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– Sé a qué te refieres. No es la primera vez que se plantea. También sé lo que piensa Chuck… Y por cierto, ha venido a hablar conmigo esta mañana temprano, con quejas sobre ti.

Sloane abrió mucho los ojos. No esperaba que el productor ejecutivo tomara la iniciativa en su disputa; no era su forma habitual de proceder.

– ¿Y qué cree él que puedes hacer tú? -preguntó.

– Demonio… -Chippingham vaciló-. Bueno, supongo que no tengo por qué ocultártelo. Cree que tú y él sois incompatibles, que vuestras diferencias son irreconciliables. Chuck quiere que te vayas.

El presentador echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada:

– ¿Y quedarse él? ¡Es ridículo!

– ¿Ah, sí? -dijo el director mirándole a los ojos.

– Pues claro. Y tú lo sabes muy bien.

– Lo sabía antes. Ahora ya no estoy tan seguro.

Frente a ellos se extendía un terreno sin explorar. Chippingham se deslizó precavidamente por él.

– Lo que intento meterte en la cabeza, Crawf, es que ahora nada es como antes. Desde que se ha vendido la emisora todo está cambiando. Sabes tan bien como yo que los nuevos propietarios -de esta emisora y de las otras- están muy preocupados por el poder de los presentadores de las noticias de la noche. Los goliats que dirigen las empresas que se nos han tragado quieren que disminuya ese poder. También están en contra de algunos salarios elevados, que consideran desproporcionados con el rendimiento. Recientemente se ha estado hablando de pactos en la sombra.

– ¿Qué clase de pactos? -preguntó Sloane con aspereza.

– Según las noticias que tengo, son acuerdos pactados en los clubes y las residencias particulares de los grandes empresarios. Por ejemplo: Nuestra emisora no intentará robaros a los profesionales de la vuestra, a condición de que vosotros aceptéis no quitarnos a los nuestros. Así detendremos la escalada de salarios y podremos ir reduciendo los más altos.

– Eso es colusión, restricción del comercio. ¡Es absolutamente ilegal, maldita sea!

– Sólo si consigues demostrarlo -señaló Chippingham-. ¿Y cómo vas a hacerlo, si lo han arreglado todo de palabra, tomándose una copa en el Links Club o el Metropolitan, sin papeles ni nada parecido…?

Sloane guardó silencio y Chippingham dio otra vuelta de tuerca.

– Lo cual significa, Crawf, que éste no es el mejor momento para apretar las clavijas.

– Has dicho -terció Sloane bruscamente- que Insen se proponía sustituirme. ¿Por quién?

– Mencionó a Harry Partridge.

¡Partridge! Una vez más, pensó Sloane, se perfilaba como competidor. Se preguntó si habría sido Partridge el padre de la idea. Como si adivinara sus pensamientos, Chippingham añadió:

– Por lo visto, Chuck se lo comentó a Harry, que se sorprendió mucho con la idea, pero al parecer no le interesa. ¡Ah!, otra cosa que me ha dicho Insen: si se da el caso de que haya que elegir entre tú y él, no piensa abandonar sin luchar. Amenaza con llevarlo personalmente a la cúpula.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Hablar con Margot Lloyd-Mason.

– ¡Hablar con esa bruja! -estalló Sloane-. ¡No se atreverá!

– Creo que sí. Y tal vez sea una bruja, pero Margot es la que manda.

Como Les Chippingham sabía perfectamente.

La CBA había sido la última de las grandes cadenas de televisión que cayó en manos de lo que en la jerga del ramo se llamaba secretamente «La invasión de los filisteos». La expresión se refería a la adquisición de las emisoras por grandes empresas industriales cuya insistencia en aumentar constantemente los beneficios superaba todo sentido del honor y de los deberes públicos. Ello formaba un enorme contraste con el pasado, en que unos directivos como Paley de la CBS, Sarnoff de la NBC y Goldenson de la ABC, aun siendo acérrimos capitalistas, demostraban absoluta fidelidad a sus obligaciones públicas.

Hacía nueve meses, tras fracasar los intentos de la CBA por mantener su independencia, la Globanic Industries Inc., una multinacional con empresas en el mundo entero, se había hecho con la emisora de televisión. Como la General Electric, que había comprado recientemente la NBC, la Globanic era una importante contratista de defensa. Y también, igual que la General Electric, la Globanic tenía conexiones con el crimen organizado. En una ocasión, tras una investigación del tribunal supremo, la compañía fue multada y sus directivos condenados a cumplir penas de prisión por amañar ofertas y fijación de precios. En otra, la compañía fue declarada culpable de fraude al gobierno de los Estados Unidos por falsificar documentos contables de sus contratos con el ministerio de defensa. Se le impuso una multa de un millón de dólares, la máxima permitida, aunque era una suma ínfima comparada con el valor total de un solo contrato. Un comentarista escribió con motivo de la adquisición de la CBA: «La Globanic tiene demasiados intereses especiales para que la CBA no pierda parte de su independencia editorial. ¿Puede concebirse a partir de ahora a la CBA investigando a fondo un asunto en el que esté involucrada su poderosa propietaria…?».

Desde la adquisición de la CBA, los nuevos propietarios de la emisora habían proclamado públicamente que se respetaría la tradicional independencia de los servicios informativos de la CBA. Pero desde dentro se consideraba que tales promesas se revelaban falsas.

Las transformaciones de la CBA empezaron con la toma de posesión de Margot Lloyd-Mason como directora general de la emisora.

Mujer de conocida eficiencia, implacable y tremendamente ambiciosa, era ya consejera delegada de Globanic Industries. Se rumoreaba que su destino en la CBA era una prueba para ver si demostraba suficiente dureza para cualificarse como futura presidenta de la empresa multinacional.

Leslie Chippingham conoció a su jefe cuando ésta le mandó llamar a los pocos días de su incorporación. En lugar de la habitual llamada telefónica personal -cortesía instaurada por el predecesor de la señora Lloyd-Mason hacia los jefes de departamento-, recibió un perentorio mensaje de una secretaria indicándole que se presentara de inmediato en el cuartel general de la CBA de la Tercera Avenida. Se dirigió allí en una limusina con chófer.

Margot Lloyd-Mason era alta, rubia, con el pelo cardado, los pómulos altos, la tez levemente bronceada y unos ojos calculadores e inquisitivos. Llevaba un elegante traje de Chanel gris oscuro con una blusa de seda del mismo tono, más claro. Más tarde, Chippingham la describiría como «atractiva, pero despiadada».

La directora general exhibía un talante amigable pero frío.

– Puedes tutearme -dijo al director de la CBA-News como si fuera una orden. Luego, sin perder más tiempo, entró en materia-: Hoy llegará una comunicación acerca de un problema de Theo Elliott.

Theodore Elliott era el presidente de Globanic Industries.

– Ya ha llegado -dijo Chippingham-, un aviso de Washington, esta mañana. Proclama que nuestro rey de reyes ha defraudado unos cuatro millones de dólares en sus impuestos personales.

Chippingham había leído la noticia por casualidad en el teletipo de la Associated Press. Las circunstancias eran que Elliott había hecho unas inversiones que ahora eran declaradas ilegales desde el punto de vista fiscal. El creador del apaño iba a ser procesado judicialmente. Elliott no, pero debía compensar las cantidades defraudadas más una ingente suma en concepto de recargos.

– Theo me ha telefoneado -dijo Margot-, asegurándome que no tenía ni idea de que esas inversiones fueran ilegales.

– Supongo que algunos lo creerán -dijo Chippingham, consciente de la legión de abogados, asesores financieros y consejeros fiscales que tendría a su disposición alguien como el presidente de Globanic Industries.