Cuando terminó la transmisión, Bert sabía que debía dirigirse inmediatamente al lugar de los hechos. Pero primero debía telefonear a la emisora de televisión neoyorquina WCBA.
Un redactor de la WCBA-TV recibió la llamada de Bert Fisher.
La WCBA, filial de la CBA, era una prestigiosa cadena local de televisión que cubría el área de la ciudad de Nueva York. Tenía su sede en tres plantas de un bloque de oficinas de Manhattan, a unos dos kilómetros de la oficina principal. Aunque era una emisora local, tenía una enorme audiencia; y además, debido a la cantidad de noticias que generaba Nueva York, los informativos de la WCBA eran en muchos aspectos un microcosmos dentro de la emisora.
En una sala de redacción ajetreadísima, donde trabajaban treinta personas codo con codo en mesas muy apiñadas, el redactor buscó el nombre de Bert Fisher en un fichero con separadores.
– Vale -dijo-, ¿qué hay?
Escuchó las explicaciones del colaborador acerca del mensaje por radio de la policía y su intención de indagar sobre el terreno.
– Sólo un «posible» secuestro… ¿eh?
– Sí, señor.
Aunque Bert Fisher casi le triplicaba la edad a su joven interlocutor, mantenía cierta deferencia a su rango, heredada de otras épocas.
– De acuerdo, Fisher, ¡adelante! Llama inmediatamente si sale algo serio.
– Claro, señor, descuide.
Cuando colgó, el redactor pensó que la llamada podía ser tan sólo una falsa alarma. Por otro lado, a veces un notición se colaba inadvertidamente por canales inesperados. Estuvo considerando si mandar un equipo de rodaje a Larchmont, pero decidió que no. Por el momento, la información del colaborador era confusa. Además, los equipos disponibles ya estaban trabajando, así que ello supondría retirar a un equipo de una historia concreta. Y sin más información, tampoco se podía dar una noticia así.
Sin embargo, el redactor se dirigió a la mesa sobreelevada de la sala de redacción, desde donde presidía la directora de informativos, a quien puso al corriente de la llamada.
Después de escucharle, ésta confirmó su decisión. Pero después se le ocurrió una cosa y descolgó el teléfono que la conectaba directamente con la central de la CBA-News. Preguntó por Ernie LaSalle, el editor de información nacional, con quien a veces intercambiaba información.
– Mira -le dijo-, puede que en definitiva no sea nada. Y le repitió lo que le habían contado.
– Pero es en Larchmont -añadió-, y sé que Crawford Sloane vive 116 allí. Es una población pequeña, cabe la posibilidad de que se trate de algún conocido suyo, así que he pensado que tal vez quisieras decírselo.
– Gracias -le dijo LaSalle-. Si te enteras de algo más, comunícamelo, por favor.
Después de colgar el teléfono, Ernie LaSalle sopesó por un momento la importancia de la información. Lo más probable era que no fuera nada. Pero de todos modos…
Por instinto, descolgó el teléfono interior.
– Departamento de nacionales. LaSalle. Tenemos noticias de que en Larchmont, repito: Larchmont, Nueva York, la radio de la policía local ha informado de un posible secuestro. No hay más detalles. Nuestros colegas de la WCBA lo están siguiendo y nos tendrán informados.
Como siempre, las palabras del editor llegaron hasta el último confín de la central de la CBA-News. Algunos de los oyentes se preguntaron por qué habría difundido LaSalle algo tan insustancial por el sistema de megafonía. Otros, sin darse por aludidos, siguieron atendiendo sus tareas. En el piso inferior a la sala de redacción, los ejecutivos de la Herradura se pararon a escuchar. Uno de ellos comentó, señalando a Crawford Sloane a través de los cristales de su despacho privado:
– Si ha habido un secuestro, es una suerte que sea otro vecino de Larchmont y no Crawf. A menos que ése sea su doble.
Los otros se rieron.
Crawford Sloane oyó el anuncio de LaSalle por el altavoz de su despacho. Había cerrado la puerta para mantener una conversación privada con el director de la CBA-News, Leslie Chippingham. Sloane, al pedirle que le recibiera, supuso que se reunirían en el despacho de Chippingham, pero éste había decidido venir al despacho de Sloane.
Los dos escucharon las palabras del editor de nacionales, y la mención de Larchmont avivó el interés del presentador. En cualquier otro momento, habría acudido a la sala de redacción a por más información. Pero ahora no quiso interrumpir lo que se había convertido en un enfrentamiento sin cuartel que, para sorpresa de Sloane, no se estaba desarrollando en absoluto tal y como él se había figurado.
14
– Mi instinto me dice, Crawf, que tienes un problema -dijo el director de la CBA-News, iniciando la conversación.
– Tu instinto se equivoca -respondió Crawford Sloane-. Eres tú quien lo tiene. Tiene fácil solución, pero tienes que hacer varios cambios estructurales. Cuanto antes.
Leslie Chippingham suspiró. Era un veterano de los informativos de la televisión, con treinta años de profesión a la espalda. Había empezado su carrera a los diecinueve años como ordenanza en la NBC, para el Huntley-Brinkley Report, el primer programa informativo de la época. Desde entonces había aprendido que a los presentadores había que manejarlos con tanta delicadeza como un jarrón Ming y otorgarles la misma deferencia que a un jefe de Estado. La habilidad de Chippingham en ambas actividades, además de sus otros talentos, le había izado primero al puesto de director de realización y posteriormente le había permitido sobrevivir como directivo veterano, mientras otros trepadores -incluyendo a toda una manada de directores de informativos- eran relegados a puestos de segundo orden en la emisora o exiliados al olvido de la jubilación anticipada.
Chippingham tenía la ventaja de sentirse a gusto con todo el mundo y el don de conseguir que los demás se sintieran igual. Se decía de él que era capaz de despedirte haciendo que te pareciera bien.
– A ver… ¿Qué cambios? -preguntó a Sloane.
– No puedo seguir trabajando con Chuck Insen. Tiene que marcharse. Y cuando se elija al nuevo productor ejecutivo, quiero un voto de calidad.
– Bueno, bueno. Tienes razón en cuanto a que hay un problema -Chippingham eligió cuidadosamente las palabras-, aunque tal vez sea un problema distinto al que tú crees, Crawf.
Crawford Sloane miró a su jefe. Tenía una figura imponente, incluso sentado: Chippingham medía dos metros de estatura y pesaba unos cien kilos, bien proporcionados. Tenía una cara de rasgos irregulares, los ojos azules y su pelo era una maraña de rizos apretados, la mayoría grises. A lo largo de los años, una sucesión de mujeres habían tenido el particular placer de pasar los dedos entre los rizos de Chippingham, placer invariablemente seguido por otros. De hecho, las mujeres habían sido la debilidad de Les Chippingham durante toda su vida, y su conquista una afición irresistible. En ese momento, su vicio le tenía metido en un conflicto conyugal y económico, situación que Sloane desconocía, aunque sí sabía, como todo el mundo, que Chippingham era un mujeriego.
Sin embargo, Chippingham sabía que debía olvidar sus propias preocupaciones para lidiar con Crawford Sloane. Sería como caminar por la cuerda floja, como lo era siempre cualquier conversación con un presentador.
– Bueno, dejemos de irnos por las ramas -dijo Sloane- y vayamos al grano.
– A eso iba -asintió Chippingham-. Ambos sabemos que están cambiando muchas cosas en los departamentos de informativos de televisión.
– ¡Oh, Les, por el amor de Dios! ¡Pues claro! -le interrumpió Sloane, impaciente-. Por esto tengo problemas con Insen. Hemos de modificar el modelo de nuestro noticiario… disminuir el número de titulares breves y desarrollar con mayor detenimiento las noticias realmente importantes.