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Primero, no se sospechaba de la relación del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso con el secuestro. Por el momento, eso les favorecía. Segundo, y también en su favor, estaba el hecho de que no existían descripciones de él ni de los otros seis conspiradores. Si las fuerzas públicas hubieran conseguido de algún modo una descripción, la habrían dado a conocer ese mismo día, casi sin ningún género de dudas.

Y todo ello, razonó Miguel, restaba un poco de peligro a su siguiente trámite.

Necesitaba más dinero y para conseguirlo debía telefonear esa misma noche para planificar su recogida al día siguiente en las Naciones Unidas, o en sus inmediaciones.

Desde el principio había sido un problema introducir suficiente dinero en los Estados Unidos. Sendero Luminoso, que financiaba la operación, tenía mucho dinero en Perú. La dificultad estribaba en circunvenir las leyes de cambio de divisas de Perú y transferir esas divisas a Nueva York, en dólares USA, y al mismo tiempo mantener todo el movimiento del dinero -sus fuentes, su itinerario y su destino- en secreto.

Lo habían llevado a cabo de modo ingenioso, con la colaboración de un simpatizante revolucionario de Sendero Luminoso, bien situado en la cúpula del sistema bancario peruano, en Lima. Su cómplice en Nueva York era un diplomático peruano, uno de los secretarios de la embajada de Perú ante las Naciones Unidas.

El total de fondos asignados por Sendero y Medellín a la organización del plan ascendía a 850.000 dólares. Ello incluía la contratación del personal con sus gastos y dietas, el alquiler de un centro de operaciones, la compra de seis vehículos, el equipo médico, los ataúdes, las cantidades entregadas en Little Colombia por la cobertura y las armas de fuego, las comisiones por la transferencia de divisas desde Lima a Nueva York, más el soborno a una alta ejecutiva de un banco neoyorquino. También cubriría el importe del vuelo particular de los rehenes desde los Estados Unidos a Perú.

La mayor parte del dinero gastado en Nueva York había pasado por manos de Miguel a través de su contacto en las Naciones Unidas.

El procedimiento era el siguiente: el banquero de Lima convertía subrepticiamente los fondos que le confiaba Sendero Luminoso en dólares USA, hasta un máximo de 50.000 en cada operación. Luego lo transfería a una agencia bancaria de Nueva York, situada en Dag Hammarskjöld Plaza, cerca de la sede de las Naciones Unidas, que ingresaba ese dinero en una cuenta especial de la delegación peruana ante la ONU. La existencia de dicha cuenta sólo era conocida por José Antonio Salaverry, el secretario personal del embajador ante la ONU, que tenía autoridad para firmar cheques, y por la apoderada del director del banco, Helga Efferen, quien se ocupaba personalmente de la cuenta especial.

José Antonio Salaverry era otro simpatizante de Sendero Luminoso, aunque no hasta el punto de no cobrar comisión por la transferencia de fondos. Helga mantenía relaciones con Salaverry, y ambos se habían dejado arrastrar a una vida de lujos por encima de sus posibilidades, celebrando fiestas y codeándose con los derrochadores diplomáticos de las Naciones Unidas. Por esa razón, la propina que sacaban canalizando la entrada de fondos era bienvenida.

Cada vez que necesitaba dinero, Miguel telefoneaba a Salaverry, estipulándole una cantidad. Entonces se daban cita al cabo de un día o dos, en general en la sede de las Naciones Unidas y en ocasiones en alguna otra parte. Entretanto, Salaverry conseguía un maletín lleno de dinero en efectivo que entregaba a Miguel.

Sólo había una cosa que preocupaba a este último. En cierta ocasión, Salaverry le insinuó que, aun sin conocer el propósito específico del dinero, ni el lugar donde se escondían Miguel y sus compinches de Medellín, tenía una noción bastante aproximada de su objetivo. Miguel se dio cuenta de que eso sólo podía significar que se había producido una filtración en Perú. En ese momento no podía hacer nada, pero aquello le hizo volverse muy precavido en todos sus contactos con José Antonio Salaverry.

Miguel miró el teléfono portátil que tenía a su lado. Por un momento se sintió tentado de usarlo, pero sabía que no debía y no tenía más remedio que salir. A ocho manzanas de allí había un café con un teléfono público que ya había utilizado otras veces. Consultó su reloj: las 19.10. Con un poco de suerte, Salaverry estaría en su apartamento del centro de Manhattan.

Miguel se puso un abrigo y comenzó a andar a buen paso, echando una ojeada en busca de algún signo inhabitual de actividad por los alrededores. Pero no vio nada.

Durante su caminata volvió a pensar en la rueda de prensa de Crawford Sloane. Le había interesado mucho la referencia al libro de Sloane que al parecer contenía afirmaciones acerca de no pagar rescates y «prescindir de los rehenes». Miguel no tenía noticia de tal libro ni tampoco, estaba seguro, nadie del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso. Aunque dudaba que ello hubiera afectado a la decisión de secuestrar a la familia de Sloane; lo que escribía la gente de cara a la galería y lo que sentía y hacía en su casa solía variar bastante. Pero, en todo caso, en ese momento ya no cambiaba nada.

Otro de los datos interesantes de la conferencia de prensa era la referencia al mocoso* de Sloane como futuro concertista de piano. Sin una noción precisa de su posible utilización, Miguel tomó nota mentalmente de ese dato.

Cuando llegó al café, Miguel advirtió que había poca concurrencia. Entró y se dirigió al teléfono, que estaba al fondo del local, donde marcó un número de memoria. A la tercera llamada, Salaverry respondió con un marcado acento españoclass="underline"

– ¿Allo…?

Miguel dio tres golpecitos con la uña en su micrófono, la señal que le identificaba. Después añadió, en voz baja: -Mañana por la mañana. Cincuenta paquetes. Un «paquete» eran mil dólares.

Oyó un resoplido al otro extremo del hilo. La voz que le contestó sonaba amedrentada.

– ¿Estás loco?* ¡Telefonearme aquí esta noche! ¿Dónde estás? ¿No estará intervenido el teléfono?

– ¿Te crees que soy un pendejo*? -le dijo Miguel con desdén.

Al mismo tiempo, comprendió que Salaverry le había relacionado con los sucesos recientes; por lo tanto, sería peligroso reunirse con él. Sin embargo, no tenía más alternativa. Necesitaba dinero en efectivo para comprar -entre otras cosas- un ataúd para Angus Sloane. Además, Miguel sabía que quedaba un buen saldo en la cuenta de Nueva York y quería un poco más de dinero para sí mismo antes de salir del país. Estaba seguro de que José Antonio Salaverry había arañado algo más que las comisiones que le correspondían.

– Mañana no podemos vernos -dijo Salaverry-. Es demasiado precipitado, no puedo reunir el dinero tan deprisa. No debes…

– ¡Cállate!* No me hagas perder el tiempo. -Miguel apretó el receptor, controlando su furia y manteniendo baja la voz para que no le oyeran los parroquianos del bar-. Es una orden. Consigue en seguida los cincuenta paquetes. Llegaré allí como siempre, poco antes de las doce. Si fallas, ya sabes cómo se pondrán nuestros amigos, y sus tentáculos llegan muy lejos…

– ¡No, no! No tienen por qué preocuparse. -La voz de Salaverry adquirió un tono conciliador. Una amenaza de venganza del infame cártel de Medellín no se podía tomar a la ligera-. Haré todo lo posible.

– Más que lo posible -le cortó secamente Miguel-. Hasta mañana.

Colgó el teléfono y salió del café.

En la casa de Hackensack, los tres cautivos permanecían sedados al cuidado de Socorro. Durante la noche les administró nuevas dosis de Propofol, según las instrucciones de Baudelio; también vigiló sus constantes vitales, que fue registrando en una ficha. Poco antes del amanecer, Baudelio se despertó de su sueño sedado. Tras estudiar las anotaciones médicas de Socorro, asintió con aprobación y luego la relevó.