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LaSalle descolgó el teléfono interior rojo de su mesa que comunicaba con la megafonía de todo el departamento de informativos.

«Sección de nacionales, LaSalle. Buenas noticias. Tenemos ahora mismo cobertura inmediata en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el edificio de la terminal están Partridge, Abrams y Van Canh, que esperaban conexión con otros vuelos. Abrams acaba de ponerse en contacto con la oficina de Dallas: tienen la historia y van a por ella. Algo más: una unidad móvil de comunicación vía satélite ha abandonado su destino y está en camino hacia el aeropuerto; no tardará en llegar allí. Tenemos reservada la transmisión vía satélite entre Dallas y Nueva York. Esperamos disponer de las imágenes para incluirlas en esta edición.»

Aunque intentó sonar lacónico, LaSalle tuvo grandes dificultades para disimular un deje de satisfacción en su voz. Como en respuesta, el sordo griterío de la Herradura ascendió por el hueco de la escalera desde la planta inferior. Crawford Sloane, en el estudio, se volvió y felicitó a LaSalle con el pulgar en alto.

Una secretaria colocó otro papel delante del editor de información nacional, que le echó una mirada y siguió anunciando:

«Y también este informe de Abrams: A bordo del Airbus accidentado hay 286 pasajeros, más los once miembros de la tripulación. El otro aparato, un Piper Cheyenne particular, se ha estrellado en Gainsville y no hay supervivientes. Hay más víctimas en tierra, pero no poseemos detalles del número ni de su gravedad. El Airbus ha perdido un motor y va a intentar aterrizar con el otro. Según el Control de Tráfico Aéreo, el fuego procede del motor arrancado. Fin del informe.»

LaSalle pensó que todo lo que acababa de llegar de Dallas en los últimos minutos era rotundamente profesional. Aunque no resultaba sorprendente, porque el equipo Abrams, Partridge y Van Canh era una combinación ganadora de la CBA. Rita Abrams, en su día corresponsal y en la actualidad realizadora de exteriores, se destacaba por su rápida valoración de las situaciones y su capacidad de recursos para conseguir una noticia, aun en las peores condiciones. Harry Partridge era uno de los mejores corresponsales del ramo. Normalmente estaba especializado en reportajes de guerra y, como Crawford Sloane, se había curtido en Vietnam, pero se podía confiar en su capacidad para realizar un trabajo excepcional sobre cualquier tema. Y el cámara Minh Van Canh, un vietnamita nacionalizado norteamericano, se distinguía por sus excelentes filmaciones, realizadas a veces en situaciones peligrosas y arriesgando su integridad física. El hecho de que estuvieran los tres en Dallas garantizaba unos resultados inmejorables en el tratamiento de aquella noticia.

Pasaba ya un minuto de la media y el boletín nacional Últimas Noticias había empezado. LaSalle pulsó un conmutador de su mesa para darle volumen a la pantalla que tenía encima de la cabeza y oyó la introducción de Crawford Sloane sobre el suceso del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En pantalla, una mano -de un redactor- le pasó otra hoja de papel. Evidentemente, contenía la información adicional que LaSalle acababa de dictar. Sloane le echó un vistazo y la incorporó, improvisando, al texto que tenía preparado.

Mientras, en el piso de arriba, en la Herradura, el talante había cambiado a raíz del comunicado de LaSalle. A pesar de la tensión y las prisas, se respiraba optimismo y animación sabiendo que la situación de Dallas estaba en buenas manos y no tardarían en llegar imágenes y una crónica completa. Chuck Insen y los demás estaban apretujados atendiendo a las pantallas, discutiendo, tomando decisiones, arañando segundos, cortando y remodelando reportajes para ganar el espacio necesario. Parecía que tendrían que acabar por suprimir también la historia del senador corrupto. Daba la impresión de que todo el mundo aportaba lo mejor de sí mismo, solucionando en un tiempo limitado lo que les exigía la situación.

Cruzaban órdenes y contraórdenes en su jerga:

– Que no se superpongan esas imágenes.

– Más corta esa copia, hombre…

– Quita la 16: «Corrupción»… Pero tenla a mano por si no llega Dallas.

– Estos quince segundos del final sobran, vuelven a contar lo que la gente ya sabe.

– La viejecita de Omaha no lo sabe…

– Pues fuera, nunca lo sabrá.

– Fin de la primera parte. Vamos a la cuña publicitaria. Hay que recortar cuarenta segundos.

– ¿Qué tiene la competencia sobre Dallas?

– Una narración del presentador, como nosotros.

– Necesito tiempo.

– Quita esa secuencia.

– Esto es como meter doce kilos de mierda en un bolsa de diez.

Un observador no familiarizado con la escena podría preguntarse: ¿Son seres humanos? ¿Es que les da igual? ¿No tienen emociones, no se sienten partícipes, son insensibles al dolor? ¿Alguno de ellos ha dedicado el menor pensamiento a esas trescientas personas aterrorizadas, encerradas en ese avión a punto de aterrizar y que pueden morir? ¿Es que no les importa lo más mínimo?

Y cualquier profesional de la información le contestaría: Sí, son seres humanos y les importa, y lo sentirán, quizá al final de la emisión. O cuando lleguen a su casa, asumirán el horror de todo esto y dependiendo de cómo acabe, algunos de ellos incluso llorarán. Pero ahora no tienen tiempo para esas pequeñeces. Son profesionales de la información. Su tarea consiste en transmitir los acontecimientos que pasan, buenos y malos, y además, deprisa, con eficiencia y sencillez para que «se pueda leer de corrido» según la antigua leyenda periodística.

A las 18.40 pues, a los diez minutos de emisión, de la media hora con que cuenta el último boletín nacional de noticias, el interrogante clave de quienes ocupaban la Herradura y la sala de redacción, el estudio y la sala de control seguía siendo: ¿Llegarán o no a tiempo la crónica y las imágenes del aeropuerto de Dallas-Fort Worth?

2

Para el grupo de cinco periodistas del aeropuerto de Dallas-Fort Worth, la sucesión de acontecimientos había empezado un par de horas antes, y alcanzó el punto culminante alrededor de las 17.10, hora centro de los Estados Unidos.

Se trataba de Harry Partridge, Rita Abrams, Minh Van Canh, Ken O'Hara, el técnico de sonido del equipo de la CBA, y Graham Broderick, un corresponsal extranjero del New York Times. Esa misma mañana, antes de amanecer, había salido de El Salvador rumbo a Ciudad de México, y después, tras una demora y un transbordo, habían llegado al aeropuerto de Dallas. En ese momento estaban esperando conectar con otros vuelos, algunos con destinos distintos.

Los cinco estaban agotados, no sólo de viajar durante todo el día, sino de los dos meses o más que llevaban viviendo a salto de mata para cubrir las distintas guerras que se libraban en Latinoamérica.

Estaban esperando la salida de su vuelo en uno de los bares del aeropuerto, el de la terminal 2 E, abierto las veinticuatro horas del día. La decoración del bar era de estilo posmoderno: rodeado por un seto artificial con plantas, exhibía unos paneles colgantes de tela a media altura y de color azul celeste, iluminados por unos focos en tono rosa. El periodista del Times les dijo que le recordaba una casa de putas de Mandalay.

Desde su mesa, situada junto a una cristalera, se veía la rampa de la puerta de embarque número 20. Harry Partridge pensaba haber salido por ella hacía unos minutos en un vuelo de la American Airlines hacia Toronto. Pero esa tarde, el vuelo se estaba retrasando y acababan de anunciar que saldría con una hora de demora.

Partridge, alto y desgarbado, llevaba un alborotado flequillo rubio que siempre le había dado un aspecto infantil, a pesar de sus cuarenta y tantos años y sus canas. En ese momento estaba relajado y no le importaban demasiado los retrasos ni ninguna otra cosa. Tenía por delante tres semanas de vacaciones, y necesitaba de veras descansar y relajarse.