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Miguel había empleado efectivamente la identidad del editor brasileño con anterioridad, y pese a su convencimiento de que no había sido desenmascarada, le pareció más sensato evitar la escala en Miami. Por tanto, aunque ello supusiera un relativo retraso, de Río se dirigió a Londres, donde consiguió una nueva identidad y un flamante pasaporte oficial británico sin estrenar.

El proceso no fue difícil.

¡Ay de las inocentes democracias! ¡Qué estúpidas e ingenuas eran! ¡Qué sencillo era pervertir sus encomiadas libertades y sus benévolos sistemas en beneficio de los propósitos de quienes, como Miguel, no creían en ellos!

Antes de llegar a Londres, se había puesto al corriente del modo de conseguirlo.

En primer lugar se dirigió a St. Catherine House, en la encrucijada de Kingsway y Aldwych, al registro de nacimientos, matrimonios y defunciones de Inglaterra y Gales. Allí solicitó tres certificados de nacimiento.

¿De quién? De tres hombres cuyas fechas de nacimiento coincidieran, o fueran muy cercanas, a la suya.

Sin hablar con nadie, sin que nadie le preguntara nada, cogió cinco impresos en blanco de solicitud de certificado de nacimiento. A continuación se dirigió a unas estanterías donde se guardaban unos libros, identificados por años, y escogió el de 1951. Los volúmenes estaban divididos alfabéticamente y por trimestres. Cogió el correspondiente al último trimestre, de la M a la R.

Su fecha de nacimiento era el 14 de noviembre de ese año. Fue pasando las páginas hasta que encontró a un tal Dudley Martin, nacido en Keighley, Yorkshire, el 13 de noviembre. El nombre le pareció adecuado; no era demasiado llamativo ni tan trillado y común como Smith. ¡Perfecto!* Miguel copió todos sus datos en uno de los impresos en tinta roja.

Ahora necesitaba dos nombres más. Tenía la intención de solicitar tres pasaportes; recurriría a uno de estos dos en caso de que algo saliera mal con el primero. Siempre cabía la posibilidad de que el tal Dudley Martin acabara de solicitar el pasaporte. En tal caso, se le negaría este otro.

Copió los datos de los otros individuos en sus correspondientes impresos. Eligió adrede sus apellidos en una inicial suficientemente alejada de la M de Martin; uno de ellos empezaba por B y el otro por Y, porque los funcionarios del departamento de pasaportes se dividían el trabajo por secciones alfabéticas. Su precaución garantizaba que sus tres solicitudes serían atendidas por tres empleados distintos, y nadie advertiría su posible similitud.

Miguel puso gran cuidado en no dejar sus huellas dactilares en los impresos que rellenó. Por eso había cogido cinco: los dos impresos de los extremos eran para aislarle de los demás y pensaba destruirlos posteriormente. Se había enterado de que nada borraba completamente las huellas digitales, ni siquiera una meticulosa limpieza; las nuevas técnicas de detección de huellas dactilares, la ninhidrina y el láser ion-argón, las revelaban.

Su siguiente paso fue acercarse a la ventanilla de caja.

Allí presentó las tres solicitudes, arreglándoselas para no tocar los impresos. El cajero le pidió cinco libras por cada certificado, que él pagó en efectivo. Le dijeron que los certificados de nacimiento estarían listos a los dos días.

Durante ese tiempo se agenció tres direcciones distintas.

Encontró en el Kelly's London Business Directory varias agencias administrativas situadas en calles de poca categoría, que se encargaban, entre otras funciones, de recibir y almacenar el correo de sus clientes. Acudió a la primera de ellas y dejó una fianza de cincuenta libras, al contado una vez más. Llevaba preparada una historia: que estaba iniciando un modesto negocio y todavía no podía permitirse montar un despacho ni pagar a una secretaria. Allí tampoco le hicieron preguntas. Repitió la operación en otras dos agencias, sin despertar en ellas la más mínima curiosidad. Ya disponía de tres direcciones distintas para sus solicitudes de pasaporte, que no conducían hasta él.

Después se hizo tres series de fotografías para el pasaporte en un fotomatón automático, cambiando levemente su apariencia en cada ocasión. Para una se puso un bigote y una barba postizos, para la segunda iba afeitado y con un peinado distinto y para la tercera se colocó unas gafas de gruesos cristales, bastante distintivas.

Al día siguiente fue a St. Catherine House a recoger los tres certificados de nacimiento. Como la vez anterior, nadie demostró el menor interés por averiguar para qué los quería.

Ya había conseguido los impresos de solicitud de pasaporte en una oficina de correos, procurando no dejar en ellos sus huellas dactilares, una vez más. Se puso unos guantes de goma para rellenarlos. En el recuadro del domicilio del solicitante escribió las direcciones de las tres agencias previamente contratadas.

Cada solicitud debía ir acompañada por dos fotos. Una de ellas, firmada por una «persona profesionalmente cualificada» como un médico, un ingeniero o un abogado, que identificara al solicitante, y declarando que le conocía desde hacía dos años por lo menos. Basándose en los consejos que le habían dado, Miguel falsificó las firmas y las declaraciones, distorsionando su caligrafía y con nombres y direcciones elegidos al azar en el listín de teléfonos de Londres. También se compró un juego de sellos de goma para dar mayor convicción a sus avalistas.

Pese a la advertencia del impreso respecto a que se verificaban las firmas, en realidad era algo que se hacía rara vez, y la probabilidad de que se descubriera una declaración falsa era remotísima. Había demasiadas solicitudes y faltaba personal, sencillamente.

Por último, Miguel manipuló las tres fotos de «identificación», las que llevaban la declaración firmada y, por lo tanto, no figurarían en los pasaportes que iba a solicitar, sino que permanecerían en los archivos del despacho de pasaportes. Con una esponja suave, les aplicó una solución muy rebajada de Domestos, una lejía de uso doméstico. Aquello le garantizaba que a los dos o tres meses, las fotografías del archivo se difuminarían y no quedaría foto alguna de Miguel, alias Dudley Martin o los otros dos nombres.

Después, Miguel echó al correo sus solicitudes, cada una con su giro postal de quince libras. Sabía que tardarían unas cuatro semanas, como mínimo, en tramitar los pasaportes y mandárselos. Era una tediosa espera, pero valía la pena en aras de la seguridad.

Durante su inactividad forzosa se envió a sí mismo varias cartas a las agencias que había contratado. Después, a los dos o tres días telefoneaba, preguntando si había correo para él. En caso afirmativo, decía que mandaría a un mensajero a recogerlo. Entonces reclutaba a algún joven desconocido por la calle, le daba unas libras por el recado y cuando éste regresaba, observaba cuidadosamente si le seguía alguien antes de acudir a su encuentro. Miguel pretendía recoger los pasaportes, cuando se los enviaran, por el mismo procedimiento.

Los tres pasaportes fueron llegando con pocos días de diferencia durante la quinta semana, y todos fueron recogidos sin tropiezos. Cuando tuvo el tercero en sus manos, Miguel sonrió: ¡Excelente! Utilizaría primero el pasaporte a nombre de Dudley Martin, reservándose los otros dos para más adelante.

Faltaba dar el último paso: comprar el billete de avión a los Estados Unidos. Miguel lo hizo ese mismo día.

Hasta 1988, los ciudadanos británicos necesitaban un visado para entrar en los Estados Unidos. En ese momento ya no hacía falta visado, siempre y cuando la visita no excediera de noventa días y el viajero tuviera billete de vuelta. Aunque Miguel no tenía la menor intención de utilizar su billete de vuelta y pensaba destruirlo posteriormente, su coste era una fruslería en comparación con los riesgos de otra escaramuza con la burocracia. Y en cuanto al límite de noventa días, le tenía completamente sin cuidado. Aunque no pensaba permanecer tanto tiempo en los Estados Unidos, cuando se fuera lo haría clandestinamente o con otra identidad, pero no con el pasaporte de Dudley Martin.