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– Ahora, ¿qué estaba diciendo?

– Estoy diciendo que la han cagado. Estuve en casa todo el tiempo y tengo un testigo que puede probarlo. Ro era mi amigo. ¿Por qué iba a matarlo? Esto es un chiste malo, así que ¿por qué no me dejan llamar a mi abogado para que se ría un rato?

– ¿Ha terminado Bill? Porque tengo una noticia que darle. No estamos hablando de Roland Mackey. Estamos hablando de hace diecisiete años con Rebecca Verloren. ¿La recuerda? ¿Usted y Mackey? ¿La chica que subieron por la colina? Es de ella de quien estamos hablando.

Burkhart no mostró nada. Bosch había estado esperando algo que lo delatara, algún tipo de señal de que estaba en la pista correcta.

– No sé de qué está hablando -dijo Burkhart, con el rostro pétreo.

– Le tenemos en cinta. Mackey llamó anoche. Ha terminado, Burkhart. Diecisiete años es una buena fuga, pero ha terminado.

– No tienen una mierda. Si tienen una cinta, entonces lo único que tienen es a mí diciendo que se callara. No tengo teléfono móvil y no me fío de ellos. Es una medida de precaución. Si iba a empezar a contarme sus problemas no quería que lo hiciera en un puto teléfono móvil. Por lo que respecta a esa Rebecca como se llame, no sé nada de eso. Creo que tendría que habérselo preguntado a Ro mientras tuvo la ocasión.

Miró a Bosch y guiñó un ojo. Bosch sintió ganas de agarrarlo, pero no lo hizo.

Estuvieron haciendo guantes verbalmente durante otros veinte minutos, pero ni Bosch ni Rider consiguieron mellar siquiera la armadura de Burkhart. Finalmente, Burkhart dejó de participar en el tira y afloja repitiendo una vez más que quería un abogado y sin responder en modo alguno a cualquier pregunta que le plantearan.

Rider y Bosch abandonaron la sala para discutir sus opciones y coincidieron en que éstas eran mínimas. Se habían echado un farol con Burkhart, y éste les había calado. Ya sólo les quedaba presentar cargos y conseguirle su abogado o dejarlo en libertad.

– No lo tenemos, Harry -dijo Rider-. No deberíamos engañarnos a nosotros mismos. Yo digo que lo soltemos.

Bosch asintió. Sabía que su compañera tenía razón. No tenían pruebas en ese momento, y para el caso podrían no tenerlas nunca. Mackey, el único vínculo directo que tenían con Verloren, estaba muerto. Las propias acciones de Bosch lo habían perdido. Ahora tendrían que retroceder en el tiempo e investigar a fondo a Burkhart en busca de algo que se pasara por alto o se desconociera diecisiete años antes. La completa depresión de la situación del caso le estaba cayendo a plomo.

Abrió el teléfono y llamó otra vez a Marcia.

– ¿Algo?

– Nada, Harry. Ningún teléfono, ninguna prueba, nada.

– Vale. Sólo para que lo sepáis, vamos a soltado. Podría aparecer por allí dentro de un rato.

– Genial. No le va a gustar lo que se va a encontrar.

– Bien.

Bosch cerró el teléfono y miró a Rider. Los ojos de ella contaban la historia. Desastre. Sabía que la había deprimido. Por primera vez pensó que tal vez Irving tenía razón, quizá no debería haber vuelto.

– Voy a decirle que es un hombre libre -dijo.

Después de que se alejara, Rider lo llamó.

– Harry, no te culpo.

Bosch la miró.

– Yo aprobé todos los pasos que dimos. Era un buen plan.

Bosch asintió.

– Gracias, Kiz.

35

Bosch fue a su casa a ducharse, cambiarse de ropa y quizá cerrar un rato los ojos antes de dirigirse de nuevo al centro para la reunión de la unidad. Una vez más condujo a través de una ciudad que apenas se estaba despertando. Y una vez más le pareció grotesca, llena de aristas afiladas y miradas severas. Ahora todo le parecía grotesco.

Bosch no deseaba que llegara la reunión de la unidad. Sabía que todas las miradas estarían puestas en él. Todo el mundo en Casos Abiertos comprendía que a partir de ese momento sus acciones serían analizadas y cuestionadas a posteriori después de la muerte de Mackey. También entendían que si estaban buscando una razón que constituyera una amenaza potencial a sus carreras no tenían que buscar muy lejos.

Bosch dejó las llaves en la encimera de la cocina y escuchó el contestador. No había mensajes. Miró su reloj y determinó que disponía de al menos un par de horas antes de salir hacia el Pacific Dining Car. Mirar la hora le recordó el ultimátum que le había dado a Irving durante su cnfrontación en el pasillo, fuera de Robos y Homicidios. Pero Bosch dudaba de que tuviera noticias de Irving o McClellan. Al parecer, todo el mundo calaba sus faroles.

Era consciente de que, con todo lo que pesaba sobre él, dormir un par de horas no era una opción realista. Se había llevado a casa el expediente y los archivos acumulados. Decidió que trabajaría en ellos. Sabía que cuando todo lo demás se torcía siempre quedaba el expediente del caso. Tenía que mantener la mirada fija en la presa. El caso.

Puso en marcha la cafetera, se dio una ducha de cinco minutos y empezó a trabajar releyendo el expediente mientras en el reproductor de discos compactos sonaba una versión remezclada de Kind Of Blue.

Le machacaba la sensación de que se estaba perdiendo algo que tenía delante de las narices. Sentía que se vería acosado por el caso, que cargaría con él para siempre, a no ser que lo desmenuzara y encontrara lo que faltaba. Y sabía que si tenía que encontrarlo en algún sitio sería en el expediente.

Decidió que esta no leería los documentos en el orden en que se los habían presentado los primeros investigadores del caso. Abrió las anllas y sacó los documentos. Empezó a leerlos en orden aleatorio, tomandose su tiempo, asegurándose de que asimilaba cada nombre, cada palabra, cada foto.

Al cabo de quince minutos estaba mirando otra vez las fotos del dormitorio de Rebecca Verloren cuando oyó que la puerta de un coche se cerraba delante de su casa. Con curiosidad por saber quién aparcaría tan temprano se levantó y se acercó a la puerta. A traves de la mirilla vio a un hombre solo que se aproximaba. Era difícil verlo con claridad a través de la lente convexa de la mirilla. Bosch abrió la puerta de todos modos antes de que el hombre tuviera la oportunidad de llamar.

Al hombre no le sorprendió que su aproximación hubiera sido vista. Bosch podía asegurar por su actitud que era poli.

– ¿McClellan?

Éste asintió.

– Teniente McClellan. Y supongo que usted es el detective Bosch.

– Podría haber llamado.

Bosch retrocedió para dejarle pasar. Ninguno de los dos hombres tendió la mano. Bosch pensó que era típico de Irving emviar al hombre a la casa. Se trataba de un procedimiento estándar en la estrategia intidatoria del «sé dónde vives».

– Pensé que sería mejor que habláramos cara a cara -dijo McClellan.

– ¿Pensó? ¿O lo pensó el jefe Irving?

McClellan era un hombre alto, con cabello rubio casi transparente y mejillas rubicundas. A Bosch se le ocurrió que podría describirse como bien alimentado. Sus mejillas se tornaron de un tono más oscuro ante la pregunta de Bosch.

– Mire, he venido a cooperar con usted, detective.

– Bien. ¿Puedo ofrecerle algo? Tengo agua.

– Agua estará bien.

– Siéntese.

Bosch fue a la cocina, sacó del armario el vaso más sucio de polvo y lo llenó de agua del grifo. Apagó el interruptor de la cafetera. No iba a dejar que McClellan se sintiera a gusto.

Cuando volvió a la sala de estar, McClellan estaba contemplando el paisaje a través de las puertas correderas de la terraza. El aire era claro en el paso de Sepúlveda. Pero todavía era temprano.

– Bonita vista -dijo McClellan.

– Lo sé. No veo que lleve ninguna carpeta en la mano, teniente. Espero que no sea una visita de cortesía como las que le hizo a Robert Verloren hace diecisiete años.