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– ¡Me estoy muriendo!

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor. La oscuridad casi era absoluta.

– ¿No hay luz aquí dentro?

– ¿Para qué hace falta luz cuando alguien se está muriendo? -reprochó la voz-. De todas maneras, ¿quién sois? ¿Este es mi camarote?

Fidelma abrió la puerta otra vez para dejar entrar algo de luz del pasillo. Justo a un lado vio el cabo de una vela; salió con éste en la mano, de cara al farol tembloroso de fuera. Gracias a Dios Cian había desaparecido. Tardó unos momentos en encenderlo y regresar.

La luz permitió a Fidelma ver a una mujer echada en la cama inferior de la litera que había en el camarote. Su hábito parecía desarreglado y su rostro era de una palidez cadavérica, aunque todavía bastante atractivo. Era joven, tal vez de algo más de veinte años de edad. Junto a la litera había un cubo.

– ¿Estáis mareada? -preguntó Fidelma con comprensión, consciente de que preguntaba algo evidente.

– Me estoy muriendo -insistió la mujer-. Deseo morir sola. No sabía que iba a ser tan duro.

Fidelma echó un vistazo al camarote, y vio que habían dejado su equipaje sobre la cama superior.

– No puedo dejaros sola, hermana. Yo compartiré camarote con vos en este viaje. Me llamo Fidelma de Cashel -añadió alegremente.

– Os confundís. Vos no sois de mi grupo. He asignado camarotes a cada uno de…

– El capitán me ha instalado aquí -se apresuró a explicar Fidelma-, así que permitidme que os ayude.

Se hizo un silencio y la joven hermana de cara pálida soltó un fuerte gemido.

– Pues apagad esa vela. No soporto el parpadeo. Y luego id al capitán y decidle que quiero estar sola para morir en la oscuridad. ¡Exijo que os vayáis!

Fidelma se lamentó interiormente. Era justo lo que necesitaba: estar encerrada con una hipocondríaca quejicosa.

– Estoy segura de que os encontraréis mejor arriba, en cubierta que en este espacio cerrado -le aconsejó-. ¿Cómo os llamáis, por cierto?

– Muirgel -gruñó-. Sor Muirgel de Moville.

Fidelma había oído hablar de la abadía fundada por St. Finnian un siglo atrás a orillas del lago Cúan de Ulaidh.

– Bien, sor Muirgel, veamos qué puedo hacer por vos -dijo Fidelma con determinación.

– Sólo quiero que me dejéis morir en paz, hermana -lloriqueó la otra-. ¿Por qué no buscáis otro camarote en el que estar alegre?

– Necesitáis aire, aire fresco del mar -la amonestó Fidelma-. La oscuridad y el ambiente cargado del camarote sólo empeorarán el mareo.

El lastimoso ser tumbado en la litera hizo arcadas sin responder.

– Dicen que si se concentra la vista en el horizonte, el mareo pasa -aconsejó Fidelma.

Sor Muirgel intentó levantar la cabeza.

– Sólo os pido que me dejéis sola, por favor -se lamentó una vez más, y añadió con malicia-: Idos a fastidiar a otra.

CAPÍTULO IV

Fidelma tuvo que reconocer la derrota. De nada servía tratar de sostener una conversación sensata con una persona en aquel estado. Se preguntó si habría otro camarote disponible. Estar encerrado con cualquier otra persona sería mucho mejor que con alguien atormentado por temores imaginarios. Fidelma solía ser compasiva con los enfermos, pero se negaba a serlo con quienes no aceptaban ayuda cuando se les ofrecía. Decidió ir en busca de Wenbrit y explicarle el problema.

Al salir del camarote, le sorprendió ver al propio Wenbrit bajando por las escaleras. El chico la saludó con una sonrisa, y Fidelma advirtió que le dedicaba un trato ligeramente distinto. Era menos familiar… menos insolente que antes.

– Mis disculpas, señora.

Fidelma enseguida entendió el por qué del cambio de actitud, pero disimuló el enfado por que Murchad hubiera revelado su identidad.

– Me he equivocado -añadió Wenbrit con educación-. Se os debe asignar un camarote distinto, pues no sois del grupo de peregrinos de Ulaidh.

Fidelma sabía que era una falsa excusa. Murchad lo había decidido justo después de saber quién era. Y ella no quería privilegios. No obstante, la indisposición de sor Muirgel y el ambiente cargado hicieron que la idea de un camarote privado fuera muy atractiva. Era coincidencia que le ofrecieran exactamente aquello que se disponía a solicitar.

– La hermana con quien iba a compartir el camarote está muy mareada -concedió Fidelma-. Quizá me vendría bien uno para mí sola.

Wenbrit sonrió burlonamente.

– Así que está mareada, ¿eh? Bueno, supongo que hasta los mejores caen enfermos. Y eso que parecía bastante entera al embarcar. No habría imaginado que sería de las que se marearían.

– He intentado decirle que no iba a mejorar quedándose tumbada en un espacio cerrado sin luz ni ventilación, pero no ha querido aceptar el consejo.

– Ni el mío, señora. Pero cada persona reacciona al mareo de formas distintas.

Wenbrit explicó su filosofía con seriedad, como si lo supiera por muchos años de experiencia. Luego añadió, sonriendo:

– Esperadme aquí. Iré a recoger vuestros abarrotes.

– ¿Mis qué?

Era la segunda vez que oía aquella palabra desconocida.

Wenbrit puso la cara de quien explica algo a un retrasado.

– Vuestro equipaje, señora. Ahora que estáis a bordo de un navío, tendréis que acostumbraros a la jerga de los marineros.

– Vaya. Abarrotes. Muy bien.

Wenbrit fue a llamar a la puerta del camarote del que Fidelma había salido, desapareció unos instantes dentro y luego salió con la bolsa.

– Vamos, señora, os acompañaré a vuestro camarote.

Dio media vuelta y subió por la escalera de cámara que llevaba a la cubierta principal.

– ¿No está en esta cubierta, el camarote? -preguntó Fidelma mientras subían.

– Hay uno disponible en la cubierta de proa. Tiene incluso luz natural. Murchad ha pensado que será más adecuado para una… -El muchacho se interrumpió.

– ¿Y qué va contando Murchad? -preguntó, sabiendo de sobra la respuesta.

El chico parecía verse en un apuro.

– Se supone que no debería decíroslo.

– Murchad es largo de lengua.

– El capitán sólo quiere que estéis cómoda, señora -respondió Wenbrit con cierta indignación.

Fidelma extendió la mano y la apoyó sobre el hombro del chico. Luego le dijo con firmeza:

– Dije a vuestro capitán que no quiero ser tratada con privilegio. Soy una religiosa más en este viaje. No quiero que se dé un trato injusto a los demás. Para empezar, deja de llamarme «señora». Soy sor Fidelma.

El muchacho no dijo nada; se limitó a parpadear ante la reprimenda. Y Fidelma se sintió culpable por su frialdad.

– No es culpa tuya, Wenbrit. Es que había pedido a Murchad que no dijera nada a nadie. Como tú ya lo sabes, ¿guardarás el secreto?

El chico asintió con la cabeza.

– Murchad sólo quería que estuvierais cómoda en su barco -repitió, y añadió a la defensiva-: Tampoco es culpa suya.

– Te gusta tu capitán, ¿verdad? -le preguntó Fidelma, sonriendo ante el tono protector del chico.

– Es un buen capitán -respondió Wenbrit a secas-. Por aquí, señora… sor Fidelma.

Por delante de ella Wenbrit cruzó la cubierta principal pasando por debajo del mástil de roble que sostenía la inmensa vela de piel y que seguía crujiendo al viento. Alzó la vista y vio un dibujo pintado sobre la faz de la vela: era una gran cruz roja cuyo centro encerraba un círculo.

El muchacho la vio mirando hacia arriba.

– El capitán pidió que la pintaran -explicó con orgullo-. Solemos llevar a tantos peregrinos, que lo consideró apropiado.

Siguieron adelante, él primero, ella detrás, hasta la parte alta de proa, donde el largo mástil inclinado se alzaba hacia el cielo, que sostenía sobre una verga cruzada la vela de gobierno. Era de menor tamaño que la vela mayor, lo cual ayudaba a controlar la dirección de la nave. La proa se alzaba de modo que tenía una zona que alojaba una serie de camarotes a la misma altura que la cubierta superior, como sucedía en la parte de popa. También en la proa unos escalones ascendían a una sobrecubierta. Dos aberturas cuadradas tapadas por rejas daban a la cubierta principal a ambos lados de una entrada que conducía a los camarotes de cada lado.