente la cartera. Contenía varios carnés de identidad con nombres ficticios, pues ya entonces se estaba entrenando para su futuro al margen de la ley. La chica se interesaba demasiado por sus papeles para su propio bien; acaso fuera una especie de soplona, aunque él nunca llegó a averiguarlo.

Lo que hizo fue saltar de la cama, agarrarla y estrangularla. Miguel todavía recordaba su expresión de incredulidad mientras se retorcía, intentando desasirse. Después le miró a los ojos, en una súplica muda y desesperada, justo antes de perder el conocimiento. Fue interesante desde el punto de vista científico descubrir que el hecho de matarla no le preocupó en absoluto.

Al contrario, calculó con una calma glacial las posibilidades de que le cogieran, que le parecieron nulas. En el autobús nadie les había visto juntos; de hecho, todavía no se conocían. Era poco probable que alguien les hubiera visto alejándose de la parada del autobús. Al entrar en el edificio no habían tropezado con nadie, ni tampoco en el ascensor que les dejó en la cuarta planta.

Tomándose el tiempo necesario, limpió con un trapo todas las superficies donde pudiera haber dejado sus huellas dactilares. Luego, envolviéndose la mano en el pañuelo, apagó las luces y abandonó el apartamento, cerrando la puerta al salir.

Evitó el ascensor y bajó por las escaleras de emergencia, cerciorándose de que el vestíbulo estuviera vacío antes de atravesarlo para ganar la calle.

Al día siguiente y durante varios más, compró los periódicos locales en busca de alguna noticia sobre la chica muerta. Pero pasó casi una semana antes de que se descubriera el cuerpo medio en descomposición; luego, tras dos o tres días sin novedades y, al parecer, ninguna pista, la prensa perdió interés y la historia se olvidó.

Las investigaciones que se llevaron a cabo no le habían relacionado con el asesinato de la joven.

Durante su estancia en Berkeley, Miguel había matado en otras dos ocasiones. Lo hizo del otro lado de la bahía de San Francisco: lo que él suponía que se llamarían «asesinatos a sangre fría» de individuos totalmente desconocidos para él, aunque los consideró necesarios para perfeccionar sus incipientes habilidades mercenarias. Debió de llevarlos a cabo atinadamente, porque en ninguno de ambos casos fue considerado sospechoso, ni siquiera fue interrogado por la policía.

Al terminar sus estudios universitarios y regresar a Colombia, Miguel coqueteó con la floreciente organización de los barones de la hierba. Tenía el título de piloto y realizó varios vuelos con cargamentos de pasta de coca peruana para su elaboración en Colombia. Pronto, su amistad con la familia Ochoa, de gran influencia, le ayudó a meterse en asuntos de mayor envergadura. Después empezaron las orgías de muerte de la M-19 y la «guerra total» del cártel de Medellín, a finales de 1989. Miguel participó en los asesinatos más importantes y en la mayoría de los menores; a estas alturas ya había perdido la cuenta de los cadáveres que tenía en su haber. Inevitablemente, su nombre alcanzó fama internacional, pero gracias a sus meticulosas precauciones, había poca cosa más en su expediente.

Las conexiones de Miguel -o Ulises Rodríguez- con el cártel de Medellín, la M-19 y, más recientemente, Sendero Luminoso fueron estrechándose con el paso de los años. A pesar de todo, él mantenía su independencia, era un delincuente internacional, un terrorista a sueldo muy solicitado por su eficiencia.

Por supuesto, se entendía que la política también tenía algo que ver. Miguel era un socialista visceral, odiaba apasionadamente al capitalismo y despreciaba a los Estados Unidos, considerándolos hipócritas y decadentes. Pero también era escéptico en lo relativo a la política de cualquier signo y sencillamente disfrutaba, como si de un afrodisíaco se tratara, con el peligro, el riesgo y la acción de la vida que llevaba.

Esa clase de vida le había conducido a los Estados Unidos hacía mes y medio para una misión clandestina, la preparación de lo que iba a suceder hoy, y que el mundo entero no tardaría en conocer.

El camino que había planeado originariamente para entrar en los Estados Unidos era tortuoso pero seguro: desde Bogotá, en Colombia, a Río de Janeiro y luego a Miami. En Río cambiaría de pasaporte y de identidad, aterrizando en Miami como un editor brasileño de viaje a Nueva York para asistir a una feria de libros. Pero un contacto clandestino del Departamento de Estado norteamericano había advertido al cártel de Medellín que la oficina de Inmigración de Miami había pedido urgentemente toda la información que se pudiera reunir sobre Miguel, en especial acerca de las identidades que había utilizado anteriormente.