Al principio, Stoddard no respondió. El coche se dirigía hacia el este por Devonshire Boulevard. La comisaría estaba a unos tres kilómetros.
Antes, cuando había hablado con los dos patrulleros en el exterior del coche, le había pedido al conductor que fuera despacio.
– Es gracioso -dijo Stoddard al fin.
– ¿El qué?
– Soy profesor de ciencias, ¿sabe? O sea, antes de ser director daba clases de ciencias. Era el jefe del departamento de ciencias.
– Ajá.
– Y les enseñaba a mis alumnos lo que era el ADN. Siempre les decía que era el secreto de la vida. Descodificar el ADN era descodificar la vida.
– Ajá.
– Y ahora…, ahora, bueno, se ha usado para descodificar la muerte. Por ustedes. Es el secreto de la vida. Es el secreto de la muerte. No lo sé. Supongo que en realidad no tiene gracia. En mi caso es más bien irónico.
– Si usted lo dice.
– Un tipo que enseña el ADN es atrapado por el ADN. -Stoddard se echó a reír-. Eh, es un buen titular -dijo-. No se olvide de contárselo.
Bosch se inclinó y usó una llave para soltarle a Stoddard las esposas. Después volvió a cerrarlas por delante del torso del detenido para que éste pudiera incorporarse.
– En la casa ha dicho que la amaba -dijo Bosch. Stoddard asintió.
– La amaba. Todavía la amo.
– Bonita manera de demostrarlo, ¿no?
– No estaba planeado. Nada estaba planeado esa noche. La había estado vigilando, nada más. Siempre que podía, la vigilaba. Pasaba en coche por delante de su casa muchas veces. La seguía cuando iba en coche. También la vigilaba cuando estaba trabajando.
– Y siempre llevaba una pistola.
– No, la pistola era para mí, no para ella. Pero…
– Descubrió que era más fácil matarla a ella que a usted.
– Esa noche… vi que la puerta del garaje estaba abierta. Entré. No estaba seguro de por qué lo hice. Pensaba que iba a usar la pistola conmigo mismo. En su cama. Sería mi forma de demostrarle mi devoción.
– Pero en lugar de ponerse encima de la cama se metió debajo.
– Tenía que pensar.
– ¿Dónde estaba Mackey?
– Mackey. No sé dónde estaba.
– ¿No estaba con usted? ¿No le ayudó?
– Me dio la pistola. Hicimos un trato. La pistola por el graduado. Yo era su profesor y su tutor. Era mi trabajo de verano.
– Pero ¿no estaba con usted esa noche? ¿La subió usted solo por la colina?
Los ojos de Stoddard se abrieron y miraron a la distancia, a pesar de que su punto de enfoque estaba sólo en el asiento delantero.
– Entonces era fuerte -dijo en un susurro.
El coche patrulla pasó a través de la abertura en el muro de hormigón que rodeaba la comisaría de la División de Devonshire. Stoddard miró por la ventanilla. Ver todos los coches patrulla estacionados en la parte de atrás de la comisaría debió de actuar de despertador para él. Se dio cuenta de cuál era su situación.
– No quiero hablar más -dijo.
– Está bien -dijo Bosch-. Lo pondremos en un calabozo y podrá pedir un abogado si lo desea.
El coche se detuvo delante de unas puertas de doble batiente, y Bosch salió. Rodeó el coche, sacó a Stoddard y entró con él en comisaría. El despacho de detectives estaba en la segunda planta. Cogieron un ascensor y los recibió el teniente al mando de los detectives de Devonshire. Bosch lo había llamado desde la casa de los Verloren. Había una sala de interrogatorios preparada para Stoddard. Bosch lo sentó y le enganchó una de las esposas a una anilla de metal atornillada al centro de la mesa.
– Siéntese -le dijo Bosch-. Volveré.
En la puerta, miro a Stoddard y decidió dar un último paso.
– Y por si sirve de algo, creo que su historia es mentira -dijo.
Stoddard lo miró con sorpresa en el rostro.
– A qué se refiere. Yo la quería. No pretendía…
– La acechó con un único propósito. Matarla. Le rechazó y no pudo aceptarlo, así que quería su muerte. Y ahora, al cabo de diecisiete años, quiere contarlo de una manera distinta, como si se tratara de Romeo y Julieta. Es un cobarde, Stoddard. La vigiló y la mató, y debería ser capaz de reconocerlo.
– No. Se equivoca. La pistola era para mí.
Bosch volvió a entrar en la sala y se inclinó sobre la mesa.
– ¿Sí? ¿Y la pistola aturdidora, Stoddard? ¿También era para usted? Ha omitido esa parte de la historia, ¿verdad? ¿Para qué necesitaba una pistola aturdidora si iba a suicidarse?
Stoddard se quedó en silencio. Era casi como si después de diecisiete años hubiera conseguido borrar de la memoria la Professional l00.
– Tenemos primer grado y además premeditación -dijo Bosch-. Va a hacer el viaje completo, Stoddard. Nunca pensó en matarse, ni entonces ni hoy.
– Creo que quiero un abogado ahora -dijo Stoddard.
– Sí, por supuesto que lo quiere.
Bosch abandonó la sala y recorrió el pasillo hasta una puerta abierta. Era la sala de monitorización. El teniente y uno de los agentes del coche patrulla en el que habían llegado estaban en el interior de la pequeña sala. Había dos pantallas de vídeo activas. En una de ellas Bosch vio a Stoddard sentado en la sala de interrogatorios. El ángulo de la cámara era desde la esquina superior derecha de la sala. Stoddard parecía estar mirando a la pared sin comprender.
La imagen de la otra pantalla estaba congelada. Mostraba a Bosch y a Stoddard en el interior del coche patrulla.
– ¿Qué tal el sonido? -preguntó Bosch.
– Perfecto -dijo el teniente-. Lo tenemos todo. Quitarle las esposas fue un bonito detalle. Levantó su cara a la cámara.
El teniente pulsó un botón y la imagen empezó a reproducirse. Bosch oía la voz de Stoddard con claridad. Asintió. El coche patrulla estaba equipado con una cámara en el salpicadero utilizada para grabar infracciones de tráfico y transporte de prisioneros. En el camino de entrada a comisaría con Stoddard, el micrófono interior del coche estaba encendido y el exterior apagado.
Había funcionado a la perfección. Las admisiones de Stoddard en el asiento de atrás ayudarían a cerrar el caso. Bosch no tenía preocupaciones en ese sentido. Le dio las gracias al teniente y al agente de patrulla y preguntó si podía usar el escritorio para hacer algunas llamadas.
Bosch llamó a Abel Pratt para ponerle al día y asegurarle que Rider estaba impresionada, pero por lo demás bien.
Le dijo a Pratt que necesitaba conseguir equipos de la policía científica tanto para la casa de Stoddard como para la de Muriel Verloren a fin de procesar escenas del crimen. Dijo que debería solicitarse y autorizarse una orden judicial antes de que el equipo entrara en la casa de Stoddard. Explicó que iban a presentar cargos contra Stoddard y a tomarle huellas. Las huellas se requerirían para compararlas con las halladas en la tabla de debajo de la cama de Rebecca Verloren. Concluyó hablándole a Pratt del vídeo grabado durante el viaje a la comisaría y de las admisiones que había hecho Stoddard.
– Es todo sólido y está en cinta -dijo Bosch-. Todo después de leerle sus derechos.
– Buen trabajo, Harry -dijo Pratt-. No creo que tengamos que preocupamos por nada más.
– Al menos no con el caso.
Quería decir que Stoddard iría a la cárcel sin problema, pero Bosch no estaba seguro de cómo le iría a él en la revisión de sus acciones en el caso.
– Es difícil de rebatir con resultados -dijo Pratt.
– Ya veremos.
Bosch empezó a oír una señal de llamada en espera en su teléfono. Le dijo a Pratt que tenía que colgar y pasó a la nueva llamada. Era McKenzie Ward, del Daily News.
– Mi hermana estaba escuchando el escáner en el laboratorio de fotos -dijo ella con urgencia-. Dijo que estaban enviando una unidad de refuerzo y una ambulancia a la casa de los Verloren. Reconoció la dirección.
– Es cierto.
– ¿Qué pasa, detective? Teníamos un trato, ¿recuerda?