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Balanceándose hacia atrás en una silla, al fondo de la habitación, Miguel dijo a Baudelio:

– Explícame qué estás haciendo.

Su tono dejaba bien claro que era una orden.

– He de darme prisa, porque los efectos del Midazolam que les he administrado no tardarán en desaparecer. Entonces les pondré una inyección de Propofol, un anestésico intravenoso, de efectos más prolongados que el otro y más apropiado para la situación presente.

Mientras iba realizando su tarea y seguía hablando, Baudelio parecía transformado: su lúgubre aspecto espectral había dejado paso al experto anestesiólogo que había sido en el pasado. El mismo efecto, una chispa de dignidad perdida desde antiguo, había aparecido poco antes del secuestro. Pero no mostraba la menor preocupación, ni entonces ni nunca, por el hecho de que sus conocimientos fueran rebajados a fines criminales, ni de que las circunstancias que estaba compartiendo fueran despreciables.

– El Propofol -continuó- es una droga muy delicada. La dosis óptima para cada individuo varía, y su exceso en el torrente sanguíneo puede producir la muerte. O sea que, al principio, hay que administrar dosis experimentales y mantener una escrupulosa observación.

– ¿Estás seguro de saber manejarlo? -preguntó Miguel.

– Si tienes alguna duda -respondió sarcásticamente Baudelio-, puedes llamar a otro.

Como Miguel no le contestó, el ex médico prosiguió:

– Como estas personas estarán inconscientes cuando las traslademos, debemos asegurarnos de que no se asfixien aspirando posibles vómitos. Por lo tanto, mientras esperamos, les impondremos un período de dieta rigurosa. Sin embargo, no debemos permitir que se deshidraten, así que les administraré líquido por vía intravenosa. Y al cabo de cuarenta y ocho horas, que es el tiempo que tenemos, según me has dicho, los tendremos dispuestos para meterlos ahí.

Baudelio señaló con la cabeza la pared que tenía a su espalda.

Había dos ataúdes abiertos, apoyados contra la pared, forrados de seda y de sólida construcción, uno más grande que otro. Les habían desatornillado las bisagras de las tapas, que habían retirado a un lado.

Los ataúdes recordaron una cuestión a Baudelio.

– ¿Quieres que lo prepare o no? -preguntó a Miguel señalando a Angus.

– ¿Tienes provisión de medicamentos para él, si nos lo llevamos?

– Sí. Hay toda clase de productos en reserva por si acaso saliera algo mal. Pero necesitaremos otro… Su mirada regresó a los ataúdes.

– No hace falta que me lo recuerdes -dijo Miguel con irritación.

Pero seguía sin decidirse. Las órdenes originales de Medellín y Sendero Luminoso especificaban el secuestro de la mujer y el niño y luego, lo antes posible, su traslado a Perú. Los ataúdes serían su medio de transporte; habían tramado una historia falsa en previsión de cualquier investigación del servicio de aduanas de los Estados Unidos. Una vez en Perú, los prisioneros se convertirían en rehenes de lujo, u objeto de negociación en pago de las exigencias de Sendero Luminoso, cuya naturaleza todavía no había sido revelada. ¿Pero sería la inesperada presencia del padre de Crawford Sloane una baza más, o más bien un riesgo y una carga innecesarios?

Si hubiera existido algún medio para ello, Miguel se lo hubiera consultado a sus superiores. Pero el único canal seguro de comunicación estaba cerrado para él en ese momento, y utilizar los teléfonos de los coches significaría dejar pistas localizables. Miguel había insistido mucho a todo el grupo operativo de Hackensack en que los teléfonos eran sólo para comunicarse entre dos vehículos o entre un coche y el cuartel general. Estaba terminantemente prohibido telefonear a otros números. Las escasas llamadas imprescindibles al exterior se habían hecho desde teléfonos públicos.

Por lo tanto, la decisión era únicamente suya. También debía considerar que la obtención de otro ataúd representaba correr riesgos adicionales. ¿Valía la pena?

Miguel razonó que sí. Sabía por experiencia que seguramente, tras dar a conocer sus exigencias, Sendero Luminoso habría de matar a alguno de los rehenes y luego dejar su cadáver en lugar visible, para demostrar la seriedad de los secuestradores. La presencia de Angus Sloane representaría la posesión de un individuo más para tal propósito, permitiéndoles ejecutar más tarde a la mujer o al niño si había que repetir tal demostración. Así que, en ese sentido, el cautivo de más era una ventaja.

– Sí -dijo Miguel-, nos llevaremos al viejo.

Baudelio asintió. Pese a su fachada de seguridad, ese día estaba nervioso en presencia de Miguel, porque la noche anterior había cometido una imprudencia, una grave falta, que podía comprometer la seguridad de todos ellos. Solo en la casa, en un momento de profunda soledad y desaliento, había telefoneado a Perú desde uno de los teléfonos de coche. Había hablado con una mujer, su desastrada compañera, su única amiga, cuya compañía de borracheras añoraba profundamente.

A causa de la ansiedad permanente de Baudelio por aquella llamada, tardó en reaccionar cuando de repente, inesperadamente, se les planteó un problema.

Jessica, durante el forcejeo en el aparcamiento del supermercado de Larchmont, sólo tuvo un momento o dos, el primero de sorpresa y el segundo de horror, para entender la enormidad del acontecimiento. Después de que acallaran sus gritos tapándole la boca con la mordaza, siguió luchando feroz y desesperadamente, consciente de que aquellos brutales desconocidos también habían cogido a Nicky y habían golpeado salvajemente a Angus. Pero un instante más tarde, el fuerte sedante que le inyectaron en la vena la sumió en la oscuridad y la inconsciencia.

Pero entonces, sin saber cuánto tiempo llevaba así, revivía, recobraba la memoria. Empezó a percibir, al principio veladamente y luego con mayor claridad, algunos sonidos en torno suyo. Intentó moverse, hablar, pero comprobó que no podía. Cuando dio la orden a sus ojos, tampoco logró abrirlos.

Se sentía como en el fondo de un pozo de oscuridad, intentando hacer algo, cualquier cosa, pero incapaz de hacer nada.

Luego, cuando fueron pasando unos minutos, las voces adquirieron nitidez y el recuerdo de lo pasado en Larchmont se agudizó.

Por fin, Jessica logró abrir los ojos.

Baudelio, Socorro y Miguel no la estaban mirando y no se dieron cuenta.

Jessica advirtió que estaba recobrando el conocimiento, pero no entendía por qué no podía mover los brazos ni las piernas más que unos milímetros. Después vio que tenía el brazo izquierdo sujeto por una correa y comprendió que estaba en lo que parecía una cama de hospital, y que su otro brazo y sus dos piernas también estaban inmovilizados.

Volvió un poco la cabeza y lo que vio la dejó helada de espanto.

Nicky estaba en otra cama, atado igual que ella. Un poco más lejos, Angus también estaba atado con cuerdas. Y más allá -¡Oh, Dios mío, no…! -vio dos ataúdes abiertos, uno más grande que el otro, claramente destinados a Nicky y a ella misma.

Al cabo de un instante empezó a chillar y a forcejear salvajemente. En su enloquecido terror, consiguió de alguna manera soltarse el brazo izquierdo.

Al oír los gritos, los tres terroristas se volvieron hacia ella. De momento, Baudelio, que debía haber intervenido al instante, se quedó demasiado pasmado para reaccionar. Jessica ya les había visto.

Debatiéndose con furia, alargó el brazo izquierdo, en una búsqueda desesperada de algo que le sirviera de arma para defenderse ella misma y a Nicky. La mesa con el instrumental estaba junto a ella. Tanteando frenética con la mano, agarró lo que le pareció un pequeño cuchillo. Era un escalpelo.

Baudelio, recobrando el sentido, se abalanzó hacia ella. Al ver que Jessica había liberado un brazo, intentó amarrárselo con ayuda de Socorro.

Pero Jessica fue más rápida. En su desesperación, se puso a agitar el objeto afilado, asestando unos tajos salvajes, que acertaron en la cara de Baudelio y en la mano de Socorro. Al principio aparecieron unas finas listas rojas sobre la piel, pero al momento empezó a manarles la sangre abundantemente.