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– Viv -le dijo-, vales tu peso en oro.

Cuando Vivien se fue a prepararle el desayuno, los pensamientos de Partridge volvieron al día anterior.

Crawford Sloane le había telefoneado para felicitarle… Habían tenido que buscarle por todo el aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

La voz de Crawf sonaba tensa, como casi siempre que hablaba con él. Algunas veces, Partridge tenía ganas de decirle: «Mira, Crawf, si crees que te guardo algún rencor por lo de Jessica, tu puesto en la compañía o lo que sea, ¡olvídalo! Nunca te lo he echado en cara, y menos ahora». Pero sabía que un comentario de esa índole daría todavía más tirantez a su relación, y Crawf probablemente no le creería, de todos modos.

Partridge sabía que en Vietnam Sloane nunca se alejaba mucho de Saigón para aparecer todo lo posible en los informativos de la CBA. Pero entonces no le había importado, y seguía sin importarle. Él tenía sus propias prioridades. Una de ellas podría incluso denominarse adicción… la adicción a las imágenes y los sonidos de la guerra.

La guerra… la sangrienta confusión de la batalla… el estruendo y los fogonazos de la artillería pesada, el penetrante silbido y el horripilante estallido de las bombas que caían… el tableteo estentóreo de las ametralladoras, sin saber quién disparaba, a quién ni desde dónde… la emoción casi sensual de saberse atacado, a pesar de estar temblando de miedo… todo aquello fascinaba a Partridge, descargaba su adrenalina, hacía latir su sangre en las venas.

Descubrió esa sensación en Vietnam, su experiencia de iniciación a la guerra. Y la llevaba dentro desde entonces. Se había dicho más de una vez: Te gusta, admítelo. Y luego lo había reconocido: Sí, me gusta, y hay que ser un estúpido hijo de puta.

Estúpido o no, nunca había puesto objeciones cuando la CBA le mandaba al frente. Partridge sabía que sus colegas le llamaban «el guerrillero», el nombre levemente despectivo de los corresponsales de televisión adictos a la guerra. Una adicción, se decía, peor que la de la heroína o la cocaína, y con un desenlace previsiblemente casi tan fatal.

Pero en el cuartel general de informativos de la CBA también se sabía -y eso era lo más importante- que para esa clase de reportajes, Harry Partridge era el mejor.

Por lo tanto, a él no le había inquietado en exceso que Sloane ganara la butaca de presentador de Últimas Noticias. Como todo corresponsal, Partridge había hecho sus cábalas respecto a ocupar ese cargo cumbre, pero cuando se lo dieron a Sloane, Partridge estaba disfrutando tanto que no le importó.

Sin embargo, curiosamente, el tema del puesto de presentador había salido a discusión no hacía mucho tiempo, cuando menos lo esperaba. Hacía dos semanas, Chuck Insen, el director de realización, tras avisarle de que aquélla era «una conversación confidencial muy delicada», había confiado a Partridge que cabía la posibilidad de que se produjeran cambios de importancia en el telediario nacional.

– En tal caso -le preguntó Insen-, ¿te interesaría volver del frente y sentarte ante las cámaras? Serías un presentador cojonudo.

Partridge se había quedado tan sorprendido que no había sabido qué responderle.

– No tienes que contestarme ahora mismo -le había dicho Insen-. Sólo quiero que lo pienses por si te lo planteo más adelante.

Posteriormente, y a través de sus contactos internos, Partridge se había enterado de la lucha por el poder en curso entre Chuck Insen y Crawford Sloane. Pero aun en caso de que venciera Insen, lo cual le parecía improbable, Partridge dudaba que el trabajo de presentador permanente le gustara, o que fuera capaz de soportarlo siquiera. Sobre todo, se decía irónicamente, mientras siguieran llamándole los tiroteos desde tantas partes del globo.

Inevitablemente, cuando pensaba en Crawford Sloane por cosas personales, siempre emergía el recuerdo de Jessica, aunque no era más que un recuerdo, porque ya no había nada entre ellos dos, ni siquiera una relación esporádica, y apenas coincidían… tal vez una o dos veces al año, en reuniones sociales. Partridge nunca había culpado a Sloane de la pérdida de Jessica, y reconocía que su propia convicción, equivocada, había sido la causa. Cuando podía haberse casado con ella, Partridge decidió que no y Sloane simplemente se presentó, demostrando ser el más listo de los dos, con mejor sentido de los valores en aquella época…

Vivien reapareció en su dormitorio con un desayuno pantagruélico. Como había prometido, era una alimentación muy sana: zumo de naranja natural, un porridge caliente muy espeso con azúcar moreno y leche, seguido por unos huevos escalfados sobre una tostada de pan integral, café bien cargado recién molido y más tostadas con miel de Alberta.

El detalle de la miel emocionó especialmente a Partridge. Le recordó -y tal era su propósito- su lugar de nacimiento, donde había dado los primeros pasos como periodista en la emisora de radio local. Recordó que le había contado a Vivien su trabajo en las famosas cadenas 20 por 20: es decir, veinte minutos de rock-and-roll, la programación principal, intercalados con cuatro o cinco noticias telegráficas sacadas del teletipo de la Associated Press. El joven Harry Partridge se encargaba de recitar estas últimas. Sonrió con los recuerdos: parecía todo tan lejano…

Después de desayunar, vagó un poco por el apartamento y observó:

– Esto se está poniendo muy desastrado. Necesita una mano de pintura y algunos muebles nuevos.

– Ya lo sé -reconoció Vivien-. He hablado con los dueños del edificio sobre lo de la pintura. Pero dicen que el apartamento no les da para gastar ni un céntimo.

– ¡Joder! Hazlo por tu cuenta. Busca un pintor y encárgale lo que haga falta. Te dejaré dinero antes de irme.

– Tú siempre tan generoso… Por cierto, ¿sigues con ese chanchullo maravilloso para no pagar el impuesto sobre la renta?

– Pues claro -sonrió Partridge.

– ¿Y eso vale para todo el mundo y en cualquier parte?

– No, no para todo el mundo, pero es perfectamente legal y honrado. Yo no hago declaración de renta, no tengo que hacerla. Me ahorro un montón de tiempo y de dinero.

– Nunca he entendido cómo te las apañas.

– No me importa explicártelo -le dijo él-, aunque normalmente no hablo de ello. La gente que tiene que pagar ese impuesto se muere de envidia, porque a la desgracia no le gusta estar sola.

El factor crucial, le explicó, era ser ciudadano canadiense, utilizar pasaporte canadiense y trabajar en el extranjero.

– Lo que no entiende mucha gente es que los Estados Unidos son la única nación desarrollada del mundo que grava a sus ciudadanos vivan donde vivan. Los americanos residentes en el extranjero pagan también sus impuestos al Tío Sam. En Canadá se funciona de otra manera. Los canadienses que salen del país no están sujetos a los impuestos canadienses, y una vez le demuestras a Hacienda que vives fuera, dejan de tener interés en ti. Y a los británicos les pasa lo mismo.

»En cuanto a mí -prosiguió-, la CBA me ingresa todos los meses el salario en mi cuenta corriente del Chase Manhattan de Nueva York. Yo lo transfiero desde allí a otros países: las Bahamas, Singapur, las islas Anglonormandas, donde mis ahorros producen intereses totalmente libres de impuestos.

– ¿Y qué pasa con los impuestos de los países en los que trabajas?

– Como corresponsal de televisión nunca me quedo en un sitio el tiempo suficiente para tener que contribuir. Eso incluye también a los Estados Unidos, siempre y cuando no pase allí más de ciento veinte días al año, y puedes estar segura de que nunca me quedo tanto tiempo. Y en cuanto a Canadá, aquí no tengo domicilio propio, ni siquiera éste. Ésta es tu casa, Viv, como ambos sabemos.

»Lo importante -añadió Partridge- es no hacer trampas. Defraudar al fisco no es sólo ilegal, es una estupidez, y no merece la pena correr ese riesgo. Eludirlo es otra cosa… -Se interrumpió-. ¡Espera! Te voy a enseñar una cosa.