Выбрать главу

Por la mañana temprano, Miguel, que había dormido sólo a ratos, volvió a poner las noticias de la televisión. El secuestro de los Sloane seguía en cabecera, aunque no salió nada nuevo a relucir.

Poco después, Miguel comunicó a Luis que a las once en punto saldrían los dos hacia Manhattan en el coche fúnebre.

El coche fúnebre era el sexto vehículo del grupo, un Cadillac en buen estado, comprado de segunda mano. Hasta el momento, sólo lo habían utilizado dos veces. El resto del tiempo, el Cadillac había permanecido oculto en la propiedad de Hackensack, cuyos ocupantes lo habían bautizado como el ángel negro*. El suelo del interior del furgón, donde se coloca normalmente el ataúd, era de una caoba preciosa; tenía unos rodillos empotrados para facilitar la carga y la descarga. Los paneles laterales y el techo estaban tapizados de terciopelo azul marino.

En un principio, Miguel había planeado no volver a utilizar el coche fúnebre hasta su último desplazamiento, hacia el avión que les llevaría a Perú, pero evidentemente en ese momento era su vehículo más seguro. Habían utilizado mucho los otros coches y el camión GMC, sobre todo durante la vigilancia de Larchmont, y era posible que la policía dispusiera ya de su descripción.

El tiempo había cambiado y estaba diluviando, con fuertes rachas de viento y el cielo muy negro.

Con Luis al volante, hicieron un recorrido muy enrevesado desde Hackensack, cambiando varias veces de dirección y deteniéndose en dos ocasiones para asegurarse de que no les seguían. Luis conducía el coche fúnebre con exquisito cuidado a causa de lo resbaladizo del piso y su escasa visibilidad a través del cristal delantero monótonamente barrido por las escobillas limpiaparabrisas. Descendieron por la margen de Nueva Jersey del río Hudson hasta Weehawken, tomaron por el túnel Lincoln y emergieron en Manhattan a las 11.45.

Tanto Miguel cuanto Luis llevaban traje oscuro y corbata negra, apropiado para su presencia en semejante vehículo.

Al salir del túnel tomaron hacia el este por la calle Cuarenta. La fuerte lluvia había formado un atasco que apenas progresaba. Miguel contemplaba a los peatones caminando despacio e incómodos por las atestadas aceras.

La paradoja de recorrer Nueva York en un coche fúnebre le divertía. Por un lado, el automóvil era excesivamente llamativo para sus propósitos; por otro, imponía respeto. En una encrucijada, un guardia de tráfico uniformado -un brownie, como les llaman los neoyorquinos- les había abierto paso, deteniendo a otros vehículos.

Miguel advirtió también que muchos de los viandantes, al ver el coche fúnebre, desviaban inmediatamente los ojos. Ya lo había observado otras veces y se preguntaba si sería la idea de la muerte, el máximo olvido, lo que les inquietaba. Él nunca había temido a la muerte, aunque no tenía intención de facilitar el que alguien adelantara su llegada.

Cualquiera que fuera la razón, no tenía importancia. Lo importante era que, seguramente, la muchedumbre que les rodeaba no pensaba que ese coche fúnebre en particular, tan cercano que casi podían tocarlo, contenía a dos de los criminales más buscados del país, perpetradores de un crimen que era la noticia del día en la nación entera. La idea intrigaba a Miguel, pero también era tranquilizadora.

Giraron hacia el norte en la Tercera Avenida, y poco antes de la calle Cuarenta y cuatro Luis se arrimó al bordillo para que Miguel se apeara. Alzando el cuello para protegerse de la lluvia, Miguel caminó dos manzanas hacia el este en dirección a la sede de las Naciones Unidas. Pese a sus reflexiones acerca del coche fúnebre, la llegada a la ONU en semejante vehículo le habría atraído una atención que no deseaba. Mientras tanto, Luis tenía instrucciones de seguir circulando y regresar al punto en que le había dejado al cabo de una hora. Si Miguel no aparecía, Luis iría pasando cada media hora.

En la esquina de la calle Cuarenta y cuatro, Miguel compró un paraguas en un puesto callejero, pero tuvo dificultades para sostenerlo abierto contra el ventarrón. Pocos minutos más tarde atravesaba la Primera Avenida hacia el edificio blanco de la Asamblea General de la ONU. A causa de la lluvia, las astas de las banderas estaban tristes y desnudas, despojadas de sus estandartes. Cruzando una verja de hierro por la entrada de los delegados, subió los escalones hacia la amplia explanada de admisión de visitantes. Miguel, con las manos vacías, no tardó en superar el control donde los demás mostraban sus bolsos y sus paquetes para la inspección.

En el amplio vestíbulo del otro lado, los bancos rebosaban de visitantes, cuyas caras e indumentarias eran tan diversas como la propia ONU. Una mujer boliviana con un sombrero hongo permanecía estoicamente sentada. Junto a ella, un niñito negro jugaba con un cordero blanco de trapo. Cerca había un anciano arrugadísimo con el típico turbante afgano. Dos israelíes barbudos discutían sobre unos papeles diseminados a su alrededor. E, intercalados con la multitud variopinta, los pálidos turistas americanos y británicos.

Ignorando a quienes esperaban, Miguel se dirigió hacia un prominente letrero que rezaba «Visitas con guía», al fondo del vestíbulo. Junto a él le estaba esperando José Antonio Salaverry con un portafolios.

«Se parece a una comadreja», pensó Miguel al ver la cara afilada y angustiada de Salaverry, su pelo ralo y su fino bigote. El diplomático peruano, que solía derrochar soberbia, ese día parecía sumamente incómodo.

Se dirigieron una levísima inclinación de cabeza y luego Salaverry se encaminó a un mostrador de información, donde con su credencial de delegado autorizó la entrada de Miguel bajo un nombre ficticio. Le entregaron un pase de visitante.

Recorrieron un inmenso corredor acristalado flanqueado por pilares, desde donde se divisaba un jardín y, a lo lejos, el East River. Las escaleras mecánicas les condujeron a la primera planta; luego penetraron en el Indonesian Lounge, reservado a los diplomáticos y sus huéspedes.

El salón, enorme e impresionante, donde eran recibidos los jefes de Estado, contenía soberbias obras de arte, incluida la cortina de la entrada a la Sagrada Kaaba de La Meca, un tapiz negro bordado en oro y plata, obsequio de los saudíes. En una alfombra verde oscuro estaban colocados varios sofás de cuero blanco y diversas sillas, distribuidos ingeniosamente para que pudieran desarrollarse varias conversaciones a la vez, sin interferir unas con otras. Miguel y Salaverry se sentaron en uno de los pequeños corros.

Cuando se miraron, la delgada boca de José Antonio Salaverry se torció en una mueca de reproche:

– ¡Te advertí que era peligroso venir aquí! Ya corremos bastantes riesgos para buscarnos más.

– ¿Por qué es peligroso venir aquí? -preguntó Miguel con voz tranquila.

Quería averiguar cuánto sabía ese blandengue.

– ¡Estúpido! Lo sabes perfectamente. La televisión y todos los periódicos no hablan más que de lo que has hecho, de las personas que has secuestrado. El FBI y la policía lo están revolviendo todo buscándote. -Salaverry tragó saliva antes de preguntar ansiosamente-. ¿Cuándo os vais… cuándo pensáis salir todos vosotros del país?

– Suponiendo que lo que me estás diciendo sea verdad, ¿para qué quieres saberlo? ¿Qué más te da?

– Es que Helga está frenética de ansiedad. Y yo también.

O sea que ese bocazas idiota se lo había contado todo a su querida banquera. Eso significaba que la grieta inicial de seguridad se había ensanchado aún más y en ese momento era un peligro inminente que había que eliminar. Aunque Salaverry no podía saberlo, su insensata declaración había sellado su destino y el de su amante.

– Antes de contestarte, quiero el dinero -dijo Miguel.

Salaverry manipuló la combinación del cierre de su portafolios. De su interior sacó una abultada cartera de cartón atada con una cinta y se la tendió a Miguel.