El director del departamento expuso sus conclusiones:
– Eso es lo que queremos decir, Crawf, cuando afirmamos que no nos merecen confianza las agencias gubernamentales. En cambio, creemos que nosotros, con nuestra experimentada organización de noticias, acostumbrada al periodismo de investigación, tenemos más oportunidades de descubrir dónde tienen secuestrados a los tuyos.
Por primera vez en todo el día, Sloane se animó.
– Así pues -prosiguió Chippingham-, hemos decidido organizar nuestro propio equipo de investigación interno de la CBA-News. Nuestro esfuerzo se hará a nivel nacional, en primer lugar, y, si fuera necesario, a nivel internacional. Utilizaremos todos nuestros recursos, además de las técnicas de investigación que han funcionado en el pasado. Y vamos a designar a los mejores profesionales, los de mayor talento, desde ahora mismo.
Sloane sintió que le embargaba una oleada de gratitud y alivio.
– Les… Chuck… -empezó.
– No digas nada -le interrumpió Chippingham-. No hace falta. Por supuesto, lo hacemos por ti, pero sólo en parte… También nos concierne a nosotros.
– Ahora queremos preguntarte una cosa, Crawf. -Insen se inclinó hacia delante-. El equipo de investigación necesita un jefe, un corresponsal o un realizador experimentado, que se haga cargo de la dirección, que sepa moverse con soltura en ese campo y que goce de tu confianza. ¿Tienes alguna preferencia en especial?
Crawford Sloane vaciló apenas un instante, sopesando sus sentimientos personales frente a lo que estaba en juego.
– Quiero que lo haga Harry Partridge -declaró con firmeza.
2
Los secuestradores, como zorros que regresan a esconderse en su madriguera, se habían confinado en su cuartel general provisional, la propiedad arrendada al sur de Hackensack, Nueva Jersey.
Se trataba de una colección de construcciones viejas, arruinadas -la casa principal y tres dependencias-, que llevaban varios años sin habitar hasta que Miguel, después de estudiar los anuncios de alquiler de otras fincas, firmó un contrato por un año, pagándolo por adelantado. Un año era el tiempo mínimo de arrendamiento que le sugirieron los agentes inmobiliarios. Miguel, que no quería revelar que usarían la casa durante menos de un mes, aceptó las condiciones sin objeciones.
El tipo de propiedad y su ubicación -en una zona muy poco poblada- eran ideales por varios motivos. La casa era grande, podían acomodarse en ella los siete componentes de la banda colombiana y su mal estado no les importaba. Las naves adyacentes les permitían cobijar sus seis vehículos bien disimulados. No había ninguna otra finca habitada en las inmediaciones y los árboles y demás vegetación que la rodeaban la aislaban convenientemente del exterior. Otra de sus ventajas era la proximidad del aeropuerto de Teterboro, a poco más de dos kilómetros. Teterboro, un aeródromo utilizado principalmente por avionetas particulares, era un eslabón importante en los planes de los secuestradores.
Desde el principio de la conspiración, Miguel había previsto el revuelo que se originaría inmediatamente después del rapto, con controles de carretera y una investigación exhaustiva. Por tanto, decidió que cualquier intento inmediato de recorrer una larga distancia sería peligroso. Por otra parte, allí tendrían un buen escondite provisional, lejos de la zona de Larchmont.
La propiedad de Hackensack estaba a unos cincuenta kilómetros escasos del lugar del secuestro. La facilidad con que habían llegado hasta allá y la ausencia de persecución demostraba que -hasta el momento- los planes de Miguel habían funcionado.
Los tres prisioneros -Jessica, Nicholas y Angus Sloane- estaban en la vivienda principal. Drogados y todavía inconscientes, les llevaron a una habitación grande del piso de arriba. A diferencia del resto de la casa, destartalada y húmeda, habían limpiado a fondo la estancia y la habían pintado de blanco. También habían instalado varios puntos de luz, enchufes y unos fluorescentes en el techo, y en el suelo un linóleo verde claro, absolutamente nuevo. El ex médico, Baudelio, había diseñado y supervisado todas las reformas, que llevó a cabo el manitas del grupo, Rafael.
Dos camas de hospital con barandilla se alzaban en el centro de la habitación. Una la ocupaba Jessica, y la otra el niño. Tenían los brazos y las piernas atados con unas correas, en previsión de que recobraran el conocimiento, aunque, de momento, ésa no era su intención.
A pesar de que la anestesiología no era una ciencia exacta, Baudelio confiaba en que sus «pacientes» -pues así los consideraba- permanecerían sedados durante otra media hora, o tal vez más.
Junto a las dos camas de hospital habían colocado precipitadamente una cama metálica con un colchón, para acomodar a Angus, cuya presencia no habían previsto. A causa de la improvisación, Angus tenía las piernas atadas con cuerdas en vez de con correas. Miguel, contemplándole desde el otro extremo del cuarto, todavía no sabía qué hacer con él. ¿Debían matarle y enterrar su cadáver en el jardín después del anochecer? ¿O debía incluirle en los planes originales? Tenía que tomar una decisión cuanto antes.
Baudelio trabajaba junto a las tres figuras yacentes, preparando unas bolsitas de suero y colgándolas de unas perchas. Sobre una mesita cubierta por un lienzo verde, había colocado su instrumental, unas bandejitas y las ampollas de fármacos. Aunque seguramente sólo necesitaría los catéteres intravenosos para administrar los calmantes mezclados con el suero fisiológico, Baudelio tenía la costumbre de prever todo lo necesario por si se presentaba una emergencia o alguna dificultad. Le asistía Socorro, la mujer vinculada tanto al cártel de Medellín como a Sendero Luminoso; durante sus años de clandestinidad en los Estados Unidos había sacado el título de ayudante sanitario.
Socorro, con el pelo negro azabache sujeto en un moño en la nuca, tenía un cuerpo menudo y ágil, la tez olivácea y unos rasgos que podrían haber sido bonitos si no ostentaran una permanente expresión de amargura. Aunque hacía todo lo que se le pedía y no esperaba privilegio alguno en razón de su sexo, Socorro apenas abría la boca y nunca revelaba lo que pensaba. También había rechazado, con francas blasfemias, las proposiciones sexuales de algunos de sus compañeros.
Por esos motivos, Miguel había utilizado a Socorro como «la inescrutable». Estaba al corriente de su doble afiliación y de que el propio Sendero Luminoso había insistido en la inclusión de Socorro en el grupo, pero no tenía ninguna razón para desconfiar de ella. Sin embargo, se preguntaba algunas veces si el prolongado roce de Socorro con la sociedad norteamericana habría minado su lealtad hacia Colombia y Perú; cuestión que la propia Socorro sería incapaz de aclarar.
Por una parte, ella siempre había sido una revolucionaria, canalizando al principio su fervor en la guerrilla colombiana del M-19 y más recientemente -y con mayor provecho- en el cártel de Medellín y Sendero Luminoso. Sus convicciones respecto a los gobiernos colombiano y peruano eran tales que estaba deseando ver muerta a la vil clase dominante y se uniría gozosa a la matanza. Al mismo tiempo, la habían adoctrinado para que considerara las estructuras del poder en los Estados Unidos como el mismo demonio. Sin embargo, después de vivir tres años en esa nación y recibir un trato amable en lugar de la hostilidad y la opresión previstas, le resultaba difícil seguir despreciando y considerando enemigos a Norteamérica y a sus habitantes.
En ese momento, hacía todo lo posible por odiar a los tres cautivos -rica escoria burguesa, se decía- sin conseguirlo del todo… lo cual era un desastre… porque la compasión era un sentimiento despreciable para un revolucionario.
Pero una vez fuera de ese país desconcertante, como estarían todos muy pronto, Socorro estaba segura de que lo haría mejor, recobraría sus fuerzas y estaría más convencida de sus odios.