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La mente de Crawford Sloane era un tumulto de emociones.

Vivió las siguientes horas en una especie de trance, esperando ser informado en cualquier momento de que todo el asunto había sido un malentendido, un error fácilmente explicable. Pero fueron pasando las horas, y el Volvo de Jessica, aparcado en el supermercado de Larchmont sin que nadie lo reclamara, hacía que esta esperanza fuera cada vez menos probable.

Lo que más preocupaba a Sloane en ese momento era el recuerdo de su conversación con Jessica la noche anterior. Era él quien había mencionado la posibilidad de un secuestro, y no era la coincidencia lo que le turbaba: sabía por experiencia que la vida real y las noticias estaban llenas de coincidencias, algunas veces increíbles. Pero en ese momento comprendía que su egoísmo y su presunción le habían hecho pensar que sólo él podía ser víctima de un secuestro. Jessica le había preguntado, incluso: «¿Y los familiares? ¿No podrían ser un objetivo también?». Pero él había rechazado la idea, creyendo que eso era imposible y no hacía falta proteger a Jessica y a Nicky. Y ahora, acusándose de indiferencia y negligencia, su sentimiento de culpabilidad era abrumador.

Naturalmente, estaba muy preocupado por su padre, aunque era evidente que la inclusión de Angus en el suceso era accidental. Había llegado inesperadamente y, por desgracia, había caído en la trampa de los secuestradores.

En otros momentos a lo largo del día, Sloane se reconcomía de impaciencia, anhelando hacer algo, cualquier cosa, aun a sabiendas de que era poco lo que podía hacer. Pensó en irse a Larchmont, pero luego comprendió que no ganaría nada con ello y encima estaría ilocalizable si se producían novedades. Otra de las razones para quedarse allí fue la llegada de tres agentes del FBI que iniciaron una frenética actividad en torno a Sloane.

El agente especial Otis Havelock, el veterano del trío, demostró inmediatamente que era «un tipo responsable», según la expresión de uno de los realizadores de la Herradura. Insistió en que se le condujera directamente al despacho de Crawford Sloane y una vez allí, después de presentarse, requirió la presencia del jefe de seguridad de la compañía. A continuación, el agente del FBI pidió ayuda por teléfono al departamento de policía municipal de Nueva York.

Havelock, bajito, atildado y calvo, tenía los ojos verdes, bastante hundidos y una mirada directa que nunca desviaba de la persona con la que estaba hablando. Su expresión de suspicacia permanente parecía decir: «Todo esto ya lo he visto y lo he oído muchas veces». Más adelante, Sloane y los demás constataron que su muda declaración era cierta. Con veintiún años de servicio en el FBI, Otis Havelock se había pasado la mayor parte de su vida tratando con las peores infamias humanas.

El jefe de seguridad de la CBA, un detective de la policía neoyorquina retirado, con el pelo entrecano, llegó rápidamente.

– Quiero vigilancia en toda esta planta -le dijo Havelock-, de inmediato. Las personas que han secuestrado a los familiares del señor Sloane pueden volver a intentarlo con él. Sitúe a dos guardias de seguridad junto a los ascensores y a otros dos en todas las escaleras. Deben verificar, y verificar minuciosamente, la identidad de todas las personas que entren o salgan de esta planta. En cuanto lo tenga organizado, emprenda un recuento exhaustivo de toda persona que se halle en esta planta. ¿Está claro?

– Clarísimo -protestó el otro-, y todos lamentamos mucho lo sucedido al señor Sloane. Pero no dispongo de efectivos ilimitados y lo que me está pidiendo es excesivo. Tengo otras responsabilidades de seguridad que no puedo desatender.

– Ya las ha desatendido -respondió con brusquedad Havelock, al tiempo que le enseñaba una tarjeta de identificación plastificada-. ¡Mire! La he utilizado para penetrar en el edificio. Se la mostré al guardia de la entrada y me dejó pasar.

El encargado de seguridad observó el carnet, que ostentaba la foto de un hombre de uniforme.

– ¿Quién es este hombre?

– Pregúnteselo al señor Sloane -dijo Havelock tendiendo la tarjeta a Crawford Sloane.

Éste la miró y, a pesar de su angustia, soltó una carcajada:

– ¡Es el coronel Gaddafi!

– La he encargado a propósito -explicó el agente federal-, y la utilizo algunas veces para demostrar a las empresas lo mal que funciona su servicio de seguridad. -Luego, dirigiéndose al alicaído jefe de seguridad-: Ahora, haga lo que le he dicho. Refuerce la vigilancia en esta planta y ordene a su gente que compruebe atentamente la documentación, incluidas las fotos.

Cuando el empleado salió, Havelock dijo a Sloane:

– La razón de que la seguridad sea deficiente en la mayor parte de las grandes compañías es que no es un departamento rentable; por tanto, los encargados de administración recortan ese presupuesto hasta la médula. Si hubiera habido un servicio de seguridad adecuado, se hubiera procurado protección para usted y su familia.

– Ojalá hubiera estado usted aquí para sugerirlo -dijo Sloane apesadumbrado.

Unos minutos antes, Havelock había telefoneado al departamento de policía de Nueva York y había hablado con el jefe de detectives, explicándole que se había producido un secuestro y pidiéndole protección para Crawford Sloane. En ese momento se oyó desde el exterior el sonido de varias sirenas que se acercaban y luego enmudecieron. A los pocos minutos entraron un teniente y un sargento de policía uniformados.

Tras las presentaciones, Havelock dijo al teniente:

– Quiero dos coches patrulla con radio ante la puerta, para señalar la presencia de la policía, un oficial apostado en cada puerta y otro en el vestíbulo principal. Diga a sus hombres que detengan e interroguen a cualquier sospechoso.

– Bien -respondió el teniente; y luego, dirigiéndose a Sloane, casi con reverencia-: le protegeremos, señor. En casa, mi mujer y yo siempre le vemos en el telediario. Nos gusta cómo lo hace usted.

– Gracias -dijo Sloane, con una inclinación de cabeza.

Los policías miraron a su alrededor, como con ganas de rezagarse por allí, pero Havelock lo tenía todo pensado:

– Pueden hacer un registro completo y mandar a alguien a la azotea. Echen un vistazo desde arriba a todo el edificio. Comprueben que no queda ninguna puerta sin cubrir.

Asegurándole que se haría todo lo posible, el teniente y el sargento salieron.

– Me temo, señor Sloane, que se va a hartar de verme -dijo el agente especial cuando se quedaron solos-. Me han ordenado que no me separe de usted. Ya ha oído que pensamos que puede ser usted el siguiente objetivo de los secuestradores.

– Yo también lo había pensado algunas veces -dijo Sloane, y luego, expresando el sentimiento de culpabilidad que sentía-: Pero nunca se me ocurrió que mi familia pudiera correr peligro.

– Porque usted pensaba racionalmente. Pero los criminales inteligentes son impredecibles.

– ¿Cree usted que tendremos que habérnoslas con esa clase de gente? -preguntó el presentador con nerviosismo.

La expresión del agente federal no cambió; él no solía perder el tiempo en frases de consuelo.

– No sabemos todavía qué clase de gente son. Pero he descubierto que conviene no subestimar nunca al enemigo. Si más adelante resulta que se ha sobrevalorado, mejor.

»No tardarán en llegar otros colegas míos -prosiguió Havelock-, aquí y a su casa, con artilugios electrónicos. Queremos grabar sus llamadas telefónicas, así que, mientras esté aquí, atienda todas las llamadas por su línea personal. -Señaló la mesa de Sloane-: Si los secuestradores se ponen en contacto con usted, haga lo de siempre: alargue la conversación todo lo posible, aunque hoy día se localizan las llamadas mucho más de prisa que antes, y los delincuentes también lo saben.