La puerta delantera de la casa, de la época de la Segunda Guerra Mundial, estaba abierta. No había señal de los agentes del coche patrulla. Bosch miró a Rider y vio que ella también había desenfundado. Estaban preparados para entrar. En la puerta, Bosch gritó:
– ¡Detectives! ¡Entramos!
Franqueó el umbral y obtuvo una respuesta desde el interior.
– ¡No hay nadie! ¡No hay nadie!
Bosch no se relajó ni bajó el arma al irrumpir en la sala de estar. Examinó la sala y no vio a nadie. Miró la mesita de café y vio el Daily News del día anterior desdoblado, con el artículo sobre Rebecca Verloren a la vista.
– ¡Sale la patrulla! -dijo una voz desde un pasillo situado a la derecha.
Enseguida dos agentes de patrulla accedieron a la sala de estar desde el pasillo. Llevaban las armas en los costados. Ahora Bosch se relajó y bajó la suya.
– No hay nadie -dijo el agente de patrulla con galones de cabo en el uniforme-. Encontramos la puerta abierta y entramos. Hay algo que debería ver aquí atrás en el dormitorio.
Bosch y Rider siguieron a los agentes de patrulla por un corto pasillo, más allá de las puertas abiertas a un cuarto de baño y un pequeño dormitorio que se utilizaba como despacho casero. Entraron en un dormitorio y el cabo señaló una caja de madera alargada que se hallaba abierta sobre la cama. El estuche tenía un recubrimiento de espuma con la silueta troquelado de un revólver de cañón largo. El troquelado estaba vacío, no había pistola. Había un pequeño hueco rectangular en la espuma para una caja de balas. También estaba vacío, pero la caja estaba al lado de la cama.
– ¿Va detrás de alguien? -preguntó el cabo. Bosch no levantó la mirada de la caja de la pistola.
– Probablemente sólo de sí mismo -dijo-. ¿Alguno de ustedes tiene guantes? Los míos están en el coche.
– Aquí mismo -dijo el cabo.
Sacó un par de guantes de látex del pequeño compartimento de su cinturón y se los dio a Bosch. Éste se los puso y cogió la caja de las balas. La abrió y sacó una bandeja de plástico en la que se almacenaban las balas. Sólo faltaba una.
Bosch estaba mirando el espacio dejado por la bala faltante y reflexionando sobre ello cuando Rider le dio unos toques en el codo. Bosch se fijó en ella y siguió su mirada hacia la mesilla que estaba al otro lado de la cama.
Había una foto enmarcada de Rebecca Verloren. Era una imagen de la joven de cuerpo entero, con la torre Eiffel de fondo. Rebecca llevaba una boina negra y estaba sonriendo de manera no forzada. Bosch pensó que la expresión en los ojos de la chica era sincera y mostraba amor por la persona a la que estaba mirando.
– Él no estaba en ninguna de las fotos del anuario porque estaba detrás de la cámara -dijo Bosch.
Rider asintió. Ella también estaba en el túnel de agua.
– Así fue como empezó todo -dijo ella-. Así fue como se enamoró de él. «Mi verdadero amor.»
Se miraron en un silencio sombrío durante unos segundos hasta que habló el cabo.
– Detectives, ¿podemos irnos?
– No -dijo Bosch-. Necesitamos que se queden aquí y custodien la casa hasta que llegue la policía científica. Y estén preparados por si él vuelve.
– ¿Se van? -preguntó el cabo.
– Nos vamos.
40
Volvieron rápidamente al vehículo de Bosch y Rider se situó una vez más tras el volante.
– ¿Adónde? -dijo ella al girar la llave del contacto.
– A la casa de los Verloren -dijo Bosch-. Y deprisa.
– ¿En qué estás pensando?
– He estado pensando en la foto que salió en el periódico con Muriel sentada en la cama. Mostraba que la habitación continuaba igual, ¿sabes?
Rider pensó un momento y asintió.
– Sí.
Rider lo comprendió. En la foto se apreciaba que la habitación de Rebecca no había cambiado desde la noche en que se la llevaron. Haberla visto podría haber desencadenado algo en Stoddard. Un deseo de recuperar algo largo tiempo perdido. La foto era como un oasis, un recordatorio de un lugar perfecto en el que nada se había torcido.
Rider pisó el acelerador y el coche saltó hacia delante. Bosch abrió su móvil, llamó a la central y pidió otra unidad de refuerzo para que se reuniera con ellos en casa de los Verloren. También actualizó el boletín sobre Stoddard, describiéndolo ahora como un hombre armado y peligroso y posiblemente como 5150, es decir, mentalmente inestable. Cerró el teléfono siendo consciente de que él y Rider estaban cerca de la casa de los Verloren y serían los primeros en llegar. Su siguiente llamada fue a Muriel Verloren, pero no hubo respuesta. Colgó en cuanto saltó el contestador.
– No contesta.
Doblaron la esquina de Red Mesa Way al cabo de cinco minutos y los ojos de Bosch inmediatamente se centraron en el coche plateado estacionado en un ángulo extraño junto al bordillo, delante de la casa de los Verloren. Era el Lexus que le había arrollado en el aparcamiento de la escuela. Rider se detuvo junto al coche y una vez más salieron con rapidez, con las armas preparadas.
La puerta de entrada de la casa estaba entornada. Comunicándose mediante señas, tomaron posiciones a ambos lados del umbral. Bosch empujó la puerta para abrirla y entró el primero. Rider lo siguió y accedieron a la sala de estar.
Muriel Verloren estaba en el suelo. Había una caja de cartón y otros elementos embalados a su lado. La habían amordazado con un precinto marrón que daba varias vueltas alrededor de la cabeza y la cara, y que también había sido usado para inmovilizarle manos y tobillos. Rider la incorporó apoyándola en el sofá y se llevó un dedo a los labios.
– Muriel, ¿está en la casa? -susurró.
Muriel asintió, con los ojos abiertos y desorbitados.
– ¿En la habitación de Rebecca?
Muriel volvió a asentir.
– ¿Ha oído un disparo?
Muriel negó con la cabeza y emitió un sonido ahogado que habría sido un grito de no ser por la cinta que le tapaba la boca.
– Ha de estar callada -susurró Rider-. Si le quito la cinta, ha de estar muy callada.
Muriel asintió con intensidad y Rider empezó a quitarle la cinta. Bosch se agachó a su lado.
– Voy a subir a la habitación.
– Espera, Harry -ordenó Rider, con la voz más alta que un susurro-. Subimos juntos. Ocúpate de los tobillos.
Bosch empezó a desenrollar la cinta que ataba los pies de Muriel. Rider finalmente soltó la de la boca de Muriel y se la bajó a la barbilla. Le siseó con dulzura al hacerlo.
– Es el profesor de Becky -susurró Muriel, con voz intensa pero no alta-. Tiene una pistola.
Rider empezó a soltarle la ligadura de las muñecas.
– Vale -dijo-. Nosotros nos ocuparemos.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Muriel-. ¿Fue él?
– Sí, fue él.
Muriel Verloren dejó escapar un suspiro largo, alto y angustiado. Ahora tenía las manos y los pies sueltos y la ayudaron a levantarse.
– Vamos a subir a la habitación -le dijo Rider-. Tiene que salir de la casa.
Empezaron a empujarla hacia el pasillo de entrada.
– No puedo irme. Está en su habitación. No puedo…
– Ha de irse de aquí, Muriel -le susurró Bosch con severidad-. No es seguro estar aquí. Vaya a casa de un vecino.
– No conozco a mis vecinos.
– Muriel, ha de salir -dijo Rider-. Baje por la calle. Hay más policías en camino. Párelos y dígales que ya estamos aquí dentro.
La empujaron hacia la calle abierta y cerraron la puerta.
– ¡No le dejen que destroce la habitación! -oyeron que rogaba desde el otro lado-. ¡Es lo único que me queda!
Bosch y Rider se abrieron camino de nuevo por el pasillo y subieron la escalera con el máximo sigilo posible. Tomaron posiciones a ambos lados de la puerta del dormitorio de Rebecca.