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Las nuevas normas americanas sobre los visados habían encantado a Miguel. Una vez más, esos sistemas tolerantes eran una ventaja para sus fines.

A la mañana siguiente embarcó rumbo a Nueva York, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy y pasó el control de pasaportes sin ninguna dificultad.

Una vez en Nueva York, Miguel se dirigió inmediatamente al distrito de Queens, donde residía una nutrida comunidad colombiana y un agente del cártel de Medellín le había preparado un piso franco.

«Little Colombia» se extendía entre las calles Sesenta y nueve y Ochenta y nueve, en Jackson Heights. Próspero centro de narcóticos, era una de las zonas más peligrosas y de mayor criminalidad de Nueva York, donde la violencia era endémica y el asesinato algo corriente. Los oficiales de policía uniformados rara vez se aventuraban por allí a solas, y ni siquiera en parejas osaban recorrerlo a pie cuando caía la noche.

La reputación del distrito no molestaba a Miguel en absoluto; de hecho la consideraba una protección mientras esbozaba sus planes, conseguía fondos por métodos ilícitos y reunía al pequeño equipo que iba a liderar. Los siete miembros del comando, incluido el propio Miguel, habían sido seleccionados en Bogotá.

Julio, en ese momento en misión de vigilancia, y Socorro, la única mujer del grupo, eran colombianos, agentes del cártel de Medellín infiltrados en el país en situación de reserva. Varios años atrás habían sido enviados a los Estados Unidos, en calidad de inmigrantes, con la sola instrucción de establecerse y esperar a que se requirieran sus servicios para alguna actividad relacionada con la droga o cualquier otro propósito criminal. Había llegado ese momento.

Julio era un especialista en comunicaciones. Durante su compás de espera, Socorro se había graduado como enfermera.

Socorro tenía una afiliación adicional. A través de unos amigos peruanos se había hecho simpatizante de la organización revolucionaria Sendero Luminoso, a la cual servía como agente en los Estados Unidos, a tiempo parcial. Tales implicaciones entre causas políticas y crimen organizado con fines crematísticos eran bastante frecuentes entre los latinoamericanos. En este caso y debido a su doble conexión, Socorro ejercía el papel de observadora para Sendero Luminoso.

Tres de los cuatro restantes eran colombianos y se hacían llamar Rafael, Luis y Carlos. Rafael era mecánico y muy habilidoso para todas las tareas manuales. Luis había sido elegido por su habilidad al volante; era un experto despistando persecuciones, sobre todo en la huida de los escenarios de los crímenes. Carlos era joven, listo y había organizado la vigilancia de las últimas cuatro semanas. Los tres hablaban inglés con soltura, y ya habían estado con anterioridad en los Estados Unidos varias veces. En esta ocasión habían llegado por separado, con pasaporte falso y nombre ficticio, y no se conocían entre sí. Tenían instrucciones de presentarse al mismo agente de Medellín que había recibido a Miguel, y luego de ponerse a las órdenes de éste.

El último miembro del equipo era un norteamericano llamado Baudelio. Miguel desconfiaba de Baudelio, aunque sus conocimientos y su experiencia eran esenciales para el éxito de su operación.

Miguel, en el centro provisional de operaciones del grupo colombiano, en Hackensack, tuvo un arranque de rabia al pensar en Baudelio, el americano renegado. Aquello aumentaba su irritación contra Julio por haber descuidado el uso del lenguaje cifrado durante su comunicación por radioteléfono desde el puesto de observación del domicilio de Sloane, en Larchmont. Sin soltar el receptor telefónico y dominando sus sentimientos personales, Miguel meditó su respuesta.

El informe de vigilancia se refería a un hombre de unos setenta y cinco años, que acababa de entrar en casa de Sloane hacía unos minutos, con una maleta y, según las imprudentes palabras de Julio, «como si fuera a quedarse».

Antes de salir de Bogotá, Miguel había recibido un amplio dosier, que no había difundido entre los demás miembros del grupo. Uno de los datos de su documentación era que Sloane tenía padre, y su descripción coincidía con la del recién llegado. Miguel reflexionó: el hecho de que el viejo fuera a visitar a su hijo y pensara quedarse una temporada representaba una contrariedad, pero nada más. Probablemente tendrían que matarle ese mismo día, pero ello tampoco constituía el menor problema.

Pulsando la tecla de transmisión, Miguel ordenó:

– No hay instrucciones respecto al paquete azul. Informadme sólo de los nuevos encargos.

Los «nuevos encargos» eran los posibles cambios en dicha situación.

– Bien -dijo Julio acusando brevemente recibo.

Después de cortar, Miguel consultó su reloj: casi las 7.45. Dentro de dos horas, los siete miembros de su comando estarían en sus puestos, listos para la acción. Todos sus movimientos habían sido meticulosamente planeados, adelantándose a cualquier eventualidad y con toda clase de precauciones. Cuando se iniciara la operación haría falta improvisar algunas cosas sobre la marcha, pero no muchas.

Y era imposible retrasarla. Otros movimientos, que debían coordinarse con los suyos, ya estaban en marcha del otro lado de la frontera.

9

Angus Sloane exhaló un suspiro de satisfacción, dejó la taza de café y se secó los labios y su bigote plateado con la servilleta.

– Afirmo rotundamente -declaró- que no se ha servido desayuno mejor que éste en todo el estado de Nueva York.

– Ni mejor ni con más colesterol -añadió su hijo, parapetado tras el New York Times al otro extremo de la mesa-. ¿No sabes que tantos huevos fritos son fatales para el corazón? ¿Cuántos te has tomado…? ¿Tres?

– ¿Qué más te da? -dijo Jessica-. Además, por unos cuantos huevos no te vas a arruinar, Crawf. Angus, ¿quieres otro?

– No, muchas gracias, Jessica -le contestó éste con una sonrisa bondadosa.

Angus, vivaz y angelical, acababa de cumplir setenta y tres años hacía una semana.

– Tres huevos no son demasiados -dijo Nicky-. En una película que he visto hace poco sobre una prisión del Sur, un preso se comía cincuenta huevos.

Crawford Sloane bajó el periódico para decir:

– Debe de ser la película que protagonizaba Paul Newman, titulada Dos hombres y un destino, que se estrenó en 1967. De todos modos, estoy seguro de que Newman no se comió todos esos huevos… Es un buen actor, y lo fingió de manera convincente.

– Una vez vino un vendedor de enciclopedias a domicilio -dijo Jessica-. Pretendía vendernos la Enciclopedia Británica. Yo le dije que ya teníamos una, de carne y hueso.

– ¿Y qué le voy a hacer yo -respondió su marido-, si algunas de las noticias con las que me paso la vida se me quedan en la cabeza? Aunque es una lotería. Nunca sabes qué cosas se te quedarán en la memoria y cuáles se perderán en el olvido…

Estaba toda la familia sentada en torno a la mesa del desayuno, en una habitación soleada y alegre, contigua a la cocina. Angus había llegado hacía media hora; había abrazado calurosamente a su nuera y su nieto y había estrechado la mano más formalmente a su hijo.

La tirantez que existía entre padre e hijo no era nada nuevo; a veces se convertía en algo irritante para Crawford. Se debía principalmente a sus divergencias de opinión y de valores. Angus nunca había acabado de conformarse con la relajación de las normas morales personales y generales que había aceptado la mayoría de los americanos a partir de los años sesenta. Angus creía fervientemente en «el honor, el deber y la patria»; más aún, sus compatriotas deberían seguir demostrando el patriotismo intransigente de la Segunda Guerra Mundial, el hito de la historia de Angus, que recordaba ad infinitum. Al mismo tiempo criticaba muchos de los fundamentos que su propio hijo aceptaba como algo normal y progresista en el desarrollo de su actividad periodística.