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– ¿Salvo…? -intervino Cian esta vez.

– Desembarcaremos en una isla llamada Uxantis, frente a la costa occidental de la tierra conocida antaño como Armórica y que ahora llaman Pequeña Bretaña. En esas aguas podría haber piratas al acecho. También podría haberlos en las proximidades de las costas del reino de los suevos. Ésas son las zonas por las que podríamos correr el riesgo de un ataque. Pero dudo que suceda. Las probabilidades son muy bajas.

– ¿Habéis sido atacado alguna vez por piratas, Murchad? -preguntó Fidelma con tranquilidad, pues el capitán parecía muy seguro de sí mismo.

Asintió solemnemente y dijo:

– En dos ocasiones. Sólo dos en todos los años que llevo navegando por estas aguas.

– Y aun así sobrevivisteis -señaló Fidelma para tranquilizar a sus nuevos compañeros.

– Desde luego -confirmó, lanzándole una mirada de gratitud por ayudar a su propósito-. Sólo han sido dos encuentros en todos los viajes que he realizado, y no es un dato despreciable: os demostrará que tales encuentros son posibles, pero improbables. Es más fácil que nos sorprenda una tempestad que un barco pirata. Pero, si sucediera, mi deber es advertiros de que tendréis que dejar hacer a mis hombres sin interponeros, a fin de poder escapar.

– ¿Podríais relatarnos qué aconteció las dos veces que fuisteis atacado? -le preguntó el hermano Tola con mala cara-. No debió de ser tan grave o, de otro modo, como ha indicado nuestra hermana -observó, inclinando la cabeza hacia Fidelma-, no estaríais con nosotros.

Murchad se rió apreciando la observación del monje.

– Bueno, una de las veces rezagué al asaltante.

– ¿Y la otra? -preguntó sor Crella al instante con preocupación.

El capitán bajó las comisuras de los labios en un gracioso mohín y confesó:

– Me alcanzó.

Entre los pasajeros hubo un silencio desconcertante que indicó a Murchad que la respuesta no les había hecho la misma gracia que a él, así que decidió explicar lo sucedido:

– Al ver que era un barco sin mercaderías ni pasajeros, pues viajaba de un puerto a otro para recoger la carga, el pirata me dejó seguir adelante. Para él era una pérdida de tiempo destruir mi navío entonces, cuando iba camino de recoger una valiosa carga que podría convenirle luego. Me dijo que volveríamos a vernos, cuando yo tuviera algo que ofrecerle. Pero no he vuelto a verle desde entonces.

Se impuso un silencio pensativo en la sala.

– ¿Y si hubiera habido peregrinos a bordo? -preguntó sor Gormán con temor.

Murchad no se molestó en responder. Finalmente, sor Ainder dijo:

– A Dios gracias no hizo falta responder a esa pregunta.

Oyeron entonces un grito procedente de una cubierta, que les hizo dar un respingo.

– Ah. -Murchad se puso en pie abruptamente-. No temáis. Sólo es un aviso de que el viento está cambiando. Disculpadme, pero debo volver a mi labor. Si alguien tiene alguna pregunta que hacer sobre el manejo del barco y las normas a las que debéis ateneros, preguntad al joven Wenbrit. Este mozo ha pasado buena parte de su vida en un barco y confío en él la atención a los pasajeros.

El capitán dio una palmada en el hombro al niño, que sonrió con cierta timidez, y salió para subir a la cubierta.

A fin de postergar la ineludible conversación con Cian hasta haber tenido tiempo de reflexionar al respecto, Fidelma dio pie al religioso a su lado, preguntándole:

– ¿Y sois todos de la misma abadía?

El monje, al que habían presentado como hermano Dathal, un joven esbelto y rubio, vació su copa de vino antes de responder.

– El hermano Adamrae -señaló a su compañero, de la misma edad que él- y yo somos de la abadía de Bangor. Pero la mayoría de nuestros compañeros vienen de la abadía de Moville, que no queda muy lejos de la nuestra.

– Ambas se encuentran en el reino de Ulaidh, si no me equivoco.

– Así es. En el subreino de los Dál Fiatach -respondió el hermano Adamrae, pelirrojo y cubierto de pecas.

Sus fríos ojos azules cintilaban como el agua en un soleado día estival. Él era tan tranquilo como eufórico su compañero.

– ¿Qué os atrae del santo sepulcro de Santiago? -prosiguió Fidelma, viendo que Cian esperaba la ocasión oportuna para hablar con ella.

– Somos scriptores -explicó el hermano Adamrae con una voz melancólica.

El hermano Dathal, que en cambio tenía un tono de voz chillón de tan agudo, añadió:

– Estamos elaborando la historia de nuestro pueblo en épocas antiguas. Por eso vamos al reino de los suevos.

Fidelma los escuchaba distraídamente.

– ¿Dónde reside exactamente la relación? -preguntó con amabilidad, pero en realidad estaba concentrada pensando en cómo iba a tratar con Cian, sin prestar demasiada atención a aquello que le estaba contando el hermano Dathal.

El joven monje se inclinó hacia ella y meneó el cuchillo ante sus ojos a modo de falsa amonestación.

– Vos, sor Fidelma, deberíais estar al corriente del origen de nuestro pueblo.

Fidelma volvió a mirarle bruscamente y, tras hacer un esfuerzo, de súbito entendió a qué se refería.

– Sí, claro… antes hablasteis de la Torre de Bregon con el capitán. ¿Estáis interesado en la antigua leyenda sobre el origen de nuestro pueblo?

– ¿Antigua leyenda? -saltó el rubicundo compañero de Dathal-. ¡Eso es historia!

Elevó aquella voz melancólica y entonó:

Siete hijos tenía Golamh de los Gritos,

También llamado Míle de Hispania…

Fidelma lo interrumpió para que no siguiera.

– Desconozco la historia, hermano Adamrae, y no me dice por qué vais al santo sepulcro de Santiago. Nada tiene que ver Golamh con el origen de los Hijos de Gael, ¿cierto?

El hermano Dathal fue indulgente, aunque entusiasta.

– Vamos en pos de conocimiento. Es posible que nuestros antepasados dejaran libros en esa tierra llamada Iberia, el reino de los suevos, donde los hijos de Bregon, hijo de Bratha, crecieron y prosperaron y extendieron luego su dominio allende los mares. Por esto Bregon levantó la torre desde la que vigilaba Irlanda, y fue entonces cuando Ith, hijo de Bregon, preparó un barco tripulado por ciento cincuenta guerreros; se hicieron a la mar rumbo al norte hasta que alcanzaron la costa de la tierra que sería nuestra querida Éireann.

– A estos jóvenes -interrumpió el hermano Tola con desaprobación- no les interesa la Fe ni el Santo Sepulcro: van allí para aprender historia mundana.

El tono de crítica del anciano era indiscutible.

– ¿Os oponéis a la inquisición de vuestros compañeros? -le preguntó Fidelma.

El hermano Tola removió con desgana la comida que le quedaba en el plato.

– Creo que es evidente. El hermano Dathal y el hermano Adamrae no tienen derecho a fingir que van en peregrinación religiosa sólo para satisfacer su interés en cuestiones seculares.

El hermano Dathal empalideció y alzó el tono considerablemente.

– Nada hay más sagrado que la búsqueda del conocimiento, hermano Tola.

– Nada salvo Dios y sus santos -le espetó el hermano Tola, levantándose de repente-. Desde que partimos de Bangor, no os he oído hablar más que del valor de encontrar la verdad histórica. Estoy hastiado de oírlo. Esto es un peregrinaje al Santo Sepulcro de un gran santo; un santo que conoció a Jesús y caminó a su lado. Eso es más importante que la vanidad humana.