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– Os he oído gritar, señora -dijo resollando-. ¿Qué sucede?

Fidelma estaba disgustada; señaló la causa de su turbación.

– Este animal me ha cogido desprevenida. No sabía que tenías un gato a bordo.

Wenbrit se relajó y sonrió.

– Es el gato del barco, señora. En una embarcación de este tipo hace falta un gato para controlar las ratas y los ratones.

Fidelma se estremeció al pensar en ratas.

Wenbrit la tranquilizó.

– No os apuréis. No osan aproximarse a las personas; suelen quedarse en el pantoque o en las bodegas. El señor de los ratones, aquí presente, las tiene bajo control.

El gato, que había vuelto a subirse al camastro, se acomodó haciéndose un ovillo y al poco se durmió.

– Parece que esta minina está aquí como en su casa -observó Fidelma.

El chico asintió.

– Es un macho, señora -corrigió Wenbrit-. Y sí, al señor de los ratones le gusta dormir en este camarote. Debería haberos avisado antes. Pero no os preocupéis, me lo llevaré.

El chico se inclinó para cogerlo, pero Fidelma le puso una mano sobre el brazo.

– Déjalo, Wenbrit. Él también puede quedarse en el camarote. Los gatos no me disgustan. Simplemente me he asustado cuando la… el pobre me ha saltado encima.

El chico se encogió de hombros.

– Si os molesta, sólo tenéis que decírmelo.

– ¿Cómo lo llamáis?

– Luchtighern… «el señor de los ratones».

Fidelma sonrió, mirando a su nuevo compañero de viaje.

– Así se llamaba el gato que moraba en la cueva de Dunmore y derrotó a cuantos guerreros el rey de Laigin envió a combatirle. Sólo sucumbió cuando enviaron a una guerrera.

El muchacho la miraba, perplejo.

– Jamás había oído hablar de gato semejante.

– No es más que una antigua historia. ¿Quién le puso Luchtighern?

– El capitán. Él conoce todas las historias, aunque no recuerdo haberle oído ésta.

– Supongo que si hubiera sido hembra la habría llamado Baircne, «heroína marinera», por la primera gata que llegó a Éireann en el bajel de Bresal Bec -relató Fidelma con aire pensativo.

– Pero es un macho -protestó el chico.

– Ya lo sé -lo tranquilizó-. Bueno, ya no molestaremos más al señor de los ratones.

Una vez que Wenbrit hubo salido, Fidelma volvió a la litera y, con cuidado, se acostó con el gato ovillado a los pies. La presencia cálida y el ronroneo eran curiosamente reconfortantes. Cerró los ojos un momento e intentó reunir pensamientos dispersos. ¿En qué estaba pensando antes de aparecer el gato? Ah, sí: en Cian. Apretó los labios. ¿Cómo podía haber sido tan necia? Su juventud y la falta de experiencia eran la única excusa.

Creía que Cian había desaparecido de su vida para siempre, a los dieciocho años, y que sólo quedaban de él amargos recuerdos. Pero allí estaba otra vez, e iba a tener que soportarlo en los reducidos límites del barco durante una semana por lo menos. Sus propios sentimientos la preocupaban. ¿Por qué había reaccionado de aquel modo violento si ya había superado la experiencia de juventud, si ésta no la había rondado desde aquella época en Tara? Quizás el hecho de que no había llegado a enfrentarse debidamente a lo ocurrido explicaba la ira que había sentido al verlo otra vez.

¡Cian! ¿Cómo pudo haber sido tan ingenua? ¿Cómo pudo dejarse embaucar y permitir que le hiciera el alma trizas?

Varias veces lo había perdonado, y hasta había rechazado los consejos de su mejor amiga Grian cuando le decía que lo olvidara y se apartara de él. Pero no lo hizo, y cada vez que Cian erraba, la infelicidad la destrozaba. En consecuencia, decayó su aplicación en los estudios hasta que la llamaron ante el anciano brehon Morann.

Recordaba la escena vividamente, volvía a experimentar con la misma intensidad los sentimientos que la embargaban mientras estaba allí de pie, ante su anciano mentor.

* * *

El brehon Morann miraba a Fidelma con ojos severos pero comprensivos.

– Últimamente os cunde poco el estudio, Fidelma -le había dicho en un tono preocupante-. Parece que hayáis perdido la capacidad para concentraros en las lecciones más sencillas.

Fidelma abrió la boca para defenderse.

– ¡Esperad! -ordenó el brehon Morann alzando la frágil mano como si anticipara las justificaciones que su alumna iba a darle-. ¿Acaso no dicen que aquel que no sabe bailar atribuye la culpa al mal estado del suelo?

Fidelma se acaloró.

– Conozco el motivo por el cual no os habéis concentrado en vuestros estudios -prosiguió el anciano con voz firme y tranquila-. No he venido a condenaros. Si bien os diré la verdad.

– ¿Cuál es la verdad? -pidió ella, sofocada todavía, aunque consciente de que estaba irritada más consigo misma que con algún otro.

El brehon Morann la miró sin parpadear.

– La verdad es que debéis descubrir la verdad, y debéis descubrirla sin demora. De otro modo no saldréis adelante en los estudios.

Fidelma apretó los labios y preguntó:

– ¿Queréis decir con ello que me suspenderéis? ¿Que no aprobaréis mi esfuerzo?

– No. Suspenderéis vos misma.

Fidelma soltó un suspiro grave de enfado. Miró al brehon Morann un momento antes de dar media vuelta para irse.

– ¡Esperad!

La voz serena, bien que autoritaria, del brehon Morann la detuvo. A su pesar, se volvió de cara a él, que no se había movido.

– Permitidme que os dé este consejo, Fidelma de Cashel. Algunas veces sucede que un viejo maestro como yo encuentra un alumno con unas aptitudes, con una agilidad mental, tan excepcionales, que recupera la fe en su labor educativa. La tarea diaria de intentar inculcar conocimientos a miles de mentes reacias se compensa con creces con sólo encontrar una tan entusiasta y capaz de asimilar y comprender esos conocimientos… y apta para usar esos conocimientos a fin de contribuir a la mejora del hombre. De súbito se recompensan años de frustración. No estoy hablando a la ligera al decir que pensé que la decisión de hacerme maestro se justificaría con vos.

Fidelma escuchaba de pie, estupefacta, al anciano. Jamás se había dirigido a ella de aquel modo. Por un momento volvió a ponerse a la defensiva: su ágil mente llegó a la conclusión de que su mentor querría una recompensa a cambio de aquel cumplido.

– ¿Acaso no dijisteis una vez que usar a los demás para satisfacer la ambición propia es un reflejo de la debilidad del carácter y las aptitudes de uno mismo? -le espetó Fidelma sin consideración.

El brehon Morann no parpadeó siquiera pese a la hiriente contestación. Sus párpados apenas se velaron un poco mientras encajaba su réplica:

– Fidelma de Cashel. Albergáis tantas posibilidades y capacidades… No os enemistéis con ellas. Reconoced vuestro talento y no lo desaprovechéis.

Fidelma no sabía cómo debía reaccionar a las palabras del viejo brehon, pues eran impropias de él. Que ella supiera, jamás había suplicado nada a ninguno de sus alumnos, y ahora su tono le parecía suplicante; suplicante con ella.

– Yo debo vivir mi propia vida -respondió desafiante.

El rostro del anciano se endureció y, con una seña brusca y displicente con la mano, dijo:

– En tal caso marchaos y vividla. No regreséis a mis clases hasta que no tengáis voluntad de aprender de ellas. Mientras no halléis la paz interior, de nada servirá que regreséis.

Fidelma sintió una punzada de rabia y, por no confiar en su reacción, salió de la sala como una exhalación.