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Murchad sonrió con gusto. Diversos peregrinos le habían hecho aquella misma pregunta otras tantas veces.

– Eso cuenta la leyenda -respondió con buen humor-. No obstante, debo advertiros de que no hallaréis vestigio alguno de tal colosal edificio aparte de un gran faro romano llamado la Torre de Hércules, y no de Bregon. La Torre de Bregon debió de ser muy, muy alta, ciertamente, para que un hombre pudiera ver la costa de Éireann desde el reino de los suevos.

Hizo una pausa, pero al parecer nadie supo apreciar su broma. Su voz se volvió grave al añadir:

– Ahora quisiera aprovechar que estamos reunidos para deciros unas cuantas cosas que habréis de comunicar a los compañeros que no han podido unirse a nosotros en esta primera comida. Hay una serie de normas que deben contemplarse en este navío.

Vaciló antes de proseguir:

– Ya os he dicho que el viaje durará casi una semana. Durante ese tiempo podréis utilizar la cubierta principal cuanto queráis. Tratad de no interferir en las labores de la tripulación, pues vuestras vidas dependen de un manejo eficiente del barco, y navegar por estas aguas no es tarea fácil.

– He oído hablar de grandes monstruos marinos.

La pregunta venía de la joven hermana Gormán. Fidelma la examinó con interés furtivo, pues pensó que lo mejor sería empezar a conocer a sus compañeros de viaje, teniendo en cuenta que iban a estar encerrados en un barco varios días. Lo cierto era que Gormán era bastante joven: no tendría más de dieciocho años. Hablaba en un tono nervioso y entrecortado que la hacía parecer una niña ingenua, aunque a Fidelma más bien le recordó un cachorro ansioso por complacer a su amo. Tenía una extraña característica: sus ojos no podían estar quietos, los movía como si estuviera en un estado de inquietud permanente. Fidelma se quedó pensando en si ella misma había sido alguna vez tan joven. Dieciocho años. De pronto recordó que era la edad en que había conocido a Cian. Desechó el pensamiento inmediatamente.

– ¿Veremos monstruos marinos? -preguntaba la muchacha-. ¿Correremos peligro?

Murchad se rió, pero sin burlarse.

– No hay peligro de monstruos marinos en nuestra ruta -respondió para tranquilizarla-. Quizá veáis criaturas marinas que no hayáis visto antes, pero no representan ninguna amenaza. Ahora bien, en el caso de que nos sorprenda un temporal, lo mejor es quedarse abajo, a menos que yo dé otra orden, y asegurarse de que lámparas y candelas están bien apagadas…

– Pero, ¿cómo vamos a ver nada aquí abajo sin faroles? -se quejó sor Crella.

– Todas las lámparas y candelas deberán apagarse -insistió Murchad, y el énfasis fue la única muestra de que había oído la pregunta-. No queremos lidiar a bordo con un incendio a la par que una tormenta. Hay que apagar las lámparas y atrancar las escotillas.

– ¿Cómo? -El ascético hermano Tola parecía desorientado con los términos.

– Cualquier cosa que se mueva o que pueda causar daño con el cabeceo del barco deberá ser bien atado o asegurado -explicó el capitán con paciencia-. Si se da esta circunstancia, el joven Wenbrit estará a vuestra disposición para cualquier ayuda posible y para asegurarse de que no os falta nada.

– ¿Qué posibilidades existen de encontrarnos con una tormenta? -preguntó la monja alta y anciana, sor Ainder.

– Una posibilidad a partes iguales -reconoció Murchad-. Pero no os preocupéis. Hasta ahora no he perdido ningún barco de peregrinos, ni uno solo, en una tormenta.

Hubo entre los comensales sonrisas de cortesía, aunque no faltas de tensión. Murchad era a ojos vistas un hombre sagaz, pues Fidelma reparó en que algunos de sus compañeros necesitaban palabras tranquilizadoras, y el capitán lo percibió.

– Seré sincero con vosotros, hermanos -les confió-: en este mes acostumbra a haber tormentas y lluvia que pueden durar semanas. Pero ¿sabéis por qué decidí zarpar este día en concreto? No nos hicimos a la mar aprovechando la marea de esta mañana porque sí. ¿Alguien sabe por qué?

Se miraron los unos a los otros, y hubo quien negó con la cabeza.

– Siendo como sois religiosos, todos deberíais saber qué día es hoy -les reprendió el capitán bromeando.

Esperó a que alguien contestara. Todos parecían desconcertados. Fidelma pensó que debía responder por ellos.

– ¿Os referís al día del bienaventurado Lucas, de Lucas el Médico?

Murchad la miró con aprobación ante su muestra de cultura.

– Exactamente. Hoy es el día de Lucas. ¿Nadie entre vosotros ha oído hablar del veranillo de san Lucas?

Todos negaron con la cabeza, perplejos.

– Los marineros hemos observado que a mitad de este mes suele haber un período de bonanza que suele coincidir con el día de san Lucas… Son días muy secos de mucho sol. Por eso, si tenemos que navegar durante este mes tratamos de hacerlo en esta época.

– ¿Podéis garantizar este buen tiempo lo que dure la travesía? -exigió sor Ainder.

– Me temo que nada puede garantizarse una vez se ha zarpado, donde sea y cuando sea, ya en pleno verano o en pleno invierno. Sólo puedo decir que, de entre los diversos viajes que he hecho en esta época del año, sólo uno no ha sido agradable y tranquilo.

Murchad calló un momento y, al no haber comentarios, prosiguió.

– Hay un asunto, claro, del que seguramente habréis oído hablar antes de comprar el pasaje. Hoy en día la mar es un peligro, y las aguas por las que navegaremos no están exentas de él. Y ya no me refiero al riesgo de los elementos, las mareas, los vientos o las tempestades, sino a la amenaza de nuestros congéneres, la amenaza de piratas o asaltantes, que abordan barcos para robar y raptar a los ocupantes para venderlos como esclavos.

Todos guardaron silencio.

Fidelma, que había viajado a Roma, conocía los peligros de los que hablaba Murchad. Había oído muchas historias de barcos pirata que navegaban frente a los puertos occidentales de Italia procedentes de las islas Baleares, y de la proliferación de corsarios del mundo árabe en el Mediterráneo, el gran mar en medio de la tierra.

– Si nos atacan, ¿de qué medios defensivos disponemos? -preguntó Cian con calma.

Murchad esbozó una media sonrisa.

– No somos un barco de guerra, hermano Cian. La defensa quedará en manos de nuestros marineros y en la pura sue… -recordó entonces que tenía ante sí a un grupo de clérigos-… y en el amparo de Dios.

– ¿Y si la suerte y los marineros no bastan? -quiso saber el hermano Tola-. ¿Está vuestra tripulación armada y preparada para defendernos?

Cian lo miró con desdén.

– ¿Esperáis, hermano Tola, que otros mueran por defenderos sin mover vos mismo un dedo?

Era claro que Tola no gozaba de la simpatía de su compañero.

– ¿Sugerís que debería empuñar la espada en vez de la cruz? -replicó el hermano Tola inclinándose hacia delante, enrojeciendo por la base del cuello.

– ¿Y por qué no? -respondió Cian sin alterarse.

Fidelma había oído aquel frío tono desdeñoso otras veces y se estremeció ligeramente.

– Pedro lo hizo en el jardín de Getsemaní -añadió el joven.

– Soy un religioso, no un guerrero -objetó el hermano Tola.

– En tal caso tal vez deberíais confiar en que el crucifijo os defienda -se mofó Cian-, y no exigir que os defiendan los guerreros.

Murchad miró a Fidelma, que apreció la sonrisa divertida del capitán. Entonces éste alzó ambas manos cual sacerdote bendiciendo a sus feligreses y dijo en tono conciliador:

– Amigos, no hay motivos para las discordias. No tengo intención de alarmaros, pero tengo el deber de advertiros de las posibles circunstancias para que, en caso de darse alguna, no coja desprevenido a nadie. Si tenemos la mala suerte de toparnos con piratas, quizá podáis rezar para que un poder superior a la espada nos asista. Al fin y al cabo, esto predicáis, ¿no es así? Tales barcos piratas suelen merodear frente a las costas, y en principio nuestro curso se aleja de esas zonas de peligro…