Miguel fue informado de todos esos antecedentes, con la advertencia de que, mientras durara la misión, había que privar a Baudelio de toda clase de alcohol. Para reforzar la prohibición le darían píldoras de Antabuse, a razón de una diaria. Después de ingerir esa droga, cualquiera que probara una gota de alcohol se sentiría muy mal, y Baudelio estaba al tanto de dicho efecto.
Como era bastante frecuente que los alcohólicos hicieran trampa y escupieran la píldora en secreto, Miguel debía asegurarse de que Baudelio ingería todos los días su dosis. Miguel llevaba a cabo esas instrucciones de mala gana. En el escaso tiempo de que disponían, tenía multitud de responsabilidades y preferiría haber evitado la de «ama de cría».
Además, una vez al corriente de las debilidades de Baudelio, Miguel decidió no confiarle un arma de fuego. Era el único miembro del grupo que no iba armado.
– ¿Estás preparado? -preguntó Miguel a Baudelio, mirándole con recelo-. ¿Has entendido todo lo que tienes que hacer?
El ex médico asintió. Recobró brevemente un vestigio de orgullo profesional.
– Sé con exactitud lo que hay que hacer -le contestó éste, mirándole directamente a los ojos-. Cuando llegue el momento puedes confiar en mí y concentrarte en tu propio cometido.
No del todo convencido, Miguel se volvió. Tenían el supermercado Grand Union justo delante.
Carlos vio llegar la furgoneta Nissan de pasajeros. El aparcamiento no estaba demasiado lleno y la Nissan aparcó en una plaza libre justo al lado del Volvo familiar de Jessica. Cuando Carlos les vio aparcar se dirigió al interior del supermercado.
Jessica dijo a Angus, señalando el carrito del supermercado a medio llenar:
– Si te apetece alguna cosa en especial, no tienes más que cogerla.
– Al abuelo le gusta el caviar -dijo Nicky.
– Debería haberme acordado -dijo Jessica-. Vamos a coger un tarro.
Se dirigieron a la sección gastronómica, donde descubrieron una oferta especial con surtidos de caviar. Angus fue inspeccionando los precios y dijo:
– Es carísimo.
– ¿Tienes idea del dinero que gana tu hijo? -le preguntó Jessica en voz baja.
– Bueno -sonrió el anciano, bajando también la voz-, he leído en alguna parte que cerca de tres millones de dólares al año.
– El cerca es correcto -rió Jessica, encantada con la compañía de Angus-. Vamos a coger un poco.
Señaló una lata de caviar Beluga de doscientos gramos en una vitrina cerrada, que ostentaba el precio de 199,95 dólares.
– Esta noche nos lo tomaremos de aperitivo antes de la cena.
Justo en ese momento, Jessica advirtió a un hombre joven, delgado y bien vestido, acercándose a otra dienta, no muy lejos de ella. Parecía que le hacía una pregunta. La mujer meneó la cabeza. El joven se dirigió a otra señora. De nuevo, como si le hiciera una pregunta y una respuesta negativa. Con una pizca de curiosidad, Jessica contempló al hombre acercarse a ella.
– Disculpe, señora -dijo Carlos-. Estoy intentando localizar a una persona.
No había perdido a Jessica de vista, pero no se había dirigido hacia ella en primer lugar deliberadamente; en cambio, había dejado que ésta le viera hablando con los otros clientes.
Jessica advirtió su acento español, pero eso no era raro en Nueva York. También pensó que su interlocutor tenía una mirada dura y fría, pero no era asunto suyo.
– ¿Sí? -fue todo lo que le contestó.
– La señora Sloane.
– Yo soy la señora Sloane. -Jessica se quedó sorprendida.
– Señora, lamento tener que darle una mala noticia. -Carlos, con una expresión de gravedad en la cara, estaba representando muy bien su papel-. Su marido ha tenido un accidente. Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors. Yo he venido a buscarla para acompañarla allí. En su casa me han dicho que usted estaría aquí.
Jessica se quedó sin aliento y se puso pálida como la cera. Instintivamente, se llevó una mano a la garganta. Nicky, que había oído las últimas palabras, se quedó petrificado.
Angus, después de su asombro inicial, fue el primero en recuperarse y se hizo cargo de todo. Señaló el carrito:
– Jessie, déjalo todo ahí y vámonos.
– Se trata de papá, ¿verdad? -exclamó Nicky.
– Me temo que sí -dijo Carlos muy serio.
Jessica cogió al niño por los hombros.
– Sí, cariño. Ahora mismo vamos a verle.
– Venga conmigo, señora Sloane -dijo Carlos.
Jessica y Nicky, todavía aturdidos por la estremecedora noticia, siguieron rápidamente al joven del traje marrón hacia la puerta principal del supermercado. Angus iba detrás. Había algo que no encajaba, pero no sabía qué.
En el aparcamiento, Carlos les precedió en dirección a la furgoneta Nissan. Las dos portezuelas del lado del Volvo estaban abiertas. Carlos advirtió que la furgoneta tenía el motor en marcha y Luis estaba al volante. La silueta confusa de la parte trasera debía de ser Baudelio.
No había rastro de Rafael ni Miguel.
Cuando llegó a la altura del vehículo, Carlos dijo:
– Vayamos en la furgoneta, señora. Será…
– ¡No! ¡No! -Jessica, nerviosa y angustiada, revolvía en su bolso en busca de las llaves del coche-. Cogeré mi coche. Ya sé dónde está el hospital Doctors…
Carlos se interpuso entre el Volvo y Jessica y la agarró del brazo.
– Señora, es mejor que…
Jessica intentó desasirse, pero Carlos la apretó con más fuerza, empujándola hacia delante.
– ¿Pero qué hace? -gritó ella, indignada-. ¡Suélteme!
Por primera vez, Jessica empezó a pensar después del impacto de la terrible noticia que acababa de recibir.
Unos metros detrás, Angus comprendió de repente lo que había estado cavilando. El joven les había dicho en el supermercado: «Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors».
Pero ese hospital no aceptaba urgencias. Angus lo sabía por casualidad, porque el año anterior había visitado durante varios meses a un antiguo compañero suyo del ejército del aire que estaba ingresado allí, y acabó conociendo bastante bien el hospital. El hospital Doctors era grande y famoso, estaba cerca de Gracie Mansión, la residencia del alcalde, y en el trayecto que recorría Crawford para ir a trabajar. Pero las urgencias iban al hospital de Nueva York, varias manzanas hacia el sur… Y todos los conductores de ambulancias lo sabían.
¡Así pues, aquel joven mentía! Lo del supermercado había sido un montaje! Y lo que estaba pasando también era sospechoso. Dos hombres, cuyo aspecto desagradó profundamente a Angus, acababan de aparecer por detrás de la furgoneta. Uno de los dos, un matón enorme, se había reunido con el primer joven… ¡y estaban metiendo a Jessica a la fuerza en la furgoneta! Nicholas, un poco más rezagado, no se había dado cuenta.
– ¡Jessica, no entres! -gritó Angus-. ¡Nicky, corre! Huye…
No pudo concluir la frase. Un culatazo se abatió sobre la cabeza de Angus. Sintió un dolor agudo y abrasador; todo empezó a dar vueltas a su alrededor y luego se derrumbó, inconsciente. Luis se había bajado de la furgoneta rápidamente y le había atacado por la espalda. Casi de la misma embestida, Luis cogió a Nicholas.
– ¡Socorro! -empezó a chillar Jessica-. Por favor… auxilio… ¡Que alguien nos ayude!
El fornido Rafael, que estaba ayudando a Carlos a sujetar a Jessica, le tapó la boca con una mano inmensa, y con la otra la empujó al interior de la furgoneta. Él subió detrás de ella, sin dejar de sujetarla mientras ella chillaba y forcejeaba, con los ojos desorbitados.
– ¡Apúrate!* -gruñó Rafael a Baudelio.