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A las cuatro y cuarto, Rider dijo:

– ¿Qué opinas? ¿Crees que mi llamada podría haber…?

– Aquí está.

Un Camaro de treinta años con imprimación gris en los cuatro guardabarros entró en la estación de servicio y aparcó cerca de la bomba de aire. Bosch había captado sólo un atisbo del conductor, pero le bastó para saber que era Mackey. Sacó de la guantera unos gemelos que había comprado a través del catálogo de una aerolínea durante uno de sus vuelos a Las Vegas.

Se dejó resbalar en el asiento y vigiló a través de los prismáticos. Mackey salió del Camaro y caminó hacia el garaje abierto de la estación de servicio. Llevaba un uniforme con pantalones azul marino y una camisa de color azul más claro. Encima del bolsillo del pecho izquierdo había un óvalo que decía Ro y de uno de sus bolsillos traseros asomaban unos guantes de trabajo.

Había un viejo Ford Taurus en un elevador hidráulico en el garaje y un hombre trabajando debajo con un destornillador eléctrico. Cuando Mackey entró, el mecánico se estiró con aire despreocupado y le saludó chocando palmas. Mackey se detuvo cuando el hombre le dijo algo.

– Creo que le está hablando de la llamada telefónica -dijo Bosch-. Mackey no parece muy preocupado. Acaba de sacar el móvil del bolsillo. Está llamando a la persona que probablemente cree que le ha llamado.

Leyendo los labios de Mackey, Bosch dijo:

– Eh, ¿me has llamado?

Mackey rápidamente terminó la conversación.

– Creo que no -dijo Bosch.

Mackey volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

– Ha intentado llamar a una persona -dijo Rider-. No debe de tener mucha vida social.

– El nombre en la insignia pone Ro -dijo Bosch-. Si su colega le ha dicho que han preguntado por Roland quizás ha llamado a la única persona que lo llama así. Quizás era su querido papá, el soldador.

– Bueno, ¿qué está haciendo?

– No puedo verlo. Ha ido a la parte de atrás.

– Diría que deberíamos salir de aquí antes de que empiece a echar un vistazo.

– Vamos. ¿Una llamada y ya crees que va a pensar que alguien le va detrás después de diecisiete años?

– No, no por Becky. Estoy preocupado por cualquier otra cosa en la que esté envuelto. Podríamos meternos en medio de algo y ni siquiera saberlo.

Bosch dejó los prismáticos. Rider tenía razón. Arrancó el coche.

– De acuerdo, ya hemos echado nuestro vistazo -dijo él-. Ya podemos salir de aquí. Vamos a ver a Muriel Verloren.

– ¿Y Panorama City?

– Puede esperar. Los dos sabemos que ya no vive en esa casa. Comprobarlo es sólo una formalidad.

Empezó a salir marcha atrás.

– ¿Crees que deberíamos llamar antes a Muriel? -preguntó Rider.

– No. Vamos a llamar a la puerta.

– Somos buenos en eso.

12

Al cabo de diez minutos estaban delante de la casa de los Verloren. El barrio en el que había vivido Becky Verloren todavía parecía agradable y seguro. Red Mesa Way era una avenida amplia, con aceras a ambos lados y no pocos árboles de copa frondosa. La mayoría de las casas eran bungalows con extensas parcelas de terreno. En los años sesenta, las propiedades más grandes atrajeron a la gente a establecerse en la esquina noroeste de la ciudad. Cuarenta años después, los árboles habían alcanzado la madurez y el barrio daba sensación de cohesión.

La casa de los Verloren era una de las pocas que tenía una segunda planta. Era de estilo bungalow, pero el tejado asomaba por encima de un garaje de dos plazas.

Bosch sabía por el expediente del caso que el dormitorio de Becky se encontraba en el piso de arriba, encima del garaje y en la parte de atrás.

La puerta del garaje estaba cerrada. No había signo aparente de que hubiera alguien en la vivienda. Aparcaron en el sendero de entrada y caminaron hasta el portal. Al pulsar el timbre, Bosch oyó un repique, un único tono que parecía muy distante y solitario.

Salió a abrir una mujer que llevaba un vestido sin forma que la ayudaba a ocultar su cuerpo sin forma. Llevaba sandalias. Tenía el cabello teñido de un rojo demasiado anaranjado. Parecía un trabajo casero que no había ido según lo planeado, pero o bien la mujer no se había fijado o no le importaba. En cuanto abrió la puerta, un gato gris salió al patio delantero.

– Smoke, ¡ten cuidado! -gritó primero. Después dijo-: ¿Puedo ayudarles?

– ¿Señora Verloren? -preguntó Rider.

– Sí, ¿qué desean?

– Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted de su hija.

En cuanto Rider dijo la palabra «policía» y antes de llegar a «hija», Muriel Verloren se llevó ambas manos a la boca y reaccionó como si se repitiera el momento en que descubrió que su hija había muerto.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Díganme que lo han detenido. Díganme que han detenido al mal nacido que me arrebató a mi niña.

Rider puso una mano en el hombro de la mujer para reconfortarla.

– No es tan sencillo, señora -dijo-. ¿Podemos entrar y hablar?

Muriel Verloren retrocedió y les dejó entrar. Parecía estar susurrando algo y Bosch pensó que quizás era una oración. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, la señora Verloren cerró la puerta después de gritar una vez más una advertencia al gato que se había escapado.

La casa olía como si el animal no se escapara con la frecuencia precisa. La sala de estar a la que los llevó estaba ordenada, pero los muebles tenían un aspecto viejo y gastado. En el lugar se percibía el característico olor de orín de gato. Bosch de repente lamentó no haber invitado a Muriel Verloren al Parker Center para el interrogatorio, aunque sabía que eso habría sido un error. Necesitaban ver la casa.

Los dos detectives se sentaron uno junto al otro en el sofá, y Muriel se colocó en una de las sillas que había al otro lado de la mesa baja de cristal. Bosch se fijó en las huellas de pezuñas gatunas en el cristal.

– ¿De qué se trata? -preguntó desesperadamente-. ¿Hay noticias?

– Bueno, supongo que la noticia es que estamos investigando el caso otra vez -dijo Rider-. Soy la detective Rider y él es el detective Bosch. Trabajamos en la unidad de Casos Abiertos del Parker Center.

Mientras se dirigían a la casa, Bosch y Rider habían acordado ser cautelosos con la información que proporcionaban a los Verloren. Hasta que conocieran la situación de la familia sería preferible recibir antes que dar.

– ¿Hay novedades? -preguntó Muriel con urgencia.

– Bueno, estamos empezando -replicó Rider-. Estamos revisando la investigación, tratando de ponernos al día. Sólo queríamos venir y decirle que estamos trabajando otra vez en el caso.

Muriel se mostró un poco alicaída. Aparentemente había pensado que tenía que haber algo nuevo para que la policía se presentara después de tantos años. Bosch sintió una punzada de culpa por reservarse el hecho de que el análisis de ADN les había proporcionado una pista sólida como una roca con la que trabajar, pero en ese momento sintió que era lo mejor.

– Hay un par de cosas -dijo, hablando por primera vez-. En primer lugar, al mirar en los archivos del caso, nos encontramos con esta foto.

Sacó del bolsillo la foto de Roland Mackey a sus dieciocho años y la puso en la mesa de centro, delante de Muriel. Ella inmediatamente se inclinó a mirarla.

– No estamos seguros de cuál es la conexión -continuó Bosch-. Pensamos que quizá podría reconocer a este hombre y decirnos si lo recuerda de entonces.

La mujer continuó mirando sin responder.

– Es una foto de mil novecientos ochenta y ocho -aclaró Bosch con la intención de animarla a hablar.

– ¿Quién es? -preguntó ella finalmente.

– No estamos seguros. Se llama Roland Mackey. Tiene un historial de pequeños delitos cometidos después de la muerte de su hija. No estamos seguros de por qué estaba su foto en el expediente. ¿Lo reconoce?