Выбрать главу

– Sí, lo recuerdo, y estaba a punto de llamarla.

42

La cocina del albergue Metropolitano estaba a oscuras. Bosch fue al pequeño vestíbulo del hotel contiguo y preguntó al hombre que estaba detrás de la ventanilla de cristal cuál era el número de habitación de Robert Verloren.

– Se ha ido, tío.

Algo en la determinación del tono hizo que Bosch empezara a sentir una opresión en el pecho. No daba la sensación de que el recepcionista quisiera decir que había salido esa noche.

– ¿Qué quiere decir que se ha ido?

– Quiero decir que se ha ido. Se metió en lo suyo y se fue. Es todo.

Bosch se acercó más al cristal. El hombre tenía una novela de bolsillo abierta en el mostrador y no había levantado la cabeza de sus páginas amarillentas.

– Eh, míreme.

El hombre le dio la vuelta al libro para no perder la página y levantó la cabeza.

Bosch le mostró la placa. Entonces bajó la mirada y vio que el libro se titulaba Pregúntale al polvo.

– Sí, agente.

Bosch volvió a mirar los ojos cansados del hombre.

– ¿Qué quiere decir que se metió en lo suyo y qué quiere decir que se ha ido? El hombre se encogió de hombros.

– Llegó borracho y ésa es la norma que tenemos aquí. Ni alcohol ni borrachos.

– ¿Lo despidieron?

El hombre asintió.

– ¿Y su habitación?

– La habitación va con el trabajo. Como le he dicho, se ha ido.

– ¿Adónde?

El hombre se encogió de hombros una vez más. Señaló a la puerta que conducía a la acera de la calle Cinco. Le estaba diciendo a Bosch que Verloren estaría en las calles, en alguna parte.

– Estas cosas pasan -dijo el hombre. Bosch volvió a mirarle.

– ¿Cuándo se fue?

– Ayer. Fue por culpa de ustedes los polis.

– ¿Qué quiere decir?

– Oí que vino un poli y le soltó un rollo. No sé de qué se trataba, pero fue justo antes, ¿entiende? Terminó el turno, se fue y volvió a probarlo. Yeso fue todo. Lo único que sé es que ahora necesitamos otro chef porque el que han puesto no sabe freír un huevo.

Bosch no le dijo nada más al hombre. Se apartó de la ventanilla y se dirigió a la puerta. La calle se estaba poblando de gente. La gente de la noche. Los heridos y sin lugar. Gente que se ocultaba de otros y de sí mismos. Gente que huía del pasado, de las cosas que habían hecho y de las que no había hecho.

Bosch sabía que la noticia estaría en los medios al día siguiente. Había querido decírselo a Robert Verloren él mismo.

Decidió que buscaría a Robert Verloren en las calles. No sabía qué efecto le causaría la noticia que le llevaba. No sabía si sacaría a Verloren del pozo o lo hundiría todavía más. Quizá ya nada podía ayudarle. Pero de todos modos necesitaba decírselo. El mundo estaba lleno de gente que no podía superar sus traumas. No encontraría la paz. La verdad no te hace libre, pero es posible superar las cosas. Eso era lo que Bosch le diría. Uno puede dirigirse hacia la luz y escalar y cavar y buscar una salida del agujero.

Bosch abrió la puerta y se internó en la noche.

43

El campo de desfile de la academia de policía estaba encajado como una manta verde contra una de las colinas boscosas del parque Elysian. Era un lugar hermoso y protegido y hablaba bien de la tradición que el jefe de policía quería que Bosch recordara.

A las ocho de la mañana siguiente a su infructuosa búsqueda nocturna de Robert Verloren, Bosch se presentó en la mesa de registro de invitados y fue escoltado hasta el asiento que se le había asignado en la tribuna de personalidades. Había cuatro filas de sillas detrás del atril desde el que se harían los discursos. La silla de Bosch miraba a los terrenos del desfile, donde los nuevos cadetes marcharían y después formarían para pasar revista. Como invitado del jefe, él sería uno de los inspectores.

Bosch llevaba el uniforme completo. Era tradición lucir con orgullo los colores en la graduación de nuevos agentes, dar la bienvenida al nuevo uniformado vestido de uniforme. Y llegaba temprano. Se sentó solo y escuchó la banda de la policía que tocaba viejos standards. Ninguno de los otros invitados que fueron llevados a sus asientos se dirigió a él. En su mayoría eran políticos y dignatarios, así como unos pocos ganadores del Corazón Púrpura en Irak que vestían el uniforme del Cuerpo de Marines.

Sentía picor bajo el cuello almidonado y la corbata fuertemente apretada. Había pasado casi una hora en la ducha frotándose para eliminar la tinta que se había puesto en la piel, con la esperanza de que el agua arrastrara también todo lo desagradable del caso.

No reparó en que se aproximaba el subdirector Irvin Irving hasta que el cadete que lo conducía a la tienda, dijo:

– Disculpe, señor.

Bosch levantó la mirada y vio que Irving iba a sentarse justo a su lado. Se enderezó y levantó su programa del asiento reservado a Irving.

– Que lo disfrute -dijo el cadete antes de virar con un taconazo y dirigirse hacia otro invitado.

Al principio, Irving no dijo nada. A Bosch le dio la sensación de que dedicaba mucho tiempo a acomodarse y mirar a su alrededor para ver quién podía estar observándolos. Estaban en la primera fila, eran dos de los mejores asientos del acto. Finalmente habló sin girar el cuello y sin mirar a Bosch.

– ¿Qué está pasando aquí, Bosch?

– Dígamelo usted, jefe.

Bosch se volvió y echó un vistazo para ver si alguien les estaba mirando. Obviamente no era casual que estuvieran sentados uno al lado del otro. Bosch no creía en las coincidencias de ese tipo.

– El jefe me dijo que quería que viniera -explicó-. Me invitó el lunes, cuando me devolvió la placa.

– Qué suerte.

Pasaron otros cinco minutos antes de que Irving volviera a hablar. Las sillas de debajo del entoldado estaban todas ocupadas, salvo el lugar reservado al jefe de policía y su esposa, en un extremo de la primera fila.

– Ha tenido Una semana infernal, detective -susurró Irving-. Aterrizó en mierda y se levantó oliendo a rosas. Felicidades.

Bosch asintió. Era una valoración precisa.

– ¿Y usted, jefe? ¿Sólo ha sido una semana más en la oficina para usted?

Irving no respondió. Bosch pensó en los lugares donde había buscado a Robert Verloren la noche anterior. Pensó en el rostro de Muriel Verloren cuando había visto al asesino de su hija conducido al coche patrulla. Bosch tuvo que darse prisa en meter a Stoddard en el asiento de atrás para que ella no se le echara encima.

– Fue todo culpa suya -dijo Bosch en voz baja. Irving lo miró por primera vez.

– ¿De qué está hablando?

– De diecisiete años, de eso estoy hablando. Tenía a su hombre comprobando las coartadas de los Ochos. Él no sabía que Gordon Stoddard era también el profesor de la chica. Si Green y García hubieran comprobado las coartadas, como debería haber sido, habrían encontrado a Stoddard y habrían resuelto el caso fácilmente. Hace diecisiete años. Todo ese tiempo pesa sobre usted.

Irving se volvió por completo en su asiento para mirar a Bosch.

– Teníamos un trato, detective. Si lo rompe, encontraré otras formas de llegar a usted. Espero que lo entienda.

– Sí, claro, lo que usted diga, jefe. Pero olvida una cosa. No soy el único que sabe de usted. ¿Qué pretende, hacer sus pequeños pactos con todo el mundo? ¿Con cada periodista, con cada poli? ¿Con cada padre y cada madre que ha tenido que vivir una vida hueca por lo que usted hizo?

– No levante la voz -dijo Irving entre dientes.

– Ya le he dicho todo lo que quería decide.

– Bueno, déjeme decirle algo. No he terminado de hablar con usted. Si descubro…

Dejó la frase a medias cuando el jefe de policía y su esposa llegaron escoltados por un cadete. Irving se enderezo en su asiento cuando sonó la música y empezó el espectáculo. Veinticuatro cadetes con placas nuevas y brillantes en sus pechos uniformados marcharon en la explanada del desfile y ocuparon sus posiciones delante de la tribuna de personalidades.