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Unos siete años después de sus experiencias en los vuelos pontificios, Partridge sentía una gran admiración por el reportaje de Judd Rose, de la ABC, acerca de la visita del Papa Juan Pablo II a Los Ángeles en 1987. Rose lograba con éxito en su comentario un tono intermedio entre el reportaje imparcial y el pirronismo.

Para la capital de los medios de comunicación que es Hollywood, éste es un acontecimiento de masas enviado del cielo. Toda la pompa de una boda real, la animación de un macroestadio, con un reparto multitudinario y una estrella radiante en el centro… La tecnología de la era espacial y la imaginería dramática son la clase de acto que ofrece Juan Pablo, y que la cámara adora.

El Papa es cuidadosamente manejado y controlado. Habla mucho pero rara vez se le puede hablar. Los periodistas sólo pueden hacerle preguntas en breves sesiones, a bordo del avión, durante los viajes… La cobertura informativa ha sido exhaustiva. El viaje papal se ha convertido en una extravagancia electrónica como Live Aid o Liberty Weekend, y algunos católicos se preguntan si alguien advertirá la diferencia.

La teología y la tecnología forman una sólida unión y Juan Pablo II la está utilizando para predicar su mensaje como no lo había logrado ningún otro Papa antes que él. El mundo le está contemplando, pero la auténtica prueba para el gran comunicador es saber si también le está escuchando.

Era uno de los viajes más largos del Papa Juan Pablo II, a cerca de una docena de países centroamericanos y caribeños, en un DC-10 de Alitalia. Habían volado durante la noche y, por la mañana temprano, unas dos horas antes de la hora prevista para el aterrizaje, el Papa apareció sin avisar en la sección de prensa de la cola. Llevaba su atuendo de diario: sotana blanca, el solideo en la cabeza y calzando mocasines marrones, lo cual era normal, salvo cuando se vestía especialmente para una misa papal.

Se detuvo junto a Partridge con expresión pensativa. En la cabina de prensa empezaron a encenderse los focos de las cámaras de televisión; algunos reporteros pusieron en marcha sus grabadoras.

Partridge se levantó y deseando iniciar una conversación interesante, inquirió cortésmente:

– ¿Ha dormido bien Su Santidad?

– Poco -respondió el Papa, sonriendo.

– ¿Poco, Su Santidad? -preguntó Partridge, desconcertado-. ¿Quiere decir pocas horas?

No obtuvo respuesta, sólo una leve inclinación de cabeza. Aunque Juan Pablo II era un consumado lingüista en varios idiomas, cometía algunos solecismos. Partridge habría podido conversar adecuadamente en italiano, pero quería obtener las palabras del papa en la lengua de los espectadores de la CBA.

Decidió formularle una pregunta más noticiable. Durante varias semanas se estaba barajando la posibilidad, discutida y controvertida, de una visita papal a la Unión Soviética.

– Su Santidad -preguntó Partridge-, ¿piensa ir a Rusia?

– Sí. -Fue una respuesta clara y audible. Y luego añadió-: Los polacos y los rusos son esclavos. Pero también son hijos de Dios.

Antes de que nadie pudiera decir nada más, el Papa dio media vuelta y salió en dirección a su zona reservada del avión.

Entre los reporteros hubo un murmullo en varios idiomas, de interrogantes y especulación. Las azafatas de Alitalia, que estaban preparando los desayunos, dejaron su trabajo y se pusieron a escuchar atentamente. Una voz destacó entre las otras:

– ¡Habéis oído lo que ha dicho: esclavos!

Partridge miró a su cámara y su técnico de sonido. Ambos asintieron.

– ¡Lo hemos cogido! -dijo el ingeniero de sonido.

Alguien rebobinó la cinta de su grabadora. Se oyó claramente la palabra «esclavos».

– Ha querido decir «eslavos» -intervino con vacilación el enviado de una agencia de prensa británica-. Él también es eslavo. Se entiende.

– «Esclavos» nos daría una historia sensacional -propuso en seguida otra voz.

Y era verdad. Partridge también lo sabía. Una transcripción literal del calificativo de «esclavo» desencadenaría el interés mundial, grandes discusiones y tal vez originase un incidente diplomático, con acusaciones e intercambios entre el Kremlin, Varsovia y el Vaticano. Podía ser embarazoso para el Papa y estropearle su viaje triunfal.

Partridge era uno de los profesionales de más edad y experiencia a bordo y gozaba del respeto de sus colegas. Algunos le miraron, en espera de su decisión.

Lo meditó brevemente. Era una anécdota imprevista, algo que no solía acontecer en los viajes papales. Tal vez no hubiera otra. Él, como escéptico, se inclinaba a utilizarla. Y sin embargo… el escepticismo no podía pisotear la normal decencia; y para algunos periodistas, la ética existía.

Tomando una decisión, Partridge dijo claramente para que todos le oyeran:

– Ha querido decir «eslavos». No pienso usar esa historia. No hubo discusiones, ni consenso o acuerdo formal, pero más tarde fue evidente que nadie utilizó el incidente.

Mientras los reporteros y los técnicos regresaban a sus asientos, las azafatas de Alitalia reanudaron su tarea.

Cuando Partridge recogió la bandeja del desayuno, la suya ostentaba un extra que no tenían las demás: un jarro de cristal con una rosa.

Miró a la joven azafata que le había tendido la bandeja y que le sonreía desde arriba, con su elegante uniforme verde y negro. Él ya se había fijado en ella con anterioridad, y había oído a las otras azafatas llamarla Gemma. Pero entonces se quedó sin aliento por su proximidad y, durante un instante, sin habla.

Después siempre recordaba a Gemma, sobre todo en los momentos de terrible soledad, tal y como estaba en aquel instante mágico: a los veintitrés años, hermosa, con una melena oscura y brillante, sus resplandecientes ojos castaños, irradiando vida como una flor fragante por la mañana en el fresco aire de primavera, en una ladera verde iluminada por el sol.

Con inusitada timidez, Partridge señaló la rosa. Más tarde se enteró de que ella había ido personalmente a cogerla a hurtadillas en el compartimento privado del Papa.

– ¿Por qué este regalo? -le preguntó él.

Ella le sonrió y le dijo, con un dulce acento italiano:

– Te la he traído porque eres un hombre bueno. Me gustas.

Y él le respondió una inadecuada banalidad:

– Tú también me gustas.

Pero banal o no, en ese momento empezó su gran amor, su duradero amor por Gemma.

Partridge recondujo sus pensamientos al presente justo antes de que el vuelo de Air Canada tomara tierra en Nueva York. Fue el primero que abandonó el avión y cruzó a buen paso la terminal de La Guardia. Como sólo llevaba equipaje de mano, salió del aeropuerto sin demora y cogió un taxi hasta el cuartel general de la CBA-News.

Se dirigió al despacho de Chuck Insen, pero lo encontró vacío. Un realizador de la Herradura le llamó:

– ¡Hola, Harry! Chuck está en la conferencia de prensa de Crawf. La están grabando. Ya la verás cuando acabe.

Después, mientras Partridge atravesaba la Herradura, el realizador añadió:

– Ah, por si no te lo ha dicho nadie, esta noche Crawf se queda en el banquillo. Presentarás tú el telediario.