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– ¿No puede usted despejar la calle? -se quejó el agente federal al sargento de policía.

– Lo estamos intentando. El comisario ha ordenado que levantemos barreras. Cortaremos el tráfico rodado y el paso de peatones, excepto para los vecinos de la calle, y luego intentaremos que vayan saliendo los curiosos. Pero tardaremos una hora, como mínimo. El comisario no quiere que se arme alboroto, y menos con todas esas cámaras por aquí.

– ¿Tiene alguna idea de dónde ha salido toda esta gente?

– He preguntado a unos cuantos -respondió el sargento-. La mayor parte viene de fuera de Larchmont. Supongo que ha sido por toda la publicidad de la tele… quieren ver de cerca al señor Sloane. Todas las calles del barrio están atestadas de coches.

Había empezado a llover, pero eso no pareció desalentar a los mirones. Abrían sus paraguas o se arrebujaban en sus abrigos.

Havelock regresó al interior de la casa y dijo a Crawford Sloane, que parecía cansado y demacrado:

– Nos marcharemos en dos coches del FBI sin distintivo. Usted irá en el segundo, agachado en la parte posterior, y saldremos de estampida.

– Ni hablar -protestó Sloane-. Todos esos chicos son compañeros míos de los medios de comunicación. Yo no puedo escabullirme como si fuera un delincuente.

– Pero ahí fuera también puede estar alguno de los secuestradores de su familia. -Havelock endureció la voz-. ¿Quién sabe lo que pueden haber planeado? ¡Incluso pegarle un tiro! Así que no sea insensato, señor Sloane. Y recuerde que yo soy el responsable de su seguridad.

Al final acordaron invitar a los cámaras y los reporteros al interior del vestíbulo de la casa para una improvisada rueda de prensa dirigida por Sloane. Los periodistas se apretujaron, observando con curiosidad la casa, algunos de ellos con envidia no disimulada. Las preguntas y respuestas que se sucedieron fueron más o menos una repetición de las del día anterior, con la única variante de que no había habido comunicación alguna de los secuestradores durante la noche.

– No puedo deciros nada más -terminó Sloane-. Sencillamente, no hay nada más. Me gustaría que lo hubiera.

Havelock, presente y atento, declinó su participación y por último los reporteros, algunos con aspecto resentido por la falta de noticias, salieron igual que habían entrado.

– Ahora, señor Sloane -dijo Havelock-, vamos a salir de aquí como le dije antes: usted en la parte trasera del coche, bien agachado y escondido.

Sloane aceptó a regañadientes.

Pero se presentó un desgraciado imprevisto en la ejecución del plan.

Crawford Sloane se metió en el coche del FBI tan deprisa que sólo lo vieron algunos de los curiosos que se apiñaban en la calle. Sin embargo, éstos no tardaron en proclamarlo a gritos y la noticia corrió como la pólvora.

– ¡Sloane va en el segundo coche!

En ese mismo vehículo iban Havelock y otro agente del FBI, en los asientos posteriores, con Sloane a cuatro patas entre ellos, incomodísimo. Y llevaba el volante otro agente federal.

En el coche de delante iban otros dos agentes del FBI. Los dos automóviles arrancaron inmediatamente.

Una vez la muchedumbre al tanto de la salida de Sloane, los de más atrás empujaron a los que tenían delante, tirándoles a la calzada. En ese instante se sucedieron velozmente varias cosas.

El primer coche salió del jardín de Sloane, dirigido por un agente de policía, a bastante velocidad. El segundo coche le seguía a escasa distancia. De repente, los curiosos de la otra acera salieron despedidos hasta el centro de la calzada, interponiéndose en el paso del primer coche. El conductor, que no esperaba tropezar con una barrera humana, frenó bruscamente.

En otras circunstancias, el automóvil habría logrado frenar a tiempo. Pero la superficie mojada y resbaladiza de la calzada le hizo derrapar. Con un chirrido de neumáticos seguido por varios golpes sordos contra los cuerpos que se le atravesaban y diversas exclamaciones de espanto, el coche abrió una brecha en la primera línea de curiosos.

Los ocupantes del segundo automóvil -salvo Sloane, que no podía ver nada- se estremecieron de horror, preparándose para una colisión similar. Pero la gente ganó a toda prisa la otra acera, despejando la calzada. Havelock, sin alterar la expresión de su cara, ordenó inflexible al conductor:

– ¡No te pares! ¡Vámonos!

Más tarde, Havelock justificó su gesto aparentemente inhumano explicando:

– Sucedió todo tan deprisa, que temía que fuera una emboscada.

Crawford Sloane, advirtiendo que pasaba algo inesperado, levantó la cabeza para echar un vistazo. En ese preciso instante una cámara de televisión que estaba enfocando el coche captó un primer plano de la cara de Sloane, y luego siguió el recorrido del automóvil mientras abandonaba el lugar del accidente. Los espectadores que vieron ese vídeo más tarde en sus televisores no podían saber que Sloane estaba rogando que se detuvieran, pero Havelock insistió:

– Está ahí la policía. Hará todo lo que haga falta.

La policía de Larchmont logró, efectivamente, controlar la situación y en seguida llegaron varias ambulancias. El balance total fue de ocho heridos: seis leves y dos más graves. Uno de los heridos graves tenía un brazo y varias costillas fracturados y una joven tenía una pierna tan destrozada que habría que amputársela.

El accidente, aunque trágico, no habría llamado tanto la atención en otras circunstancias. Pero, sumado al secuestro de la familia Sloane, recibió cobertura nacional y se achacó parte de la culpa, por implicación, a Crawford Sloane.

El investigador de las oficinas de la CBA en Londres, Teddy Cooper, embarcó en el Concorde de la mañana, como se había prometido. Se presentó directamente en los despachos del equipo especial poco antes de las diez de la mañana, primero a Harry Partridge y luego a Rita. Después se dirigieron los tres a la sala de juntas, donde se estaba reuniendo todo el grupo.

Por el camino le presentaron a Crawford Sloane, que acababa de llegar hacía unos minutos, todavía bajo el shock de su experiencia en Larchmont.

Cooper, delgadísimo, irradiaba energía y seguridad. Llevaba el pelo, castaño y lacio, más largo de lo que imperaba en ese momento, enmarcando una cara pálida con rastros de acné adolescente. Ello daba un aspecto aún más juvenil a sus veinticinco años. Pese a haber nacido y haberse criado en Londres, había estado varias veces en los Estados Unidos y conocía bien Nueva York.

– Lamento lo de su mujer y su familia, señor S. -le dijo a Crawford Sloane-, ¡pero anímese! ¡Ya estoy yo aquí! Agarraremos a esos sinvergüenzas antes de que cante un gallo. ¡Es mi especialidad!

Sloane miró a Partridge enarcando las cejas, como preguntándole: ¿Estás seguro de que necesitamos a este pájaro?

– La modestia nunca ha sido la principal virtud de Teddy -repuso Partridge con sequedad-. Le daremos un poco de cuerda y a ver qué pasa.

Sus palabras no parecieron molestar a Cooper lo más mínimo.

– Lo primero, Harry -dijo éste a Partridge-, es comprobar toda la información. Luego iré a husmear personalmente por los contornos. Quiero hablar con los tíos que lo vieron… con todos absolutamente. No podemos descuidar nada. Si voy a intervenir en esto, lo voy a hacer a conciencia.

– Tú, a tu aire.

Partridge recordaba perfectamente cómo trabajaba Cooper.

– Vas a estar al mando de toda la investigación, con dos ayudantes.

Los ayudantes de investigación, una pareja de jóvenes procedentes de otro proyecto de la CBA, ya estaban en la sala de juntas. Mientras esperaban a que se iniciase la reunión, Partridge los presentó a todos.

Cooper les estrechó la mano y les dijo:

– Trabajar conmigo será una gran experiencia para vosotros, chicos. Pero no os pongáis nerviosos… soy muy informal. No tenéis más que llamarme «Excelencia» y hacerme una reverencia todas las mañanas.