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– Tuyo es -replicó Sloane-. Le meteremos en el próximo Concorde que despegue de Londres.

– Si no te importa -dijo Partridge-, me gustaría hacerte unas preguntas, y así tendré material para ir pensando por el camino.

– Desde luego. Adelante.

Lo que siguió fue casi una réplica de las preguntas formuladas por el agente Havelock. ¿Había recibido amenazas? ¿Alguna enemistad concreta? ¿Algún suceso o experiencia extraño? ¿Tenía alguna idea, aun descabellada, de quién…? ¿Había algún dato que no se hubiera dado por televisión?

El interrogatorio era necesario, pero las respuestas fueron todas negativas.

– ¿No se te ocurre nada -insistió Partridge-, algún pequeño incidente, quizás, que despreciaras en su momento, o que apenas llegaras a advertir, que pueda guardar relación con el suceso?

– De momento, no -respondió Sloane-, pero lo pensaré.

Después de colgar, Partridge terminó sus preparativos. Antes de la llamada de Sloane ya había empezado a hacer una maleta que acababa de vaciar hacía menos de una hora.

Telefoneó a Air Canada e hizo una reserva en el vuelo que salía del aeropuerto internacional Pearson de Toronto a las 14.45. Tomaría tierra en el aeropuerto de La Guardia de Nueva York a las cuatro de la tarde. Después llamó a un radiotaxi para que le recogiera a los veinte minutos.

Cuando tuvo cerrado el equipaje, garabateó una nota de despedida para Vivien. Sabía que se quedaría decepcionada por su abrupta partida, como él. Junto a la nota le dejó un sustancioso cheque para pagar los arreglos del apartamento que habían decidido entre los dos.

Mientras pensaba dónde dejaba la nota y el cheque, sonó un timbre: era el interfono del portal. Ya había llegado el taxi.

Lo último que vio antes de irse fueron las entradas para el concierto de Mozart del día siguiente, sobre el aparador. Reflexionó con tristeza que aquello -lo mismo que otras entradas e invitaciones anteriores desaprovechadas- representaba, más que cualquier otra cosa, la irregularidad de la vida de un periodista de televisión.

El vuelo de Air Canada era directo, en un 727 sólo de clase turista. El escaso número de pasajeros permitió a Partridge tumbarse en la sección de tres asientos para él solo. Había asegurado a Sloane que reflexionaría sobre el caso durante el viaje a Nueva York y pretendía empezar a organizar los pasos que deberían dar en el equipo de investigación de la CBA-News. Pero disponía de una información muy escueta, y, evidentemente, insuficiente. Así que, al cabo de un rato, abandonó, pidió un gin-tonic y dejó volar sus pensamientos.

Pensó en Jessica y en su relación con ella desde una perspectiva personal. A lo largo de los años, tras su regreso de Vietnam, se había acostumbrado a considerar a Jessica únicamente como parte del pasado, como una mujer a la que había amado, pero que ya no le importaba y que, en cualquier caso, estaba fuera de su alcance. Hasta cierto punto, reflexionó Partridge, había sido un acto de autodisciplina, un mecanismo de defensa para no compadecerse de sí mismo, pues ése era un sentimiento que aborrecía.

Pero al saber que Jessica corría peligro, admitió que le importaba tanto como antes, que nunca había dejado de quererla. Reconócelo, sigues enamorado de ella. Sí, completamente. Y no de un brumoso recuerdo, sino de una persona de carne y hueso.

Por tanto, fuera cual fuera su función en el rescate de Jessica -y había sido Crawford Sloane quien le había dado la batuta-, Partridge sabía que su amor por ella le guiaría y le sostendría, aunque tuviera que guardar ese amor en secreto, abrasándole por dentro.

Luego, con un característico toque de ese humor suyo tan peculiar, se preguntó: ¿Es una deslealtad?

¿Deslealtad con quién? Por supuesto, con Gemma, que había muerto.

¡Ah, querida Gemma! Esa mañana, al recobrar la única excepción a su aparente incapacidad para llorar, casi había dejado que le invadiera el recuerdo de Gemma. Pero lo había rechazado, porque le resultaba insoportable. Y entonces volvieron a acosarle sus recuerdos. Ella siempre vuelve, pensó.

Varios años después de su corresponsalía en Vietnam y otros destinos arriesgados, la CBA-News mandó a Partridge a Roma de corresponsal residente. Permaneció allí cerca de cinco años.

En el ramo de la televisión, ser destinado a Roma se consideraba un chollo. Había un buen nivel de vida, el coste de la vida era bajo comparado con el de otras ciudades, y, a pesar de las presiones y las tensiones que llegaban inevitablemente desde Nueva York, el ritmo de trabajo era agradable y tranquilo.

Además de informar sobre las historias locales y desplazarse por el país en busca de otras, Partridge cubría el Vaticano. Así que había viajado en varias ocasiones en el avión papal, acompañando al Papa Juan Pablo II en sus peregrinaciones internacionales.

Fue en uno de esos viajes papales cuando conoció a Gemma.

A Partridge le hacía mucha gracia la suposición de los profanos de que un viaje papal era un ejercicio de decoro y comedimiento. En la sección de prensa en particular, en la cola del aparato, más bien era lo contrario. Invariablemente, proliferaban el jolgorio y las copas -alcohol sin restricciones y gratis- y tampoco eran infrecuentes los escarceos sexuales durante los largos vuelos nocturnos.

Un corresponsal colega suyo había descrito a Partridge el avión papal en distintos estratos, como el Inferno de Dante, escalonados desde el infierno hasta el cielo. (Aunque no había ningún aparato concreto destinado permanentemente a los desplazamientos del Papa, la especial configuración interior de todos los aviones solía ser la misma.)

En la parte delantera había una espaciosa cabina dispuesta para el pontífice, con una cama y dos o tres sillones amplios y cómodos.

La sección inmediatamente posterior era para los miembros más eminentes del séquito papaclass="underline" su secretario de Estado, algunos cardenales, el médico del Papa, su secretario y su mayordomo. A continuación, tras otra división, había una cabina para los obispos y otros clérigos de inferior categoría.

Entre las dos cabinas delanteras, y según el tipo de avión, había un compartimiento donde se guardaban los regalos que iba recibiendo el Papa durante el viaje. Era una colección inevitablemente extensa y valiosa.

Finalmente, estaba la última sección del aparato, para los periodistas. La disposición de los asientos era como la de la clase turista, pero con un servicio correspondiente al de primera clase, muchas azafatas, y una comida y unos vinos excelentes. También había espléndidos regalos para la prensa, en general de parte de la compañía aérea en cuestión, que solía ser Alitalia. Las líneas aéreas, con un astuto departamento de relaciones públicas, sabían reconocer las buenas oportunidades para hacerse propaganda.

Y en cuanto a los periodistas en sí, formaban un grupo homogéneo de profesionales, una mezcla internacional de reporteros de prensa, radio y televisión, con sus equipos técnicos, todos ellos con intereses normales, su normal escepticismo, y cierta tendencia, algunas veces, a un comportamiento irreverente.

Aunque ninguna cadena de televisión lo admitiría abiertamente, en el fondo todas preferían que los corresponsales encargados de los temas religiosos, como los viajes papales, no estuvieran comprometidos profundamente con ninguna fe. Temían que un adepto religioso les mandaría reportajes beatos. Preferían un sano escepticismo.

En ese aspecto, Harry Partridge encajaba a la perfección.