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Esa noche, en el escondrijo de Hackensack de la banda de Medellín, Miguel tuvo puesta la radio en una emisora dedicada exclusivamente a los informativos. Con varios de sus compañeros, también estuvo viendo la televisión en un aparato portátil, cambiando entre los diversos noticiarios que difundieron reportajes sobre el secuestro de la familia Sloane.
Pese al agudo interés y las especulaciones, era evidente que de momento no se sabía nada acerca de la identidad o los motivos de los secuestradores. Las fuerzas de seguridad tampoco conocían su ruta de escape o la zona específica en la que los secuestradores y sus víctimas se habían refugiado. Algunas informaciones insinuaban que a esas horas podían hallarse a muchos kilómetros de Nueva York. Otras comunicaban que se habían erigido controles de carretera para detener e inspeccionar a todos los vehículos sospechosos, hasta Ohio, Virginia y la frontera canadiense. La actividad de la policía había desembocado en el arresto de varios criminales, pero ninguno de ellos relacionado con los Sloane.
Seguían circulando descripciones de una furgoneta Nissan de pasajeros, supuestamente utilizada por los secuestradores. Eso significaba que todavía no habían descubierto la furgoneta abandonada por Carlos en White Plains. Carlos había regresado sano y salvo a la finca de Hackensack hacía varias horas.
Entre Miguel y los suyos reinaba cierta sensación de alivio, aunque sabían que la policía de toda Norteamérica les estaba buscando y su seguridad era sólo provisional. Como seguían acuciándoles bastantes peligros, Miguel estableció un turno de guardia. En ese momento Luis y Julio estaban patrullando por el exterior con subfusiles ametralladores Beretta, al amparo de la oscuridad de la casa y sus dependencias.
Miguel sabía que si descubrían su guarida y llegaba la policía con muchos efectivos, ellos tenían muy escasas posibilidades de escapar. En tal eventualidad, sus órdenes eran tajantes: no recuperarían vivo a ninguno de los rehenes. Lo único que había cambiado era que la orden se refería a tres personas en lugar de a dos.
De los diversos boletines informativos que vio Miguel, el que más le interesaba eran las últimas noticias nacionales de la CBA. Le divertía que Crawford Sloane no ocupara su puesto habitual de presentador; le sustituía un tal Partridge, al que Miguel recordaba vagamente de algo. Sloane, no obstante, fue entrevistado en directo y también aparecía en una conferencia de prensa en diferido.
La conferencia de prensa estuvo muy concurrida, con periodistas de los medios escritos y audiovisuales, con sus cámaras y equipos técnicos. Se desarrolló en un edificio anexo de la CBA, situado en la manzana de casas contigua a la sede de informativos. Habían colocado unas sillas plegables en un estudio de sonido vacío; se ocuparon todas, y muchos asistentes tuvieron que permanecer de pie.
No hubo una presentación formal y Crawford Sloane comenzó con una breve declaración. Expresó su sorpresa y su ansiedad y luego hizo un llamamiento a los medios de comunicación y al público en general, solicitando cualquier información que pudiera ayudar a desvelar dónde estaban su mujer, su hijo y su padre y quién les retenía. Anunció que la CBA había dispuesto un centro telefónico con una línea especial de amplia capacidad de recepción. La centralita, que contaba con varias operadoras y un supervisor, ya estaba en marcha.
– Os la bloquearán las llamadas de los chiflados -intervino una voz anónima.
– Hemos de correr ese riesgo -repuso Sloane-. Lo que necesitamos es alguna pista concreta. Alguien sabrá algo, en alguna parte.
Durante su declaración, Sloane tuvo que callarse un par de veces para dominar la emoción de su voz. En ambos casos se produjo un compasivo silencio. El artículo del día siguiente de Los Angeles Times le describía como «digno e impresionante en unas circunstancias angustiosas».
Sloane comunicó que estaba dispuesto a responder a sus preguntas.
Al principio las preguntas también fueron consideradas. Pero después, inevitablemente, algunos periodistas iniciaron un interrogatorio más duro.
La representante de Associated Press preguntó:
– ¿Cree usted posible, como ya están especulando algunos, que su familia haya sido secuestrada por terroristas extranjeros? Sloane sacudió la cabeza:
– Es demasiado pronto para considerar siquiera una cosa así.
– Está eludiendo mi pregunta -objetó la periodista de la agencia-. Le he preguntado si le parecía posible.
– Supongo que es posible -admitió Sloane.
Un reportero de una emisora local de televisión formuló la eterna pregunta:
– ¿Y qué opina usted al respecto?
Se oyó un murmullo y Sloane tuvo ganas de decirle: ¿Y qué coño quiere que opine?, pero repuso:
– Evidentemente, confío en que no sea verdad.
Un maduro corresponsal de la CNN, antiguo trabajador de la CBA, levantó en vilo un ejemplar del libro de Sloane:
– ¿Sigue usted pensando, como dice aquí, que «hay que prescindir de los rehenes» y sigue usted oponiéndose a que se pague rescate, como ha expresado usted, «directa o indirectamente, en ningún caso»?
Sloane estaba preparado para esa pregunta y contestó:
– No creo que nadie involucrado de forma tan directa como yo en este momento pueda responder objetivamente a eso.
– Oh, venga, Crawf -insistió el de la CNN-, si tú estuvieras en mi lugar, no dejarías que tu interlocutor te saliera con ésas. Te lo preguntaré de otro modo: ¿Lamentas haber escrito esas palabras?
– En este momento -dijo Sloane-, me gustaría que no las esgrimieran contra mí.
– No las estamos esgrimiendo contra ti -intervino otra voz- y sigues sin responder a la pregunta.
Una periodista de un magazine de la ABC levantó su aguda voz:
– Estoy segura de que sus opiniones respecto a que había que prescindir de los rehenes norteamericanos causaron una gran consternación a las personas que todavía tienen a sus familiares retenidos en Oriente Medio. ¿Siente ahora más compasión por ellos?
– Siempre he sentido compasión -dijo Sloane-, aunque ahora mismo tal vez comprenda mejor la angustia de esas personas.
– ¿Quiere decir que lo que ha escrito era un error?
– No -dijo él muy tranquilo-, no quiero decir eso.
– Entonces, si le exigen un rescate, ¿se negará usted rotundamente?
Él levantó las manos en un gesto de impotencia:
– Me están pidiendo que especule sobre una cosa que no ha ocurrido aún. Y no pienso hacerlo.
Aunque no disfrutaba con la situación, Sloane reconocía in mente que en muchas conferencias de prensa del pasado, él mismo había sido un interrogador muy agresivo.
Newsday formuló una pregunta que desvió la atención del tema:
– No conocemos muchas cosas acerca de su hijo Nicholas, señor Sloane.
– Porque procuramos preservar nuestra vida privada. De hecho, mi mujer insiste mucho en ello.
– Ahora ya ha dejado de ser privada -señaló el reportero-. He averiguado que Nicholas tiene gran talento para la música y tal vez se convierta en pianista el día de mañana. ¿Es eso cierto?
Sloane sabía que, en otras circunstancias, Jessica objetaría que aquella pregunta era una intromisión. Pero en ese instante no sabía cómo eludirla.
– Nuestro hijo es muy aficionado a la música, efectivamente, siempre lo ha sido y sus mentores dicen que es muy precoz para su edad. En cuanto a si será concertista de piano o cualquier otra cosa, sólo el tiempo puede decirlo.
Al final, cuando empezaron a espaciarse las preguntas, Leslie Chippingham se adelantó y dio por concluida la sesión.
Sloane fue rodeado inmediatamente por quienes querían estrecharle la mano y transmitirle sus mejores deseos. Luego se escabulló en cuanto pudo.
Miguel, después de ver todas las noticias que quería, apagó el televisor y sopesó cuidadosamente todo lo que había averiguado.