– Entiendo.
El jefe levantó la mano y cogió a Bosch por el antebrazo.
– Bien. Entonces vamos allí a hacernos una foto con algunos de estos jóvenes que hoy se han unido a nuestra familia. Quizá puedan aprender algo de nosotros. Quizá nosotros podamos aprender algo de ellos.
Al caminar hacia la multitud, Bosch apartó la mirada en la dirección que había tomado Irving. Pero ya hacía mucho que se había ido.
44
Bosch buscó a Robert Verloren durante tres de las siete noches siguientes, pero no lo encontró hasta que fue demasiado tarde.
Una semana después de la graduación en la academia, Bosch y Rider estaban sentados frente a frente tras sus escritorios mientras daban los últimos toques a la acusación contra Gordon Stoddard, quien había sido llevado ante el tribunal municipal de San Fernando esa misma semana y se había declarado no culpable. Había empezado el baile legal. Bosch y Rider tenían que recopilar un amplio pliego de cargos que trazara las líneas maestras de la acusación contra Stoddard. La documentación sería entregada a un fiscal, quien la utilizaría en sus negociaciones con el abogado defensor de Stoddard. Después de reunirse con Muriel Verloren, así como con Bosch y Rider, el fiscal estableció una estrategia. Si Stoddard elegía ir a juicio, el Estado buscaría la pena capital por el agravante de la premeditación. La alternativa era que Stoddard evitara la pena capital declarándose culpable de asesinato en primer grado en un acuerdo extrajudicial que lo llevaría a prisión de por vida sin posibilidad de condicional.
En cualquier caso, el sumario que Bosch y Rider estaban preparando resultaría de vital importancia, porque mostraría a Stoddard y a su abogado el enorme peso de las pruebas. Forzarían la mano y harían que Stoddard eligiera entre las tristes alternativas de una existencia en una celda de prisión o jugarse la vida sobre las escasas posibilidades de convencer a un jurado.
Hasta ese punto había sido una buena semana. Rider salió airosa después de estar a punto de morir por la bala de Stoddard y mostró estar en plena disposición de sus facultades al reunir la documentación del caso. Bosch había pasado todo el lunes revisando la investigación con un detective de Asuntos Internos y el caso fue archivado al día siguiente. El veredicto de «no emprender ninguna acción» por parte de Asuntos Internos significaba que estaba a salvo en el seno del departamento, si bien una retahíla de artículos de la prensa continuaban cuestionando las acciones de la policía al usar a Roland Mackey como cebo.
Bosch estaba listo para pasar a la siguiente investigación. Ya le había dicho a Rider que quería revisar el caso de la señora a la que halló atada y ahogada en su bañera el segundo día de servicio en el cuerpo. Lo asumirían en cuanto terminaran; con el papeleo sobre Stoddard.
Abel Pratt salió de su oficina y se acercó a ellos. Tenía un aspecto ceniciento. Hizo una señal con la cabeza hacia el ordenador de Rider.
– ¿Estáis trabajando en Stoddard?
– Sí -dijo Rider-. ¿Qué pasa?
– No le podréis clavar la aguja. Está muerto.
Nadie dijo nada durante un largo momento.
– ¿Muerto? -preguntó Rider por fin-. ¿Cómo que muerto?
– Muerto en su celda en la prisión de Van Nuys. Dos heridas de punción en el cuello.
– ¿Se lo hizo él? -preguntó Bosch-. No me pareció que fuera capaz.
– No, alguien lo hizo por él.
Bosch se sentó más derecho.
– Espere un momento -dijo-. Estaba en la planta de alta seguridad y aislado. Nadie podía…
– Alguien lo hizo esta mañana -dijo Pratt-. Y ésta es la peor parte.
Pratt levantó una libretita que tenía en la mano, con notas garabateadas. Leyó.
– El lunes por la noche arrestaron a un hombre en Van Nuys Boulevard por desórdenes y borrachera. También agredió a uno de los policías que lo detuvieron. Le tomaron las huellas de manera rutinaria y lo enviaron a la prisión de Van Nuys. No tenía documento de identidad y dio el nombre de Robert Light. Al día siguiente, ante el juez, se declaró culpable de todos los cargos y el juez lo envió una semana a la prisión de Van Nuys. Las huellas todavía no se habían comprobado en el ordenador.
Bosch sintió un profundo tirón en las entrañas. Sentía pánico. Sabía adónde iría a parar la historia. Pratt continuó, valiéndose de sus notas para construir su relato.
– El hombre que se hacía llamar Robert Light fue asignado a trabajo de cocina en la cárcel porque aseguró y demostró que tenía experiencia en restaurantes. Esta mañana cambió su función con otro de los asignados a cocina y estaba empujando el carrito que llevaba bandejas de comida a los custodiados en alta seguridad. Según dos guardias que fueron testigos, cuando Stoddard se acercó a la ventanita corredera de su celda para coger la bandeja de comida, Robert Light metió la mano entre los barrotes y lo agarró. Acto seguido lo acuchilló repetidamente con un punzón hecho con una cuchara afilada. Tenía dos pinchazos en el cuello antes de que los guardias redujeran al agresor. Los guardias llegaron demasiado tarde. La arteria carótida de Stoddard estaba seccionada y se desangró en su celda antes de que llegaran a ayudarle.
Pratt se detuvo, pero Bosch y Rider no hicieron preguntas.
– De manera coincidente -empezó de nuevo Pratt-, las huellas dactilares de Robert Light fueron introducidas finalmente en la base de datos aproximadamente al mismo tiempo en que estaba matando a Stoddard. El ordenador reveló que el custodiado había dado un nombre falso. El nombre real, como estoy seguro de que ya habéis adivinado, era Robert Verloren.
Bosch miró a Rider, pero no pudo sostenerle la mirada mucho tiempo. Bajó la cabeza. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. Cerró los ojos y se frotó la cara con las manos. Creía que en cierto modo era culpa suya. Robert Verloren había sido de su responsabilidad en la investigación. Debería haberlo encontrado.
– ¿Qué tal esto como cierre? -dijo Pratt.
Bosch bajó la mirada a sus manos y se levantó. Miró a Pratt.
– ¿Dónde está? -preguntó.
– ¿Verloren? Todavía lo tenían allí. Lo llevan en Homicidios de Van Nuys.
– Voy para allí.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Rider.
– No lo sé. Lo que pueda.
Salió de la 503, dejando atrás a Rider y Pratt. En el pasillo pulsó el botón del ascensor y esperó. La opresión en el pecho no remitía. Sabía que era la sensación de culpa, la sensación de que no había estado preparado para este caso y que sus errores habían sido muy costosos.
– No es culpa tuya, Harry. L1evaba diecisiete años esperando hacer esto.
Bosch se volvió. Rider había ido tras él.
– Debería haberlo encontradó antes.
– No quería que lo encontraran. Tenía un plan.
La puerta del ascensor se abrió. Estaba vacío.
– Hagas lo que hagas -dijo Rider-. Voy contigo.
Bosch asintió. Estar con ella lo haría más soportable. Le cedió el paso en el ascensor y la siguió. En el camino de bajada sintió que la determinación crecía en su interior. La determinación de continuar en la misión. La determinación de no olvidar nunca a Robert y Muriel y Rebecca Verloren. Y una promesa de hablar siempre por los muertos.
Agradecimientos
El autor quiere dar las gracias a todos aquellos que le ayudaron en la preparación y redacción de esta novela. Entre ellos: Michael Pietsch, Asya Muchnick, Jane Wood y Peggy Leith Anderson, así como Jane Davis, Linda Connelly, Terrill Lee Lankford, Mary Capps, Judy Couwels, John Houghton, Jerry Hooten y Ken Delavigne. Mi especial agradecimiento a los detectives Tim Marcia, Rick Jackson y David Lambkin, del Departamento de Policía de Los Ángeles, así como al sargento Bob McDonald y al jefe de policía William Bratton.