Una pequeña investigación podría demostrar que no existía el tal «Superpan». El camión era uno de los seis vehículos que consiguió Miguel poco después de su llegada, empleando la tapadera de una agencia de alquiler ficticia. Habían empleado alguna vez el camión GMC para la vigilancia de Sloane y también para otros usos. Como los demás vehículos de la flotilla, habían pintado el camión varias veces, cambiándole también la leyenda de los costados. Todo ello gracias a la habilidad de Rafael. Ese día conducía el camión el miembro del grupo que faltaba, la mujer, Socorro, que se bajó de un salto de la cabina y fue a abrir las puertas posteriores.
Al mismo tiempo se abrió la portezuela trasera de la furgoneta Nissan y Carlos y Rafael cargaron rápidamente los tres bultos, con la cara cubierta, en el camión. Baudelio les siguió, tras recoger todo su equipo médico.
Miguel y Luis se quedaron trajinando en la furgoneta. Miguel despegó las láminas de plástico negro de los cristales; habían sido útiles para ocultarles, pero ahora eran un signo identificativo que había que destruir. Luis sacó un par de placas de matrícula de Nueva York que había escondido detrás del asiento del conductor.
Tras asegurarse de que nadie les observaba, Luis se bajó de la furgoneta y sustituyó las matrículas de Nueva Jersey por las de Nueva York. Tardó apenas unos segundos, ya que todos los vehículos del grupo estaban provistos de unas charnelas especiales que permitían cambiar la placa de la matrícula en un instante: la parte superior se levantaba y bastaba con hacer correr la placa hacia arriba y colocar la otra en su lugar. Luego se cerraba con un resorte.
Miguel, poco después de llegar a Nueva York, había comprado a través de un contacto del hampa varias matrículas de Nueva York y de Nueva Jersey, de vehículos que ya no estaban en circulación pero cuyos impuestos de circulación se tenían al día.
El sistema de matriculación de Nueva York, Nueva Jersey y otros muchos estados permitía la vigencia de las matrículas de cualquier vehículo aun después de ser desmantelado. Lo único que exigía la oficina de matriculación era el pago de las tasas y la presentación de la póliza de seguros -bastante fácil de conseguir también- del vehículo inexistente. Ni la oficina estatal ni la compañía de seguros, que renovaba las viejas pólizas por correo siempre y cuando se pagara la prima correspondiente, exigían la presentación del vehículo.
En consecuencia, existía un negocio boyante en los círculos criminales con esas matrículas que, aun ilegales, no constaban en ninguna lista negra y por lo tanto valían su peso en oro.
Miguel salió de la furgoneta Nissan con las láminas de plástico y las tiró a un rebosante contenedor de basura. Luis hizo lo mismo con las placas de matrícula de Nueva Jersey.
Después, Luis se sentó al volante del camión GMC que llevaba a Jessica, Nicholas y Angus inconscientes, y además a Miguel, Rafael, Baudelio y Socorro. Dieron un giro de 180 grados en dirección a la autopista, y a los diez minutos de salir de ella, ya estaban circulando por la I-95 en otro vehículo, siempre hacia el sur.
Carlos, al volante de la furgoneta Nissan, también dio media vuelta y se encaminó a la I-95, pero en dirección opuesta. Con la nueva apariencia que tenía la furgoneta después de quitarle los cristales oscuros y cambiarle las placas de matrícula de Nueva Jersey por unas del estado de Nueva York, era como miles de furgonetas corrientes y distinta de la descripción que habría hecho circular la policía de Larchmont.
Carlos tenía la misión de desembarazarse de la furgoneta Nissan, operación que también había sido planeada meticulosamente. A los seis kilómetros dejó la autopista y luego recorrió veinticuatro kilómetros más hacia el norte por carreteras de segundo orden, hasta White Plains. Allí se dirigió a un garaje público, un edificio de cuatro plantas contiguo a un centro comercial, el Center City Mall.
Carlos aparcó en la tercera planta y se entregó con aparente tranquilidad a su siguiente operación. Los clientes que aparcaban en las inmediaciones y entraban o salían de sus automóviles no parecían ni remotamente interesados por él o su furgoneta.
En primer lugar, Carlos limpió todas las superficies para dificultar la detección de huellas dactilares, por si las fuerzas de seguridad recuperaban la furgoneta incluso después de su cambio de aspecto. Su siguiente paso fue asegurarse de que no lo hicieran.
Sacó de la guantera de la furgoneta un estuche de espuma de polietileno. Dentro había una formidable cantidad de explosivo plástico, un pequeño detonador con un interruptor, cable eléctrico y un rollo de cinta aislante. Con la cinta sujetó el explosivo y el detonador debajo del asiento delantero, por la parte posterior y en un lugar no visible. Luego conectó con los cables la clavija del detonador a las manecillas interiores de las dos puertas delanteras. Después de tensar los dos cables con la portezuela apenas entornada, las cerró con llave. A partir de ese momento, abriendo cualquiera de las dos puertas se activaría la bomba.
Carlos examinó con atención el interior de la furgoneta para asegurarse de que no se veían el explosivo plástico ni los cables desde fuera.
Miguel había razonado que tardarían varios días en fijarse en la furgoneta, y para entonces los secuestradores y sus víctimas estarían muy lejos. Pero cuando se descubriera la furgoneta, una típica sorpresa terrorista pondría de relieve que había que tomarse en serio a los secuestradores.
Carlos abandonó el garaje por el acceso a la zona comercial y se dirigió en un transporte público a Hackensack, a reunirse con los demás.
El camión GMC recorrió otros diez kilómetros hacia el sur, hasta el desvío del Cross Bronx Expressway. Unos doce minutos más tarde cruzaba el río Harlem y, poco después, el puente George Washington sobre el río Hudson.
En mitad del puente, el camión y sus ocupantes salieron del estado de Nueva York y entraron en el de Nueva Jersey. Miguel y su banda de Medellín se hallaban ya muy cerca de su guarida de Hackensack.
13
Bert Fisher vivía y trabajaba en un minúsculo apartamento, en Larchmont. Tenía sesenta y ocho años y era viudo desde hacía diez. En sus tarjetas de visita decía que era reportero de prensa, aunque en la jerga periodística era más bien un colaborador free-lance.
Bert era el corresponsal local de varios medios de comunicación de alcance nacional, algunos de los cuales le pagaban una pequeña comisión fija. Él les procuraba información o les enviaba artículos, y las agencias le pagaban el material que decidían publicar. Como las noticias locales de las ciudades pequeñas tenían escasa o nula repercusión a escala nacional, era difícil publicar algo en un periódico importante o salir por antena de las principales emisoras de radio o de televisión. Por eso nadie amasaba fortunas como colaborador, y la mayor parte de ellos -como Bert Fisher- apenas ganaban para ir tirando.
Sin embargo, a Bert le gustaba su actividad. Durante la Segunda Guerra Mundial había servido en Europa, y trabajó para el periódico de las Fuerzas Armadas, Stars and Stripes. Aquello le metió el periodismo en las venas y desde entonces había sido un modesto trabajador de esa profesión. Aun entonces, pese a las pequeñas dificultades impuestas por la edad, seguía telefoneando todos los días a las fuentes locales y tenía en marcha varios receptores de radio para oír las comunicaciones de la Policía, los bomberos, las ambulancias y demás servicios públicos. No perdía la esperanza de que surgiera algún asunto de interés y que condujera a alguna noticia importante.
Así fue cómo oyó Bert la transmisión de la Policía de Larchmont que mandaba al coche patrulla 423 al supermercado Grand Union. Le pareció una llamada de rutina hasta que, poco después, el oficial alertó a la comisaría acerca de un posible secuestro. Cuando oyó la palabra «secuestro», Bert se enderezó, sintonizó la radio en la frecuencia de la Policía de Larchmont y comenzó a tomar notas.