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Rita Abrams tenía que embarcar con destino a Minneapolis-Saint Paul, donde pensaba pasar unos días de vacaciones en la finca de un amigo, en Minnesota. También había previsto pasar allí un fin de semana con un ejecutivo casado de la CBA, dato que se reservaba para ella. Minh Van Canh y Ken O'Hara volvían a Nueva York, a su casa. Y también Graham Broderick.

El trío Partridge, Rita y Minh solía formar una frecuente combinación profesional. En su último viaje, O'Hara les había acompañado como técnico de sonido, por primera vez. Era joven, pálido y flaco como un espárrago, y se pasaba la mayor parte de su tiempo libre absorto en revistas de electrónica, como en ese preciso instante.

Broderick era el bicho raro, a pesar de que los de la tele y él cubrían a menudo los mismos destinos y en general se llevaban bien. Sin embargo, en ese momento, el reportero del Times -ampuloso, solemne y levemente pomposo- estaba peleón.

Tres de ellos habían bebido más de la cuenta. Las excepciones eran Van Canh, que sólo bebía refrescos, y el técnico de sonido, que había hecho durar una sola cerveza y había rechazado las demás rondas.

– Escucha, especie de ricachón hijo de tu madre -decía Broderick a Partridge, que se había sacado un billete del bolsillo-, he dicho que yo invitaba a esta ronda y es lo que pienso hacer.

Dejó dos billetes, uno de veinte dólares y otro de cinco, en la bandeja del camarero que acababa de servirles tres whiskies dobles y una bebida gaseosa.

– El que ganes el doble que yo por hacer menos de la mitad de trabajo no es razón para dar limosna a los de la prensa escrita…

– Oh, por los clavos de Cristo, Brod -exclamó Rita-, ya va siendo hora de que cambies de disco.

Rita había levantado la voz, como hacía algunas veces. Dos oficiales uniformados del servicio de seguridad del aeropuerto, con las siglas DFW, que estaban recorriendo la zona del bar, volvieron la cabeza con curiosidad. Rita les vio y les saludó con la mano. Ellos observaron al grupito, rodeado de cámaras y bultos que ostentaban el logotipo de la CBA. Los agentes de seguridad le devolvieron la sonrisa y continuaron su ronda.

Harry Partridge, que les estaba observando, pensó que, en ese momento, a Rita se le notaba la edad. Aunque exhalaba una intensa sexualidad, que había atraído a muchos hombres, tenía bastantes arrugas; y la dureza que la hacía tan exigente consigo misma como con los que trabajaban con ella le había hecho adoptar pequeños ademanes autoritarios que no siempre resultaban atractivos. Pero, por supuesto, había un motivo reciente: las tensiones y la pesada responsabilidad del trabajo que había compartido con Harry y los otros dos durante los dos últimos meses.

Rita tenía cuarenta y tres años, y hacía seis todavía aparecía en pantalla como corresponsal, aunque mucho menos que cuando era más joven y atractiva. Todo el mundo pensaba que era injusto aquel podrido sistema que permitía a los hombres aparecer en pantalla aun con signos evidentes de madurez en la cara, mientras las mujeres eran relegadas como concubinas inútiles. Unas cuantas mujeres habían intentado rebelarse y luchar contra el sistema, como Christine Craft, reportera y presentadora, que llevó su caso a los tribunales, pero sin éxito.

Pero Rita, en lugar de entablar un combate que sabía perdido de antemano, se había pasado al otro lado de la cámara, y había logrado un éxito rotundo como realizadora. Había importunado a los directores de realización para que le asignaran las misiones extranjeras más duras que siempre eran concedidas a hombres. Durante un tiempo, sus jefes varones se habían resistido, pero al final habían cedido. Al poco tiempo, Rita era enviada automáticamente, con Harry, a las batallas más sangrientas y las más duras condiciones de vida.

Broderick, que había estado meditando la última observación de Rita, añadió:

– Aunque vuestro sofisticado medio tampoco hace nada importante. Todas las noches, un remedo de noticiario desgrana superficialmente todo lo que ha sucedido en el mundo. ¿Cuánto dura? ¿Diecinueve minutos?

– Ya que estás dispuesto a bombardearnos -dijo Partridge afablemente-, la prensa seria debería dar los datos correctos: son veintiuno y medio.

– Menos siete para la publicidad -añadió Rita-, la cual, entre otras cosas, sirve para pagar el jugoso salario de Harry que te pone verde de envidia.

Rita, con su franqueza habitual, había dado en el clavo con lo de la envidia, pensó Partridge. Las diferencias en la remuneración de los periodistas de la televisión y los de la prensa siempre era un foco de fricción. En contraste con los ingresos anuales de Partridge, que ascendían a 250.000 dólares, Broderick, un periodista de primera clase, muy competente, probablemente ganaría unos 85.000.

El reportero del Times continuó, como si el hilo de sus pensamientos no hubiera sido interrumpido:

– Lo que produce en un día todo el departamento de informativos de vuestra emisora no llenaría ni media página de uno de nuestros periódicos.

– Es una comparación estúpida -replicó Rita-. Porque todo el mundo sabe que una imagen vale más que mil palabras. Nosotros facilitamos cientos de imágenes, llevando a la gente a donde se encuentra la noticia, para que la vea por sí misma. Ningún periódico de la historia ha hecho nunca nada semejante.

Broderick, con el whisky doble que estaba tomando en una mano, hizo un ademán de desprecio con la otra:

– Essso no tiene nada que veddd… -articuló con ciertas dificultades.

– ¿Por qué? -preguntó Minh Van Canh, que no era demasiado aficionado a participar en tales discusiones.

– Porque estáis más pasados que Matusalén. Las grandes cadenas de informativos se están muriendo. No habéis sabido ser más que un servicio de titulares, y ahora las emisoras locales os están breando. Utilizan la alta tecnología para la difusión de noticias de fuera, arrancando las entrañas de vuestro cadáver como si fueran buitres.

– Bueno -dijo Partridge, tan fresco-, hay quien lleva años repitiendo lo mismo. Pero no tienes más que mirarnos. Seguimos en la brecha con fuerza, porque la gente sigue buscando la calidad de nuestros noticiarios.

– Tienes toda la razón, caramba -dijo Rita-. Y te equivocas en otra cosa, Brod: las emisoras pequeñas están de capa caída. Algunos de nuestros colegas que dejaron las grandes cadenas, poniendo todas sus esperanzas en las emisoras locales, han regresado desalentados.

– ¿Por qué? -preguntó Broderick.

– Porque la dirección de las emisoras locales considera los informativos como una argucia, una promoción para aumentar sus ingresos. Utilizan esa nueva tecnología que acabas de mencionar para complacer a los espectadores de gusto más vulgar. Y cuando mandan a algún periodista de su departamento de informativos a cubrir una noticia, suele ser un novato que no entiende nada y no puede competir con un reportero experto y curtido, respaldado por una gran organización.

Harry Partridge bostezó. Se sabía esa conversación de memoria; era un juego para matar el tiempo libre pero que no requería esfuerzo intelectual, y no era la primera vez que se entretenían de esa forma.

Luego advirtió indicios de actividad a su alrededor.

Los dos agentes de seguridad que habían recorrido el bar por pura rutina y seguían por allí, se pusieron a escuchar atentamente por los walkie-talkies, que transmitían un aviso. Partridge captó las palabras:

«… Situación de Alerta Dos… colisión en vuelo… acercándose a la pista uno-siete, izquierda… preséntese todo el personal de seguridad…»

Bruscamente, los agentes abandonaron el bar a toda prisa. El resto del grupo también se dio cuenta.