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Aproximadamente a la misma hora en que Crawford Sloane salía de su casa de Larchmont en dirección a las oficinas de la CBA, Harry Partridge se despertaba en Canadá, en Port Credit, cerca de Toronto. Había dormido profundamente y de momento se preguntó dónde estaba. Era una experiencia frecuente, porque estaba acostumbrado a despertarse en lugares muy diversos.

Mientras sus pensamientos se organizaban, advirtió el entorno familiar de un dormitorio y supo que si se sentaba en la cama -cosa que no le apetecía todavía- vería por la ventana la inmensa extensión del lago Ontario.

Estaba en el apartamento que utilizaba como base, como retiro, y la naturaleza nómada de su trabajo significaba que sólo pasaba allí breves temporadas cada año. Y aunque guardaba en él sus escasas pertenencias -ropa, libros, fotografías enmarcadas y un puñado de recuerdos de otras épocas y lugares-, el apartamento no estaba inscrito a su nombre. Según la tarjeta que había junto al timbre del vestíbulo, seis pisos más abajo, la inquilina oficial era V. Williams (la V era de Vivien), que residía allí permanentemente.

Cada mes, desde donde estuviera, Partridge enviaba a Vivien un cheque suficiente para pagar el alquiler del apartamento y, a cambio, ella vivía en él y le cuidaba su guarida. El arreglo, que tenía otras disposiciones que incluían relaciones sexuales fortuitas, convenía a ambos.

Vivien era enfermera y trabajaba en el hospital de Queensway, no muy lejos de allí, y en ese momento Partridge la oía trajinar por la cocina. Según todas las probabilidades, estaba preparando té, pues sabía que le gustaba el té por la mañana y no tardaría en traérselo. Mientras tanto, él dejó vagar sus pensamientos hasta los sucesos de la víspera y su viaje desde Dallas hasta el aeropuerto internacional de Pearson, en Toronto…

La experiencia del aeropuerto de Dallas-Fort Worth había sido una tarea profesional cogida al vuelo. Lo que Partridge había hecho formaba parte de su trabajo, trabajo que la CBA le pagaba generosamente. Sin embargo, al pensar en ello la noche anterior y luego de nuevo esa mañana, Partridge era consciente de la tragedia que subyacía bajo la superficie de la noticia. Según los últimos informes que había oído, más de setenta pasajeros del aparato de Muskegon Airlines habían perdido la vida, además de los heridos graves, y habían muerto los seis pasajeros de la avioneta que chocó en el aire con el Airbus. Sabía que, en ese momento, muchas familias afectadas y sus amigos estaban luchando, entre lágrimas, por asumir su brusca pérdida.

Ese pensamiento le recordó que algunas veces le habría gustado llorar a él también, compartir el llanto de los demás, por las cosas que había presenciado durante su carrera profesional, incluyendo quizás la tragedia de la víspera. Pero nunca había podido… excepto en una ocasión, la única, que Harry ahuyentaba de su mente en cuanto su memoria la sacaba a la superficie. Lo que sí recordaba era la primera vez que se planteó su aparente incapacidad para llorar.

En los primeros años de su carrera periodística, Harry Partridge se hallaba en Gran Bretaña cuando se produjo una tragedia en Gales. Sucedió en Aberfan, un pueblo minero, donde un desprendimiento de escoria sepultó una escuela. Murieron ciento dieciséis niños.

Partridge llegó al escenario de la tragedia poco después del desastre, a tiempo para ver el rescate de los cadáveres. Debían limpiar con mangueras cada patético cuerpecito, cubierto de lodo negro y apestoso, antes de colocarlos en unos carros para su identificación.

A su alrededor, contemplando la misma escena, los otros reporteros, los fotógrafos, la policía, los espectadores, lloraban a lágrima viva. Partridge había deseado llorar también, pero no lo consiguió. Horrorizado, pero con los ojos secos, había realizado su reportaje y se había marchado.

Desde entonces había presenciado innumerables escenas merecedoras de llanto, pero nunca había derramado una sola lágrima.

¿Tendría alguna deficiencia, alguna frialdad interior? Una vez le formuló esa pregunta a una amiga suya, psiquiatra, después de irse de copas y pasar la noche juntos.

– No te pasa nada malo -le contestó ella-, si no, no te preocuparía lo suficiente como para hacerme la pregunta. Lo que tienes es un mecanismo de defensa que despersonaliza lo que sientes. Lo almacenas todo y sepultas tus emociones en tu interior… Algún día aflorarán, estallará todo hacia fuera y llorarás. ¡Llorarás a mares…!

Pues bien, su erudita compañera de cama había tenido razón, y ese día llegó… Pero no quería pensar en ello, y ahuyentó esa imagen justo cuando Vivien entraba en su habitación con la bandeja del desayuno.

Era una mujer en la cuarentena, de rasgos angulares y fuertes y pelo negro y liso, entreverado de gris. No era una belleza, ni siquiera guapa, pero era cariñosa, generosa y tenía muy buen carácter. Vivien se había quedado viuda antes de conocer a Partridge y, según había ido advirtiendo, su matrimonio no había sido feliz, aunque ella apenas hablaba de ello. Tenía una hija en Vancouver, que iba a verla algunas veces, pero nunca cuando esperaba a Partridge.

Harry apreciaba mucho a Vivien, aunque no estaba enamorado de ella y ya la conocía lo suficiente como para saber que nunca se enamoraría. Él sospechaba que Vivien sí estaba enamorada de él y le querría más aún si él le daba pie. Pero ella aceptaba la relación tal y como estaba.

Mientras Harry se tomaba el té, Vivien le observaba con curiosidad, notando que su larguirucha figura estaba más flaca de lo que debería; además, a pesar del aspecto juvenil que seguía teniendo, su cara mostraba signos de cansancio y tensión. Su rebelde flequillo rubio, mucho más gris, necesitaba un repaso de tijeras.

– Bien, ¿cuál es el veredicto? -le preguntó Partridge, consciente de su inspección.

– ¡Pero si no hay más que verte! -dijo ella meneando la cabeza con fingida desesperación-. Te despido sano y en forma. Dos meses y medio después vuelves cansado, pálido y subalimentado.

– Ya lo sé, Viv. -Hizo una mueca-. Es la vida que llevo. Demasiadas tensiones, horarios fatales, comida asquerosa y alcohol. -Y tras una sonrisa-: Así que aquí estoy, hecho un desastre, como siempre. ¿Qué puedes hacer por mí?

– En primer lugar -dijo ella con una mezcla de afecto y firmeza-, te voy a dar un buen desayuno como Dios manda. No hace falta que te levantes, te lo traeré a la cama. En cuanto a las otras comidas, te daré cosas nutritivas como pescado y aves, verduras, fruta fresca. En cuanto desayunes, te pienso arreglar el pelo. Después te voy a llevar a la sauna y a que te den un masaje: ya tengo hora.

– ¡Me encanta! -exclamó Partridge tumbándose en la cama y desperezándose.

– Mañana -siguió Vivien-, supongo que te apetecerá ir a ver a tus viejos colegas de la CBC… como siempre. Pero para la noche tengo entradas para un concierto de Mozart en el Roy Thompson Hall de Toronto. La música te dejará como nuevo, sé que te encanta. Y por lo demás, puedes descansar o hacer lo que te apetezca. -Se encogió de hombros-. Tal vez, entre otras cosas, te den ganas de hacer el amor. Anoche lo intentaste, pero estabas demasiado cansado, te quedaste dormido.

Por un momento, Partridge sintió más gratitud por Vivien que nunca en su vida. Era como una roca, un refugio sólido. La víspera, cuando llegó por fin su vuelo al aeropuerto de Toronto, a altas horas de la noche, ella le estaba esperando y le había traído a casa.

– ¿No tienes que trabajar? -le preguntó él.

– Tenía pendientes varios días de vacaciones. He conseguido que me los den a partir de hoy. Otra de las enfermeras me sustituye.